–Lo recuerdo, Afanasi Ivánovich, me dijo que tenía la casa junto a un riachuelo. Que siempre se oía el rumor del agua.
–Ahora lo comprobarás por ti mismo. Vamos. Mientras haya luz podrás contemplar la ciudad. Ahora es muy bella. En primavera. Todo está en flor.
A partir de la estación, la calle era recta y al parecer interminable a través de toda la ciudad, elevándose gradualmente entre álamos y parques hacia las alturas. Elizárov conducía sin prisa. Iba explicándole por el camino dónde se encontraba cada cosa: sobre todo, los diferentes organismos oficiales, las tiendas, las viviendas. En el mismo centro de la ciudad, en una gran plaza abierta por todos lados, había un edificio que Yediguéi reconoció en seguida por las fotografías: era el edificio del gobierno.
–Aquí está el Comité Central –señaló con la cabeza Elizárov. Y pasaron por delante sin suponer que al día siguiente tendrían que estar allí para resolver su asunto. Hubo también otro edificio que reconoció Burani Yediguéi al torcer la calle recta a la izquierda: el Teatro Kazajo de Ópera. Dos manzanas más y torcieron hacia las montañas, por la carretera de Medeo. El centro de la ciudad quedaba a sus espaldas. Siguieron una larga calle, entre chalets, vallas de estacas, bajo el susurro de arroyuelos montañeses que bajaban de las alturas. Los jardines florecían por todas partes.
–¡Qué hermoso! –exclamó Yediguéi.
–Me satisface que hayas venido precisamente en esta época del año –respondió Elizárov–. Alma-Atá no puede estar mejor. En invierno también es hermosa. ¡Pero ahora te canta el alma!
–O sea, que reina el mejor humor –se alegró Yediguéi por Elizárov.
Éste le echó una rápida mirada con sus grises y saltones ojos, asintió con la cabeza, se puso serio y frunció el ceño, pero de nuevo se dispersaron en una sonrisa las arrugas de los ojos.
–Esta primavera es especial, Yediguéi. Hay cambios. Por eso es interesante vivir aunque los años te caigan encima. Han cambiado de opinión, han echado una mirada en derredor. ¿Has estado alguna vez tan enfermo como para luego sentir de nuevo el gusto por la vida?
–No creo recordarlo –respondió Yediguéi con toda espontaneidad–. Quizá después de la contusión...
–¡Claro, estás sano como un buey! –se echó a reír Elizárov–. Pero no es a eso a lo que quiero referirme. Vino de pasada... Pues bien. Ha sido el propio Partido quien ha dicho la primera palabra. Estoy muy satisfecho por ello, aunque no tenga especiales motivos en el plano personal. Pero me alegra el alma y además alimento esperanzas como en mi juventud. ¿O será porque, efectivamente, me estoy haciendo viejo? ¿Eh?
–Pues yo, Afanasi Ivánovich, he venido precisamente por este asunto.
–¿Qué quieres decir? –no comprendió Elizárov. –Seguramente lo recordará. Yo le hablé de Abutalip Kuttybáyev.
–Sí, sí, cómo no, cómo no. Lo recuerdo muy bien. Con que es eso. Y tú pones la vista en las raíces. Bravo. Y sin aplazarlo, has venido en seguida.
–Este bravo no es para mí. Fue Ukubala la que me lo hizo comprender. Pero, ¿cómo empezar? ¿Adónde dirigirse?
–¿Por dónde empezar? Eso lo hemos de valorar tú y yo. En casa, tomando el té, analizaremos las cosas sin apresurarnos. –Y después de una pausa, Elizárov dijo significativamente–: Y cómo han cambiado los tiempos, Yediguéi. Tres años atrás, ni pensar siquiera el venir con un asunto así. Y ahora, no hay temor alguno. Así debió ser desde un principio. Todos nosotros, todos desde el primero, debimos mantener esta justicia. Y nadie debió tener derechos excepcionales. Yo lo entiendo así.
–Usted lo sabrá mejor, y además es un científico –manifestó Yediguéi–. En el mitin de nuestro depósito de máquinas también se habló de ello. Y en seguida pensé en Abutalip, hace tiempo que tengo este dolor en el cuerpo. Incluso quería hablar en el mitin. No se trata simplemente de justicia. Abutalip dejó unos hijos que van creciendo, el mayor irá a la escuela este otoño...
–¿Y dónde está ahora esa familia?
–No lo sé, Afanasi Ivánovich. Desde que se fueron, pronto hará ya tres años, nada hemos sabido.
–Bueno, no es nada raro. Ya los encontraremos, los buscaremos. Ahora, lo importante es, en términos jurídicos, reabrir el expediente de Abutalip.
–Eso, eso. Usted ha encontrado en seguida la palabra necesaria. Por eso he venido a verle.
–Creo que no habrás hecho un viaje inútil.
Sucedió como esperaba. Muy pronto, tres semanas después del regreso de Yediguéi, llegó un papel de Alma-Atá certificando punto por punto que el que fuera empleado del apartadero de Boranly-Buránny, Abutalip Kuttybáyev, muerto durante la instrucción judicial, quedaba plenamente rehabilitado por falta de pruebas de delito. ¡Así lo decía! El papel debía hacerse público en el colectivo donde había trabajado la víctima.
Casi al mismo tiempo, llegó una carta de Afanasi Ivánovich Elizárov. Fue una carta memorable. Yediguéi conservó toda la vida esa carta entre los documentos importantes de la familia: certificado de nacimiento de los hijos, condecoraciones militares, documentos sobre sus heridas de guerra y hojas de servicio laboral...
En aquella larga carta, Afanasi Ivánovich comunicaba que estaba más que contento por el rápido examen del expediente de Abutalip, y muy satisfecho de su rehabilitación. Que el hecho en sí era ya una buena señal del tiempo que corría. En sus propias palabras, «era nuestra victoria sobre nosotros mismos».
Escribía después que, apenas partió Yediguéi, él volvió a los organismos oficiales que habían visitado juntos y se enteró de importantes novedades. En primer lugar, el juez Tansykbáyev había sido destituido, degradado, expedientado y privado de todos los honores recibidos. En segundo lugar, escribía, le habían comunicado que la familia de Abutalip Kuttybáyev se encontraba al parecer en Pavlodar. (¡A qué lugar tan remoto habían ido a parar!) Zaripa trabajaba de maestra en la escuela. Su estado actuaclass="underline" casada. Ésas fueron las noticias oficiales que llegaron de su lugar de residencia. Escribía también que las sospechas de Yediguéi respecto a aquel inspector habían quedado justificadas al reabrir el expediente: él había sido precisamente quien había denunciado a Abutalip Kuttybáyev.
«¿Por qué lo hizo? ¿Qué le impulsó a cometer semejante ruindad? He pensado mucho en ello recordando todo lo que sabía de historias semejantes y lo que tú me habías contado, Yediguéi. Teniendo presente todo eso, he intentado comprender los motivos de su acto. Y me es difícil responder. No puedo explicar qué pudo provocar semejante odio por una persona completamente ajena a él como era Abutalip Kuttybáyev. Seguramente, es una especie de enfermedad, una epidemia que contagia a las personas en un determinado período de la historia. Es posible que el germen de esta cualidad destructiva se halle en el hombre: una envidia que vacía involuntariamente el alma y le lleva a la crueldad. Pero ¿qué envidia podía provocar la persona de Abutalip? Para mí continúa siendo un enigma. Por lo que respecta al medio utilizado, es tan viejo como el mundo. En otra época, bastaba denunciar que alguien era unhereje para que en los mercados de Bujará le lapidaran o en Europa le arrojaran a la hoguera. De eso hablamos mucho tú y yo, Yediguéi, cuando viniste. Después de poner en claro los hechos a la luz del expediente de Abutalip, me convenzo una vez más de que los hombres van a tardar mucho en extirpar el defecto de odiar la personalidad de un hombre. Incluso es difícil adivinar cuán largo será ese tiempo. Pese a todo, glorifico la vida por el hecho de que la justicia sea inextirpable de la faz de la tierra. También en este caso ha triunfado de nuevo. Aunque a un precio muy alto, ¡pero ha triunfado! Y siempre será así mientras el mundo exista. Me satisface, Yediguéi, que hayas gestionado desinteresadamente esta justicia...»