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«Como guía de caravanas que llega de lejos al manantial para saciar su sed, yo he venido a ti, famoso cantor Raimalyagá, a decirte unas palabras de bienvenida. No nos culpes por haber irrumpido aquí en ruidosa pandilla, que para eso son las fiestas, para eso reina la alegría en las bodas. No te asombre mi osadía, Raimaly-agá, que si me he atrevido a presentarme a ti con una canción ha sido con tal temblor y disimulado miedo como si quisiera declararte mi amor. Perdóname, Raimaly-agá, si estoy impregnada de osadía como de pólvora la escopeta de mis padres. Aunque vivo libremente en banquetes y bodas, me he preparado .toda la vida para este encuentro como la abeja que acumula la miel gota a gota. Me he preparado como el capullo de una florecilla destinado a abrirse en un momento determinado. Y este momento finalmente ha llegado...»

«Permíteme, ¿pero quién eres tú, maravillosa forastera?», habría querido averiguar Raimaly-agá, pero no se atrevió a interrumpir la canción. Sin embargo, se inclinó hacia ella sorprendido y extasiado. Su alma se turbó, su carne despertó en ardiente sangre, y si en aquel momento la gente hubiera poseído una vista especial, habría visto cómo Raimaly-agá se incorporaba y sacudía las alas como el águila real al levantar el vuelo. Sus ojos se animaron y empezaron a brillar, todo él estaba alerta como si la deseada llamada hubiera sonado en los cielos. Y Raimaly-agá levantó la cabeza olvidando sus años...

La muchacha cantora prosiguió:

«Escucha, pues, mi historia, gran bardo, ya que me he decidido a dar este paso. Te amo desde mis primeros años, Raimaly-agá, cantor de Dios. Te he seguido a todas partes, Raimalyagá, donde hayas cantado, donde hayas ido. No me censures. Mi sueño era ser un bardo como fuiste tú, como lo eres hoy día, el gran maestro de la canción Raimaly-agá. Y al seguirte como invisible sombra, sin perder ninguna de tus palabras, repitiendo tus estribillos como si se trataran de oraciones, aprendí tus versos, que repetía como conjuros. Soñaba, rogaba a Dios que me concediera la gran fuerza del talento para que un día feliz pudiera darte la bienvenida, para confesarte mi amor, mi antigua admiración, para cantar canciones compuestas en tu presencia, y además, Dios me perdone la osadía, soñaba competir contigo en el arte aunque hubiera de ser vencida. Oh, Raimaly-agá, soñaba yo en este día como otras sueñan en la boda. Pero yo era pequeña y tú tan grande, y tan amado por todos, tan rodeado de gloria y de respeto, que no es de extrañar que no pudieras distinguirme entre la gente, a mí, tan pequeña niña, que no pudieras advertir mi presencia en la multitud de los festines. Pero yo, embriagada con tus canciones, ardiendo de vergüenza, soñaba en secreto contigo y quería ser mujer cuanto antes para venir a confesártelo a ti valientemente. Y me juré a mí misma que aprendería el arte de la palabra, que aprendería la naturaleza de la música, tan profundamente como tú, y que aprendería a cantar como tú, mi maestro, para venir a ti, sin esquivar tu mirada inquisitiva ni asustarme de ella, a darte la bienvenida, a declararte mi amor y a lanzar mi reto sin disimulos. Y aquí me tienes. Aquí estoy toda, a la vista, en la picota. Mientras crecía, mientras me aprestaba a ser mujer sin más retraso, el tiempo corría lentamente, y por fin, esta primavera he cumplido los diecinueve. Y tú, Raimaly-agá, en mi mundo de muchacha eres el mismo y estás igual, sólo has encanecido un poco. Pero esto no es obstáculo para amarte, es tan posible como lo es no amar a otros que no han encanecido en absoluto. Y aquí estoy. Y ahora permíteme decir clara y decididamente que rechazarme como muchacha depende de tu voluntad, pero como cantante no te atrevas a rechazarme, pues he venido a competir contigo en oratoria. Te lanzo este reto, maestro, ¡tú tienes la palabra!»

–Pero ¿quién eres? ¿De dónde vienes? –exclamó Raimalyagá levantándose de su sitio–. ¿Cómo te llamas?

–Mi nombre es Beguimái.

–¿Beguimái? ¿Y dónde has estado hasta ahora? ¿De dónde vienes, Beguimái? –escapó involuntariamente de la boca de Raimaly-agá, que bajó la cabeza ensombrecido.

–Ya te lo he dicho, Raimaly-agá. Era pequeña y he crecido.

–Lo comprendo –respondió él a eso–. Sólo una cosa no entiendo: ¡no comprendo mi destino! ¿Por qué ha querido que crecieras tan hermosa en el ocaso de mis años invernales? ¿Para qué? ¿Para decir que todo cuanto hubo antes no fue nada, que he vivido inútilmente en este mundo, que tendría como regalo del cielo el gozoso tormento de conocerte, de oírte, de contemplarte? ¿Por qué el destino me muestra su aborrecimiento tan cruelmente?

–En vano te lamentas tan amargamente, Raimaly-agá –dijo Beguimái–. Pues si el destino se presenta en mi persona, no tengas dudas de mí, Raimaly-agá. Nada me gustará más que saber que puedo proporcionarte alegría con mis caricias de doncella, con mis canciones y con un amor sin reservas. No dudes de mí, Raimaly-agá. Pero si no puedes vencer tus dudas, si me cierras la puerta que conduce a ti, también entonces, amándote infinitamente, consideraré un honor especial competir contigo en maestría, y estaré dispuesta a aceptar cualquier tipo de prueba.

—¿De qué me estás hablando? ¿Qué es la prueba de la palabra, Beguimái? ¿Qué vale competir en maestría cuando hay una competición más terrible, el amor, incompatible con las normas en que vivimos? No, Beguimái, no te prometo competir en oratoria contigo. No porque me falten fuerzas, no porque la palabra haya muerto en mí, no porque la voz se haya apagado. No es por eso. Yo sólo puedo extasiarme contigo, Beguimái. Yo sólo puedo amarte para mi desgracia, Beguimái, y sólo competir en amor contigo, Beguimái.

Con estas palabras, Raimaly-agá tomó la dombra, la afinó en un nuevo tono y cantó otra canción. Cantó como en los antiguos días: ora como el viento, apenas audible entre la hierba, ora como la tempestad, en retumbantes estallidos por el cielo blanco-azul. Desde entonces, ha quedado en la tierra esta canción. La canción Beguimái:

«... Si has venido de lejos para beber el agua del manantial, yo como el viento frontal correré a postrarme a tus pies, Beguimái. Y aunque hoy sea el último día que el destino traza en mi vida, no moriré, Beguimái. Y no moriré por los siglos, Beguimái, resucitaré y volveré a vivir de nuevo, Beguimái, para no quedarme sin ti, Beguimái, sin ti, como sin ojos, Beguimái...»

Así cantó él la canción Beguimái.

Aquel día quedó por mucho tiempo en la memoria de las gentes. Muchas conversaciones se levantaron a la vez acerca de Raimaly-agá y Beguimái. Y cuando acompañaban a los novios, entre las blancas casitas endomingadas, entre jinetes sobre enjaezados corceles, entre brillante y festiva multitud, a la cabeza de la caravana de despedida caracoleaban Raimaly-agá y Beguimái con canciones de buenos deseos. Cabalgaban codo a codo, estribo a estribo, se lucían juntos, se dirigían a Dios, se dirigían a las fuerzas del bien, deseaban felicidad a los recién casados, tocaban las dombras, tocaban los caramillos, cantaban canciones, ora él, ora ella, ora él, ora ella...

Y a su alrededor la gente se admiraba de oír aquellas hermosas canciones, y se reían las hierbas y a su alrededor se extendía el humo de las hogueras y volaban los pájaros, los muchachos se alegraban galopando en derredor en caballos de dos años...

Para la gente, el viejo cantor Raimaly-agá estaba desconocido. Su voz vibraba de nuevo como antes, otra vez era flexible y ágil y sus ojos brillaban como dos lámparas en una casa blanca sobre un prado verde. Incluso su caballo Saralaenderezó el cuello y también se mostró orgulloso.