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Al principio se sentaron a beber shubat,yogur de leche de camella. Era un yogur magnífico, fresco, espumoso, ligeramente alcohólico. Los ferroviarios forasteros, los de la sección de reparaciones, solían beberlo en cantidad y lo llamaban la cerveza de Sary-Ozeki. Y para los platos calientes, se encontró en aquella casa incluso vodka. Cuando ocurría algo así, Burani Yediguéi no solía rechazar la bebida y la tomaba con los amigos, pero aquella vez no lo hizo así, movido por una razón que dio a entender a los demás, es decir, que no convenía distraerse, pues la mañana siguiente traería un día duro y un camino largo. Le preocupaba que otros, especialmente Sabitzhán, hubieran abusado, tomando el vodka con el yogur. El shubaty el vodka combinan muy bien, como un par de buenos caballos que tiran magníficamente de unos mismos arreos, y elevan el ánimo de las personas. En aquellos momentos eso no tenía objeto. Pero ¿cómo ordenar a las personas mayores que no beban? Ellas mismas deberían conocer la medida. Le tranquilizaba, por lo menos, que el marido de Aizada se abstuviera de momento del vodka, pues a un alcohólico le basta con una pequeña cantidad para emborracharse; el hombre sólo bebió shubat.Por lo visto comprendía, pese a todo, que sería ya demasiado si se presentaba borracho como una cuba en el entierro de su suegro. Sin embargo, sólo Dios sabía lo que podía durar aquella abstinencia.

Así, pues, estaban sentados conversando sobre diversos temas cuando Edilbái, que obsequiaba a sus invitados con el shubat–sus manos larguísimas se abrían y cerraban como la pala de una excavadora–, recordó algo en el momento en que tendía la taza de turno a Yediguéi desde el otro extremo de la mesa y dijo:

–Yediguéi, ayer noche, cuando te sustituí en la guardia, apenas te alejaste, sucedió algo en el cielo, y sentí una sacudida. ¡Miré y vi que salía un cohete del cosmódromo hacia el cielo! ¡Un cohete enorme! ¡Como la lanza de un carro! ¿Lo viste?

- ¡No faltaría más! ¡Y con la boca abierta! ¡Eso sí es fuerza! ¡Todo envuelto en fuego llameante y para arriba, arriba, sin límites y sin fin! Daba miedo. Nunca había visto nada semejante desde que vivo aquí.

–Sí, yo también lo vi por primera vez con mis propios ojos –admitió Edilbái.

- Bueno, si tú lo viste por primera vez, los que somos bajitos con mayor razón no habíamos podido verlo –decidió bromear Sabitzhán sobre su estatura.

Dlínny Edilbái se limitó a sonreír de pasada.

- Sí, así soy –eludió el tema–. Miré y no podía creerlo: ¡Una masa compacta de fuego zumbando en las alturas! «Bien», pensé, «alguien más que se va al cosmos. ¡Feliz viaje!» Y a conectar inmediatamente el transistor, que siempre lo llevo encima. «Ahora», pensé, «seguramente lo anunciarán por la radio». Normalmente, viene de inmediato una retransmisión desde el cosmódromo. Y el locutor está tan satisfecho que parece actuar en un mitin. ¡Qué escalofríos por la piel! Tenía muchas ganas, Yediguéi, de saber quién era aquel que yo personalmente había visto en vuelo. Pero me quedé sin saberlo.

–¿Por qué? –se adelantó Sabitzhán levantando significativamente las cejas con aire de importancia. Empezaba a estar borracho. Nadaba en sudor, estaba rojo.

- No lo sé. No comunicaron nada. Y tuve el transistor continuamente sintonizado, pero no dijeron ni palabra...

¡No puede ser! Aquí hay gato encerrado –sospechó provocativamente Sabitzhán tomando rápidamente otro trago de vodka con shubat–.Cada vuelo al cosmos es un acontecimiento mundial... ¿Comprendes? ¡Es nuestro prestigio en la ciencia y en la política!

- No sé por qué sería. También escuché las últimas noticias, y asimismo la revista de la prensa...

- ¡Hum! –movió la cabeza Sabitzhán–. ¡De estar ahora en mi puesto, en mi trabajo, naturalmente lo sabría! Me sabe mal, diablo. ¿No será que algo anda mal?

- Quién puede saber lo que anda bien y lo que anda mal, pero a mí me duele –confesó sinceramente Dlínny Edilbái–. Era algo así como mi cosmonauta. Volaba ante mí. «Quizá», pensé, «haya despegado alguno de nuestros muchachos». Sería una alegría. Podríamos encontrarnos en alguna parte y sería muy agradable...

Sabitzhán le interrumpió apresuradamente, excitado por algo que adivinaba:

–¡Ah, ah, ya lo comprendo! Lanzaron una nave no tripulada. O sea, un experimento.

- ¿Cómo es eso? –Edilbái le miró de reojo.

- Bueno, una variante experimental. Comprendes, es una prueba. Un transporte no tripulado va a ensamblarse o a ponerse en órbita, y de momento no se sabe qué resultado va a dar ni qué va a salir de todo ello. Si se realiza con éxito, habrá un comunicado por radio y en los periódicos. Si no, pueden no informar. Un simple experimento científico.

- Pues yo pensé –se rascó Edilbái la frente con amargura–que había despegado una persona viviente.

Todos callaron algo desilusionados por la explicación de Sabitzhán, y posiblemente la conversación habría acabado aquí de no ser por el propio Yediguéi que, sin proponérselo, la desplazó a un nuevo círculo de ideas:

- O sea, majos, que según he comprendido, ha salido para el cosmos un cohete sin nadie dentro. ¿Y quién lo dirige?

–¿Cómo quién? –Sabitzhán juntó las manos con asombro y contempló con aire de triunfo al ignorante Yediguéi–. Allí, Yediguéi, todo se hace por radio. Por orden de la Tierra, desde el control central. Todas las cosas se dirigen por radio. ¿Comprendes? Incluso cuando hay un cosmonauta a bordo, dirigen de todos modos el vuelo del cohete por radio. Y el cosmonauta tiene que obtener permiso para hacer algo por sí mismo... Eso, querido koketai [3] ,no es cabalgar a Karanarpor Sary-Ozeki, es algo complicadísimo...

–Pero qué cosas pasan –dejó caer vagamente Yediguéi.

Burani Yediguéi no comprendía ni el principio mismo del control por radio. En su imaginación, la radio era una palabra, un sonido, que se trasladaba por el éter desde muy lejos. Pero ¿cómo se podía controlar por este medio a un objeto inanimado? Si dentro de la nave se encontrara un hombre, entonces sería otra cosa: éste cumpliría las indicaciones, hazlo así, hazlo asá. Yediguéi quería preguntar aún muchas cosas, pero decidió que no valía la pena. Su alma, no sabía por qué, se resistía a hacerlo. Se calló. Sabitzhán ofrecía sus conocimientos en un tono demasiado condescendiente. «Tú –venía a decir– no sabes nada, y aún me consideras a mí una nulidad, y el yerno, el alcohólico perdido, incluso quería estrangularme, pero yo entiendo mucho más que todos vosotros en estos asuntos.» «Bueno, Dios sea loado –pensó Yediguéi–, para eso te dimos instrucción toda la vida. Por algo tienes que saber más que nosotros, los que no estudiamos.» Y también pensó Burani Yediguéi: «¿Qué pasaría si un hombre así se encontrara en el poder? Seguramente daría la lata a todo el mundo, obligaría a sus subordinados a fingirse sabelotodos, y a los que no lo hicieran no los toleraría por nada del mundo. De momento no es más que el chico de los recados, pero qué deseo tiene de que le miren a la boca por lo menos aquí, en Sary-Ozeki...»

Con toda seguridad, Sabitzhán se había propuesto asombrar y aplastar definitivamente a los de Boranly, posiblemente para subrayar su propio valor ante los ojos de los demás después del vergonzoso escándalo con su hermana y su cuñado. Y decidió hablar y distraer a la gente. Empezó a contar increíbles maravillas y conquistas científicas, al tiempo que aplicaba una y otra vez los labios al vodka, medio trago tras medio trago, y todo ello acompañado de shubat.Esto le enardecía cada vez más, y llegó a contar cosas tan increíbles que los pobres habitantes de Boranly no sabían ya qué debían creer y qué no.