»Y ahora nos despedimos. Vemos por la ventanilla una parte de la Tierra. Resplandece como una refulgente piedra preciosa sobre el negro mar del espacio. La Tierra es increíblemente hermosa, de un azul nunca visto, y desde aquí parece tan frágil como la cabecita de un recién nacido. Desde esta distancia nos parece que todos cuantos habitan en el mundo son nuestros hermanos y hermanas, y que no nos atreveríamos a pensar en nuestra existencia sin ellos, aunque sabemos que en la propia Tierra esto dista mucho de ser así...
»Nos despedimos del globo terráqueo. Dentro de algunas horas tendremos que abandonar la órbita "Tramplin" y entonces la Tierra desaparecerá de nuestra vista. Los extraterrestres pechianos ya se encuentran en camino cerca de nuestra órbita; pronto llegarán. Queda poquísimo tiempo. Los esperamos.
»Otra cosa. Dejamos una carta para nuestras familias. Rogamos encarecidamente a quien se ocupe de este asunto que las envíe a sus destinatarios...
»P.S. Informe para quienes vengan a la Paritetpara sustituirnos. En el diario de a bordo hemos indicado el canal de emisión-transmisión y la frecuencia de onda para ponerse en contacto con los extraterrestres. En caso de necesidad nos comunicaremos con vosotros por ese canal y transmitiremos nuestros informes. Por lo que hemos podido averiguar, el único medio de enlace por radio con los pechianos es el sistema de a bordo de la estación orbital; las ondas dirigidas directamente a la Tierra no alcanzan su objetivo debido a una insuperable barrera: la potente esfera ionizada de la atmósfera que circunda al planeta.
»Eso es todo. Adiós. Ha llegado ya el momento.
»El texto idéntico de este mensaje se ha redactado en los dos idiomas, el inglés y el ruso.
»Paritet-cosmonauta I-2
»Paritet-cosmonauta 2-I
»A bordo de la estación orbital Paritet.
»Tercer turno. 94 días.»
Exactamente en el momento señalado, a las once, tiempo de Extremo Oriente, aterrizaron en las pistas del portaviones Conventsia,uno tras otro, dos aviones a reacción con las respectivas comisiones plenipotenciarias a bordo, la de los norteamericanos y la de los soviéticos.
Los miembros de las comisiones fueron recibidos siguiendo estrictamente el protocolo. Acto seguido se les comunicó que la comida se serviría a las doce y media. Inmediatamente después de la comida, las comisiones debían reunirse en la sala general para mantener una sesión a puerta cerrada sobre la extraordinaria situación de la estación orbital Paritet.
Pero esta sesión fue súbitamente interrumpida apenas comenzada. Los cosmonautas que se encontraban en la Paritettransmitieron al Centrun del Conventsiael primer informe que acababan de recibir de los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-I desde la vecina galaxia, desde el planeta Pecho Forestal.
CAPÍTULO IV
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.
En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...
Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Dígase lo que se diga, el cementerio ancestral naimano de Ana-Beit no se encontraba a la vuelta de la esquina; estaba a treinta verstas, y eso si se iba siempre por instinto, por la vía directa a través de Sary-Ozeki.
Aquel día, Burani Yediguéi se levantó temprano. Además, no había dormido como es debido. Sólo dormitó un poco al amanecer. Antes había estado ocupado, preparando al difunto Kazangap. Normalmente, eso se hacía el día del entierro, poco antes del traslado, antes de los rezos generales o dzhanazaen la casa del difunto. Esa vez fue preciso hacerlo de noche la víspera del entierro, para poder emprender inmediatamente el camino hacia el cementerio por la mañana, sin retrasos. Hizo personalmente todo lo necesario, si exceptuamos que Dlínny Edilbái llevó respetuosamente el agua para el lavado. Edilbái se mostraba un poco medroso, se mantenía apartado del cadáver. Era algo horrible, naturalmente, Yediguéi, como por casualidad, le dijo acerca de eso:
–Tú, ya ves, Edilbái, tendrías que fijarte. Te será útil en la vida. Mientras la gente nazca, también será preciso enterrarla.
- Pero si ya lo comprendo –respondió inseguro Edilbái.
- Pues a eso me refiero. Supongamos que mañana me muera. ¿No se encontrará a nadie que pueda vestirme? ¿Me empujaréis a una zanja cualquiera?
- ¿Por qué íbamos a hacerlo? –se turbó Edilbái dando luz con la lámpara e intentando buscar un sitio junto al difunto–. Sin ti no sería interesante estar aquí. Es mejor que vivas. La zanja puede esperar.
Se empleó hora y media en vestir al difunto. Pero Yediguéi quedó satisfecho. Lavó bien el cadáver, colocó debidamente brazos y piernas, dio forma al blanco sudario y revistió correctamente con él a Kazangap sin ahorrar tela. Y al propio tiempo enseñó a Edilbái cómo había que dar forma al sudario. Luego, puso en orden su propia persona. Se afeitó esmeradamente, se recortó los bigotes. Tenía unos bigotes fuertes y densos, como también las cejas. Sólo que ya una mancha blanca iba a mezclarse con ellos. Había encanecido. Yediguéi no olvidó sus medallas de soldado, sus condecoraciones e insignias, que clavó y enganchó en la chaqueta preparándola para la mañana siguiente.
Así pasó la noche. Y Burani Yediguéi no salía de su asombro al considerar con qué sencillez y tranquilidad había hecho todo aquello. Si se lo hubieran contado antes no se lo habría creído, no imaginaba tener tanta capacidad para realizar aquella fúnebre tarea. O sea, que estaba escrito: estaba destinado a enterrar a Kazangap. Era el destino.
Ahí estaba la cuestión. Quién habría podido pensarlo cuando se vieron por vez primera en la estación de Kumbel. Habían desmovilizado a Yediguéi, por haber sufrido una contusión, a finales del cuarenta y cuatro. Exteriormente, todo parecía estar en orden: tenía los brazos y las piernas en su sitio y la cabeza sobre los hombros, sólo que ésta no parecía la suya. Notaba un zumbido en los oídos, como un viento incesante. Caminaba unos pasos y se tambaleaba, la cabeza le daba vueltas, sentía náuseas y quedaba cubierto de sudor, unas veces frío, otras ardiente. Y a veces tampoco la lengua le obedecía, parecía como si hablar fuera un gran trabajo. La onda explosiva de un proyectil alemán le había zarandeado de lo lindo. Matar, no le había matado, pero vivir de aquella manera no tenía razón de ser. Yediguéi, en aquella época, estaba muy desmoralizado. Joven, de aspecto sano, ¿qué iba a hacer cuando volviera a su casa, en el mar de Aral? ¿Para qué serviría? Por suerte, su médico resultó de los buenos. Ni siquiera le puso en tratamiento, sólo le examinó, le auscultó y le exploró según recordaba ahora: aquel robusto campesino de rojo cabello, en bata y blanca gorra, de claros ojos y narigudo le dio unas alegres palmadas en la espalda y se echó a reír.