–Juzgad vosotros mismos –dijo lanzándoles una mirada encendida y embrujadora bajo el brillo de las gafas–, y ved que nosotros, si sabemos comprenderlo, somos los seres más felices en la historia de la Humanidad. Tú mismo, Yediguéi, que ahora eres el mayor de todos nosotros, sabes muy bien cómo se vivía antes y cómo ahora. Por eso lo decía. Antes, la gente creía en Dios. En la antigua Grecia, los dioses vivían, se decía, en el monte Olimpo. ¿Y qué eran esos dioses? Unos pazguatos. ¿Cuál era su poder? No se entendían entre ellos, ésa era su fama, y no podían cambiar el género de vida de los humanos ni lo pretendían. Esos dioses no existieron. Son un mito. Cuentos. Pero nuestros dioses viven muy cerca de nosotros, aquí, en el cosmódromo, en nuestra tierra de Sary-Ozeki, de lo que estamos orgullosos ante la faz de la tierra. Y ninguno de nosotros los ve ni los conoce, ni debe, ni estaría bien, alargarle la mano a cada Mirkinbai-Shikimbaipara decirle: «¡Bravo! ¿Qué tal estás?». ¡Pero son auténticos dioses! Por ejemplo, a ti, Yediguéi, te asombra que dirijan por radio los cohetes cósmicos. ¡Y eso no es nada, una etapa ya vencida! Los aparatos, las máquinas, funcionan ya siguiendo un programa. Y llegará el día que con la ayuda de la radio se controle a las Personas como a esos autómatas. ¿Lo comprendéis? A las personas, de la primera a la última, de la más pequeña a la más grande. Ya existen datos científicos. La ciencia también ha conseguido esto partiendo de elevados intereses.
–Espera, espera, ¡apenas abres la boca ya salen los elevados intereses! –le interrumpió blínny Edilbái–. Dime una cosa que no acabo de entender. O sea, que cada uno de nosotros deberá llevar continuamente un Pequeño receptor, parecido a un transistor, para escuchar las órdenes. ¡Pues eso ya está en todas partes!
- ¡Qué cosas tienes! ¿Acaso se trata de eso? ¡Eso es una bagatela, un juguete infantil! Nadie tendrá que llevar nada encima. Aunque vaya desnudo. Habrá unas ondas de radio invisibles, las llamadas biocorrientes, que influirán continuamente en ti, en tu conciencia. ¿Y cómo podrás evitarlo?
- ¿Conque es así?
- ¡Pues qué creías! El hombre lo hará todo a tenor de un programa del centro. Le parecerá que vive y actúa por sí mismo, por su propia voluntad, y en realidad lo hará por una indicación de arriba. Y todo siguiendo un riguroso orden. Si necesitan que cantes, te enviarán una señal y cantarás. Si necesitan que bailes, la señal y bailarás. Si necesitan que trabajes, trabajarás, ¡y de qué manera! El robo, el gamberrismo, la criminalidad, todo se olvidará, y sólo podrás leer sobre ello en los viejos libros. Porque todo estará previsto en la conducta del hombre: todos sus actos, todos sus pensamientos, todos sus deseos. Por ejemplo, ahora hay en el mundo una explosión demográfica, es decir, la gente se reproduce muchísimo y no hay suficiente comida. ¿Qué hay que hacer? Limitar la natalidad. Sólo tendrás trato con tu mujer cuando te den la señal para ello partiendo de los intereses de la sociedad.
¿Los altos intereses? –precisó no sin sarcasmo Dlínny Edilbái.
Precisamente, los intereses del Estado están por encima de todo.
–¿Y si al margen de esos intereses tengo ganas de eso con mi mujer, o de alguna otra cosa?
Edilbái, querido, no conseguirás nada. Ese pensamiento no te pasará por la cabeza. Imagínate la mujer más hermosa que puedas y no se te moverá ni el ojo. Pues te conectarían biocorrientes negativas. De manera que también en este asunto impondrían un orden perfecto. Puedes estar seguro. O tomemos, por ejemplo, el oficio militar. Si hay que entrar en fuego, se va al fuego, si hay que tirarse en paracaídas, sin parpadear, si hay que estallar con una mina atómica bajo un tanque, de acuerdo, al momento. ¿Por qué?, me preguntaréis. Porque se ha conectado la biocorriente de la intrepidez y listos: el hombre no sentirá temor alguno... ¡Por eso!
–¡Oh, qué manera de mentir! ¡Qué cosas dices! ¿Qué te han enseñado en tantos años? –se asombró sinceramente Edilbái.
Los asistentes se reían abiertamente, se agitaban, movían la cabeza como diciendo: «Cómo miente el joven», pero por otra parte continuaban escuchando, decía diabluras, pero eran interesantes, inauditas, aunque todos comprendían que se había embriagado más de la cuenta bebiendo vodka con shubat,por lo que no había que pedirle cuentas, que charlara cuanto quisiera. Aquel hombre había oído algo en alguna parte, y no valía la pena romperse la cabeza para averiguar qué era verdad y qué mentira. Sin embargo, Yediguéi se sintió verdaderamente aterrorizado: no graznaba porque sí aquel charlatán, y se sintió inquieto, porque en efecto había leído algo de eso en alguna parte, o lo había oído de refilón, pues siempre se enteraba al vuelo de dónde había algo malo. «¿Y si efectivamente existiera una gente así, unos grandes científicos que realmente ansiaran dirigirnos como si fueran dioses?»
Sabitzhán iba soltando frases sin freno, puesto que le escuchaban. Sus pupilas se ensanchaban bajo las veladas gafas como los ojos del gato en la oscuridad y no cesaba de aplicar los labios ora al vodka ora al shubat.Contaba gesticulando un cuento sobre no sé qué triángulo de las Bermudas, en el océano, donde los barcos desaparecían misteriosamente y los aviones que sobrevolaban aquellos parajes se perdían en lugares desconocidos.
–Había un hombre en nuestra región que hizo cuanto pudo por ir al extranjero. ¡No sé qué tiene de particular! Bueno, pues fue por su cuenta y riesgo. Desbancó a los demás y voló a no sé dónde por encima del océano, no sé si a Uruguay o a Paraguay, y listos. Justo encima del triángulo de las Bermudas el avión desapareció como si nunca hubiera existido. ¡Dejó de existir, eso es todo! Así que, amigos, para qué suplicarle a alguien, para qué conseguir el permiso, para qué desbancar a otros, también podemos pasar sin triángulos de las Bermudas viviendo en nuestra propia tierra y con nuestra propia salud. ¡Bebamos por nuestra salud!
«¡Ya está en marcha! –se dijo interiormente Yediguéi–. Ahora nos va a recordar su cuento preferido. ¡Qué castigo! ¡Así que bebe, pierde los frenos!» Y así fue.
–¡Bebamos por nuestra salud! –repitió Sabitzhán contemplando a los asistentes con una mirada turbia e inestable, pero esforzándose por dar a su rostro una expresión de significativa importancia–. Y nuestra salud es la riqueza más grande de nuestro país. O sea, que nuestra salud es un valor estatal. ¡Así es! ¡No somos gente tan sencilla, somos ciudadanos del Estado! Y quería decir también...
Bruscamente, Burani Yediguéi se levantó de su sitio sin esperar a que terminara de pronunciar aquel brindis y salió de la casa. Hizo retumbar algo en la oscuridad del porche, un cubo vacío, o algo que se le metió entre las piernas, encontró al paso sus botas, que mientras se habían enfriado al aire libre, y se fue a casa amargado e irritado.
«¡Ay, pobre Kazangap! –gimió silenciosamente mientras se mordía disgustado los bigotes–. Pero eso qué es: la muerte ya no es la muerte, ni la pena una pena. ¡Allí está sentado, bebiendo como en una velada, sin que nada le importe! Se ha inventado este endiablado cuento, la salud del Estado, y así cada vez. Bueno, Dios quiera que mañana todo salga a pedir de boca, y así que lo hayamos enterrado y que hayamos realizado el primer convite funerario, ya no va a poner más los pies aquí, nos libraremos de él, ¿de qué utilidad puede ser para nadie, y quién puede serle útil a él?»