Yediguéi miró a su esposa. Resulta raro que se pueda ver continuamente a una persona y no advertir lo que luego salta a la vista de pronto. Naturalmente, ya no era joven, pero también estaba lejos de la vejez. Y sin embargo se advertía en ella algo nuevo, desconocido. Y lo comprendió: era la sensatez que descubría en la mirada de su esposa, a la vez que su primera cana. Tenía en las sienes unas tres o cuatro, unos hilos blanquecinos, no más, y sin embargo ya hablaban del pasado, de lo sufrido...
Dos días después, Yediguéi estaba en la estación de Kumbel en calidad de pasajero. Sí, había tenido que ir en dirección contraria desde Boranly-Buránny para subir al tren de Alma-Atá. No le supo mal a Yediguéi. De todos modos, primero debíaenviar un telegrama a Elizárov anunciándole su llegada. Y eso sólo se podía hacer desde la estación.
Luego llegó el tren Moscú - Alma-Atá, y Yediguéi viajó en él pasando por su propio apartadero de Boranly-Buránny. Tenía plaza en la litera superior de un vagón de compartimentos. Después de colocar sus cosas, Yediguéi salió rápidamente al pasillo y se colocó junto a la ventanilla para no perderse el paso por el apartadero, para verlo desde el tren, como un pasajero; luego subiría a la litera, a dormir, pues tenía por delante dos días enteros de camino. Así pensaba él, aunque al día siguiente ya no sabía qué hacer ante aquel ocio forzado. Y se sorprendía de ciertos dormilones del tren que no hacían más que tragar y dormir.
Sin embargo, el primer día, especialmente las primeras horas, su alma estaba de fiesta e incluso algo inquieta, pues no tenía costumbre de dejar a su familia tanto tiempo. Estaba de pie junto a la ventanilla, emocionado, serio, con un sombrero nuevo comprado para el caso en la tienda de la estación, una camisa limpia y una guerrera semidesabrochada, la guerrera de los tiempos de guerra que Kazangap guardaba con esmero. Kazangap había puesto en sus manos aquella guerrera, pues, según dijo, quedaría mejor con las medallas y condecoraciones sobre el pecho, y también con los pantalones de montar y las botas de oficial, de buena piel. Aquellas botas le gustaban mucho a Burani Yediguéi, aunque raras veces tenía ocasión de llevarlas. Yediguéi consideraba que para conseguir la mejor imagen de una persona, debe haber primero unas buenas botas y un sombrero nuevo. Y él llevaba ahora una cosa y otra.
Así estaba junto a la ventanilla. Los que pasaban por el vagón se cruzaban respetuosamente con él y luego volvían la cabeza. Burani Yediguéi destacaba seguramente por su aspecto, por su expresión de dignidad y de emoción en el rostro.
Y el tren corría, volaba a todo vapor por los abiertos espacios del Sary-Ozeki primaveral, como si tuviera prisa por alcanzar el ribete transparente del horizonte que huía para adelante. No había en el mundo más que dos elementos: el cielo y la estepa abierta. Y éstos coincidían luminosamente en la lejanía, hacia donde avanzaba con ímpetu el rápido tren.
Y ya venían al encuentro las tierras de Boranly. Allí conocía cada arruga de la tierra, cada piedra. Al acercarse a Boranly-Buránny, Yediguéi se agitó animadamente ante la ventanilla y sonrió por debajo de los bigotes como si hubiera pasado años sin haber estado allí. Ya llegaba el apartadero. Pasaron fugazmente el semáforo, las casitas, los cobertizos, las pilas de raíles y de traviesas junto al almacén, y todo aquello parecía, al pasar a la carrera, como pegado al ferrocarril en medio del enorme y desierto espacio que había alrededor. Yediguéi consiguió incluso distinguir a sus hijitas. Seguramente, aquel día salían a ver todos los trenes de pasajeros que iban de occidente a oriente. Agitaban las manos y daban saltitos para atraer la atención. Saule y Sharapat lanzaban alegres sonrisas a las ventanillas de los vagones que pasaban ante ellas. Sus trencitas se agitaban graciosamente al mismo tiempo, y sus ojos brillaban. Yediguéi se pegó instintivamente a la ventanilla y las saludó con la mano murmurando palabras cariñosas, pero ellas, o no le vieron o no le reconocieron. Y de todos modos, era agradable que sus hijas esperaran su paso. Ninguno de los pasajeros sospechaba que acababa de dejar atrás a sus hijas, su casa, su apartadero. Y mucho menos podía suponer nadie que entre la manada de camellos de la estepa, detrás del apartadero, paseaba su famoso Karanar. Yediguéi lo reconoció en seguida desde lejos y sus ojos se conmovieron.
Luego, cuando ya se había alejado de casa hasta pasar varias estaciones, Yediguéi se durmió. Durmió larga y dulcemente, al son del uniforme repiqueteo de las ruedas y de la discreta conversación de sus compañeros de viaje.
El día siguiente, a mediodía, llegaron las montañas de Ala-tau, desde Chimkent y a través de todo Semirech. ¡Aquello eran montañas, aquello era digno de verse! Y por mucho que se recreara Burani Yediguéi con el aspecto solemne de las nevadas cumbres que acompañan al ferrocarril hasta la propia AlmaAtá, no podía saciarse. Para él, para un habitante de la estepa de Sary-Ozeki, aquello era un milagro, la contemplación de la eternidad. Los montes Alatau provocaban en él no sólo admiración, por su majestuosidad, sino la necesidad de pensar. Y eso le gustaba: pensar en silencio con las montañas a la vista. Ymentalmente se preparaba para el encuentro con aquellas personas responsables que aún no conocía, pero que decían que jamás debían volver a producirse los errores del pasado, y por ese motivo él quería poner en su conocimiento la amarga historia de la familia de Abutalip. Que examinaran el caso, que decidieran ahora cómo podría corregirse. No se podía resucitar a Abutalip, pero que nadie se atreviera ahora a ofender a los niños, que tuvieran todos los caminos abiertos. Que el mayor, Daúl, fuera aquel otoño a la escuela sin temores ni disimulos. Sólo que, ¿dónde estarían ahora? ¿Cómo lo pasarían? ¿Cómo estaría Zaripa?
Sentía un frío angustioso en el alma cuando recordaba esas cosas. Ya era hora de olvidar el pasado, de calmarse. Porque ella había partido precisamente para cortar de raíz todo pensamiento sobre ella. Pero sólo Dios puede saber lo que se ha olvidado y lo que no. Burani Yediguéi había pasado mucha pena, se había calmado, se había sometido al destino. ¿A quién contar esas cosas? ¿Quién las comprendería? Quizá sólo las nevadas montañas que se encaramaban hacia el cielo; aunque, con tanta altura, se desentienden de los disgustos terrenales de los hombres. Por eso son grandes las Alatau, para que muchos mortales lleguen y se vayan mientras ellas permanecen eternamente allí y así sean muchos los que se sumen en meditaciones al verlas mientras ellas guardan impertérrito silencio...
Yediguéi recordaba que Abutalip, después de anotar la Alocución de Raimaly-agá a su hermano Abdiján, seguramente reflexionó largamente sobre ese cuento, pues un día, en una conversación, le confió la idea de que las personas como Raimaly-agá y Beguimái se proporcionan uno a otro tanta felicidad como amargura, dado que se empujan mutuamente a una miserable tragedia: la dependencia del hombre con respecto a la opinión de los demás. Por eso los parientes trataron a Raimaly-agá de aquella manera, suponiendo que era por su bien. Para Yediguéi, estas prudentes palabras no fueron entonces más que eso: prudentes palabras, hasta que conoció en sí mismo su verdad, hasta que tuvo que sufrir él mismo. Aunque Zaripa y él estuvieran muy lejos de aquella historia, tanto como las estrellas de la Tierra, pues nada entre los dos había sucedido, si no es que él pensaba en ella y la quería mucho, Zaripa había sido la primera en aceptar el golpe para librarse de aquel inevitable callejón sin salida. Lo decidió por sí misma, cortó de una vez, como arrancándose la sangre de las venas, y sin embargo no pensó en él, no pensó en lo que le iba a costar a él esa decisión. Y menos mal que había conservado la vida. Incluso ahora, a veces le dominaba una tristeza tan grande que estaba dispuesto a ir al fin del mundo con tal de verla, con tal de oírla por lo menos una vez...