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- Y en general, ¿a quién culparíamos? –preguntó Sabitzhán encogiéndose sorprendido de hombros–. No comprendo. Lo repito: ¿a quién culparíamos? ¿Al tiempo? Es imperceptible. ¿Al régimen? No tenemos derecho.

Sabes, Sabitzhán, a mi entender, mis asuntos son los que están a mi altura; en otros, no me meto. Pero recuerda, hijo, creo que con tu inteligencia ya llegas a ello, pues recuérdalo. No se puede culpar sólo a Dios porque nos envía la muerte, o sea que llegue el límite de la vida; para eso nacimos. ¡De todo lo demás de la vida debe de haber un responsable!

Kazangap se levantó de su sitio y, sin mirar a nadie, enfadado y en silencio, se fue de casa, a alguna parte...

La otra vez, muchos años después de la salida de Kumbel, de instalarse y enraizarse en Boranly-Buránny, de tener hijos y de criarlos, un día de primavera después de encerrar el ganado en el cercado al anochecer, Yediguéi bromeó mirando a las ovejas que se multiplicaban con sus corderos:

- Nos hemos enriquecido tú y yo, kazajo, ¡ha llegado el momento de que nos eliminen de nuevo por kulaks!

Kazangap le lanzó una viva mirada, y sus bigotes llegaron a erizarse:

- ¡Habla sin pasarte!

- ¿Cómo, no sabes comprender una broma?

- Con eso no se bromea.

- Déjalo ya, kazajo. Han pasado cien años...

- De eso se trata. Aunque te quiten los bienes, no te pierdes, sobrevives. Pero el alma queda pisoteada, y eso no se arregla de ninguna manera...

Pero aquel día que iban de camino por Sary-Ozeki, de Kumbel a Boranly-Buránny, faltaba aún mucho tiempo para esta clase de conversaciones. Y nadie sabía tampoco cómo ni de qué manera terminaría su llegada al apartadero de Boranly-Buránny, si serían capaces de permanecer allí mucho o poco, si echarían raíces o seguirían adelante por el mundo. La conversación discurría con sencillez sobre los hechos de la vida cotidiana, y Yediguéi se interesó por saber por qué Kazangap no estuvo en el frente, si no habría contraído alguna enfermedad.

–No, gracias a Dios estoy sano –respondió Kazangap–. No tuve ninguna enfermedad, y pienso que habría luchado no menos que los demás. Sólo que las cosas salieron de otra manera...

Después que Kazangap no se atreviera a volver a Beshagach, marido y mujer quedaron encallados en Kumbel sin tener adónde ir. No podían volver de nuevo a la Estepa del Hambre, estaba demasiado lejos, y además no habría merecido la pena haberse marchado. Ir al Aral era una idea que ya habían abandonado. Y el jefe de la estación, un alma buena, advirtió su presencia, y después de interrogarlos, de preguntarles de dónde venían y en qué pensaban trabajar, instaló a Kazangap y a Bukéi en un mercancías que pasaba por el apartadero de Boranly-Buránny. «Allí –dijo– se necesita gente, y vosotros sois precisamente una pareja adecuada.» Escribió una nota para el jefe del apartadero. Y no se equivocó. Por duro que fuera, incluso en comparación con la Estepa del Hambre –allí había mucha gente y el trabajo hervía por todos lados–, pese al miedo que se sintiera en un Sary-Ozeki sin agua, poco a poco se fueron acostumbrando, se adaptaron y echaron raíces. Pobremente y mal, pero en su casa. Su categoría era la de obreros ferroviarios, aunque tenían que hacer todo cuanto se requería en el apartadero. Así comenzó su vida en común. Kazangap y su joven esposa Bukéi en el desierto apartadero Boranly-Buránny de Sary-Ozeki. Cierto que en aquellos años, un par de veces, tuvieron la intención, una vez ahorrado algún dinero, de trasladarse a otro lugar más cerca de la estación o de la ciudad, pero cuando estaban preparándose estalló la guerra.

Y pasaron los convoyes a través de Boranly-Buránny con soldados hacia el oeste, y con evacuados hacia el este; hacia el oeste con trigo y hacia el este con heridos. Incluso en aquel perdido apartadero de Boranly-Buránny se hizo inmediatamente perceptible cuán vivamente había cambiado la vida en su eterno rodar...

Una tras otra las locomotoras bramaban exigiendo la apertura del semáforo, y a su encuentro volaban otros tantos silbidos... Las traviesas no soportaban tanta carga, se curvaban, los raíles se gastaban antes de tiempo, se deformaban bajo el peso de los sobrecargados vagones. Apenas terminaban la sustitución de un tramo, ya se requería urgentemente la reparación de la vía en otro...

Aquello no tenía fin ni límite. ¿De dónde sacarían aquel innumerable ejército que convoy tras convoy volaba hacia el frente de día y de noche, durante semanas, durante meses, y después durante años y años? Y siempre hacia el oeste, hacia el punto donde los mundos se habían enzarzado en una lucha a muerte...

Después de cierto tiempo llególe también el turno a Kazangap. Exigíanle su participación en la guerra. De Kumbel le enviaron una papeleta: que se presentara en el punto de concentración. El jefe del apartadero se llevó las manos a la cabeza y soltó unos gemidos: se llevaban al mejor ferroviario, y ya no había en Boranly-Buránny sino cuatro gatos. Pero ¿qué podía hacer?, ¿quién le habría escuchado si decía que la capacidad de paso por el apartadero no era de goma?... Las locomotoras rugían ante los semáforos... Se echarían a reír si les decía que se necesitaba con urgencia otra vía paralela de repuesto. A quién le importaba eso ahora si el enemigo estaba a las puertas de Moscú...

Estaba ya en el umbral el primer invierno de guerra, un invierno prematuro que se adelantaba con sus crepúsculos oscuros, que se abría paso con sus fríos. La víspera de aquella mañana había nevado. Nevó por la noche. Primero fue un polvo escaso, luego empezó a caer densa y obstinadamente. Y bajo el majestuoso silencio de Sary-Ozeki, que se extendía sin límites, cayó por llanuras, depresiones y barrancas, cual compacto sudario una pura blancura celestial. Y al instante se pusieron en movimiento los vientos de Sary-Ozeki jugando con aquella capa aún no consolidada. Fueron todavía unos vientos iniciales, de ensayo, que luego se arremolinarían, se desencadenarían y levantarían grandes tempestades de nieve. ¿Y qué pasaría entonces con el fino hilo del ferrocarril, que cortaba de extremo a extremo las tierras Centrales de las grandes estepas amarillas como una venilla en la sien? Esta vena palpitaba: pasaban y pasaban los trenes en uno y en otro sentido...

Aquella mañana Kazangap partió para el frente. Partió solo, sin despedidas de ningún género. Cuando salieron de casa, Bukéi se detuvo y dijo que la cabeza le daba vueltas por culpa de la nieve. Kazangap tomó de sus manos el bien abrigado bebé. En aquella época, Aizada ya había nacido. Y echaron a andar, probablemente por última vez, dejando tras de sí una serie de huellas sobre la nieve. Pero no fue la esposa quien acudió a despedirle, fue él quien finalmente la condujo hasta la garita del guardagujas antes de subirse a un mercancías que pasaba para Kumbel. Bukéi se quedaba de guardagujas en lugar de su marido. Allí se despidieron. Todo cuanto había que decir ya se había dicho y se había llorado por la noche. La locomotora estaba ya dispuesta a partir. El maquinista le apremiaba, llamaba a Kazangap. Y así que éste subió a su cabina, la locomotora lanzó un largo silbido y, ganando velocidad, atravesó las agujas balanceándose de junta en junta. Allí, dándoles paso, estaba Bukéi de pie, estrechamente abrigada en un gran pañuelo, ceñida, con botas de hombre, la banderita en una mano y la niña en la otra. Por última vez se hicieron señas mutuamente... Pasaron fugazmente, la cara, la mirada, la mano, el semáforo...

Entretanto, el tren corría ya a gran velocidad, retumbando entre la nieve lechosa de Sary-Ozeki que afluía y pasaba silenciosamente por su lado como un blanco sueño. El viento soplaba sobre la locomotora agregando al indestructible olor de escoria quemada el perfume fresco de la primera nieve de la estepa... Kazangap procuraba retener el mayor tiempo posible en sus pulmones aquel hálito invernal de los espacios de Sary-Ozeki, y entonces comprendió que aquella tierra ya no le era indiferente...