Dlínny Edilbái se apartó de él en silencio.
–Escucha, amigo –dijo al centinela, acercándose a la barrera–. Yo también hice el servicio militar y sé algo de las ordenanzas. ¿Tienes teléfono?
–Sí, naturalmente.
–Entonces, llama a tu cabo de guardia. –Infórmale que los habitantes del lugar piden que se les permita pasar al cementerio de Ana-Beit.
–¿Cómo? ¿Ana-Beit? –repitió la pregunta el centinela.
–Sí, Ana-Beit. Así se llama nuestro cementerio. Llama, amigo, no hay otra salida. Que obtenga un permiso personal para nosotros. A nosotros, puedes estar seguro, no nos interesa otra cosa que el cementerio.
El centinela reflexionó, balanceándose sobre uno y otro pie, con el ceño fruncido.
–No tengas dudas –dijo Dlínny Edilbái–. –Es conforme al reglamento. Han llegado al puesto unos forasteros. Y tú informas al jefe de la guardia. Es toda la mecánica del caso. ¡Pero, hombre, vamos a ver! Tienes la obligación de informar.
–Está bien –asintió el centinela con la cabeza–. Voy a llamar en seguida. Sólo que el jefe de guardia recorre continuamente el territorio, de puesto en puesto. ¡Y ya veis qué terri torio!
–¿No me permitirías estar a tu lado cuando telefonees? –pi dió Dlínny Edilbái–. En caso necesario podría sugerirte algo –Adelante –aceptó el centinela.
Se metieron en la caseta del puesto. La puerta estaba abierta y Yediguéi lo oía todo. El centinela llamó preguntando por e jefe de guardia, pero éste no aparecía.
–Que no, ¡que necesito hablar con el jefe! –explicaba–. Per sonalmente con él... Que no. Que es un asunto importante
Yediguéi se estaba poniendo nervioso. ¿Dónde se habría me. tido aquel jefe de guardia? ¡Cuando no hay suerte es que no la hay. Finalmente lo encontraron.
–¡Camarada teniente! ¡Camarada teniente! –dijo el centinela con voz fuerte, sonora y emocionada.
Y le informó de que unos habitantes de la región habían idc a enterrar a un hombre en un antiguo cementerio. ¿Qué debía hacer? Yediguéi se puso tenso. Si el teniente decía «déjalos pasar», ¡todo arreglado! ¡Bravo por Dlínny Edilbái! Era un joven con ideas. Sin embargo, la conversación del centinela comenzaba a alargarse demasiado. Ahora no cesaba de responder a preguntas:
–Sí... ¿Cuántos? Seis personas. Y con el difunto, siete. Un viejo que ha muerto. El jefe va en camello. Luego un tractor con remolque. Tras el tractor, también una excavadora... Sí, dicen que, claro, tienen que cavar la fosa... ¿Cómo? ¿Qué les digo? ¿O sea que no es posible? ¿Que no se permite? ¡A la orden!
Entonces sonó la voz de Dlínny Edilbái. Por lo visto le había arrebatado el micrófono.
–¡Camarada teniente! Póngase en nuestra situación. Camarada teniente, venimos del apartadero de Boranly-Buránny. ¿Adónde hemos de ir ahora? Póngase en nuestro lugar, camarada teniente. Somos habitantes de estas tierras, no vamos a hacer nada malo. Sólo enterramos a este hombre y nos volvemos inmediatamente... ¿Eh? ¿Qué? ¡Pero cómo es posible! ¡Bueno, venga, venga y se convencerá! Viene con nosotros uno de nuestros ancianos, uno que luchó en el frente. Explíqueselo a él.
Dlínny Edilbái salió algo alterado de la caseta pero dijo que iría el teniente y decidiría allí mismo. Tras él salió el centinela y dijo lo mismo. El centinela se sentía ahora aliviado por cuanto era el jefe de la guardia quien debía resolver el problema. Ahora paseaba tranquilamente de arriba abajo tras la barrera a franjas.
Burani Yediguéi estaba meditabundo. ¿Quién podía esperar que las cosas tomaran aquel cariz? Había que esperar la llegada del teniente. Mientras, Yediguéi se apeó, llevó el camello a la excavadora y lo ató al cangilón. Luego regresó a la barrera. Los tractoristas Kalibek y Zhumagali hablaban entre sí a media voz. Fumaban. Sabitzhán se paseaba nervioso de arriba abajo, separado de todos. Y el yerno de Kazangap, el marido de Aizada, continuaba sentado en el remolque junto al cuerpo del difunto.
–¿Qué, Yedik, nos van a dejar pasar? –preguntó a Yediguéi.
–Deben dejarnos pasar. Ahora vendrá el jefe en persona, el teniente. ¿Por qué no habrían de dejarnos pasar? ¿Acaso somos espías? Pero tú deberías bajar del remolque. Camina un poco, desentumécete.
Eran ya las tres de la tarde. Y aún no habían llegado a AnaBeit, aunque ya no quedaba tan lejos.
Yediguéi regresó junto al centinela.
–¿Habrá que esperar mucho tiempo a tu jefe, hijo? –le preguntó.
–No. Vendrá volando en seguida. Va en coche. Habrá de diez a quince minutos de camino.
–De acuerdo, esperaremos. ¿Y hace tiempo que pusieron este alambre espino?
–Sí, bastante. Nosotros lo colocamos. Hace un año que estoy en el servicio. Por lo tanto hará medio año que clavamos esto.
–Claro, claro. Yo no sabía que existiera esta barrera. Ésa ha sido la causa de todo. Y ahora soy algo así como el culpable pues fue idea mía venirle a enterrar aquí. Aquí tenemos un an tiguo cementerio, el de Ana-Beit. Y el difunto Kazangap muy buena persona. Hemos trabajado treinta años juntos en e apartadero ferroviario. Quería hacerlo lo mejor posible.
El soldado, por lo visto, compadecía a Burani Yediguéi.
–Sabes, padrecito –dijo con aire pragmático–. Cuando llegue el jefe de guardia, el teniente Tansykbáyev, cuénteselo todo tal como es. ¿Ya que, acaso no es un ser humano? Que informe a sus superiores. A lo mejor concede el permiso.
–Gracias por tus buenas palabras. De otro modo, ¿qué vamos a hacer? ¿Cómo has dicho, Tansykbáyev? ¿El apellido del teniente es Tansykbáyev?
–Sí, Tansykbáyev. Hace poco que está aquí. ¿Por qué? ¿Le conoce? Es de vuestro pueblo. –¿No será un pariente, por ventura?
–No, hombre, qué dices –sonrió Yediguéi–. Los Tansykbáyev son en nuestra tierra como los Ivánov en la vuestra. Sólo que he recordado a un hombre que llevaba este apellido.
Sonó el teléfono en el puesto de guardia y el centinela acudió corriendo. Yediguéi se quedó solo. Otra vez sus cejas se encaramaban para arriba. Y mientras miraba enfurruñado a su alrededor para ver si aparecía el coche en la carretera por detrás de la barrera, Burani Yediguéi movía la cabeza. «¿Y si fuera el hijo de aquél, de Ojos de Halcón? –pensaba, y se denostaba a sí mismo mentalmente–. ¡Sólo faltaría! ¡Cuando una idea se te mete en la cabeza! No hay pocos apellidos como ése. No debe ser, no puede ser. Con aquel Tansykbáyev ya saldaron cuentas después por completo... ¡De todos modos hay una verdad sobre la tierra! ¡La hay! Sea como sea, siempre habrá una verdad...»
Se hizo a un lado, sacó el pañuelo y se limpió con cuidado las medallas, las condecoraciones y las insignias de obrero vanguardista que llevaba en el pecho, para que brillaran y para que el teniente Tansykbáyev las viera en seguida.
CAPÍTULO XIII