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–Qué, kazajo, confiésalo –dijo a Kazangap–, ¿no lamentas, como un pecado, haberme regalado la cría Karanar?

Kazangap le miró con una sonrisa burlona. Por lo visto, no esperaba una salida semejante. Y después de una pausa, respondió:

–Todos somos personas, naturalmente. Pero sabes, hay una ley que ya nos comunicaban nuestros abuelos: mal iesi kudaidan [10] .Son cosas de Dios. Así está escrito. Karanardebía ser precisamente tuyo y debías ser tú, precisamente, su amo. Y si por ejemplo hubiera caído en otras manos, no sabemos cómo habría crecido, puede que no hubiera sobrevivido, que hubiera muerto, y habrían podido ocurrir aún un sinfín de cosas. Habría podido caer por un abismo. Tenía que pertenecerte a ti. En realidad, también tuve yo camellos, y no de los malos. Y también de esta madre, de Cabezablanca,de la que procede Karanar.En cambio para ti era el único, y regalado... Dios quiera que te preste servicio durante cien años. Pero haces mal en pensar...

–Bueno, perdóname, perdona, kazajo –se avergonzó Yediguéi, lamentando haber dicho aquello.

Y como continuación a este coloquio, Kazangap le comunicó sus observaciones. Según la leyenda, la dorada madre Akmaiparió siete hijos, cuatro hembras y tres machos. Y desde entonces, todas las hembras nacían claras, con la cabeza blanca, y todos los machos, por el contrario, con la cabeza negra y el pelaje castaño. Por eso Karanarnació así. La madre, de cabeza blanca, parió camellos negros. Era la primera señal de que procedían de Akmai, ydesde entonces, no se sabe por qué, desde tiempos inmemoriales, doscientos, trescientos o quinientos años, la estirpe de Akmaino se había extinguido en Sary-Ozeki. Y de un momento a otro podría aparecer un camello-sirttan [11]como Burani Karanar.Yediguéi, simplemente, había tenido suerte. Para su campesina felicidad, había nacido Karanary había ido a parar a sus manos...

Y cuando llegó la hora de hacer algo con Karanar,de castrarlo o de tenerlo encadenado, pues empezaba a rebelarse de una forma terrible, sin permitir que nadie se le acercara, empezaba a huir y a desaparecer días enteros, Kazangap le dijo a Yediguéi cuando éste fue a pedirle consejo:

–Es cosa tuya. Si quieres una vida tranquila, cástralo. Si quieres fama, no lo toques. Pero en ese caso, acepta toda la responsabilidad si ocurre algo. Si te sobran fuerzas y paciencia, espera, será rebelde unos tres años, pero después volverá a seguirte.

Yediguéi no tocó a Burani Karanar.No, no se atrevió, no le obedecía la mano. Pero hubo momentos que derramó lágrimas de sangre...

CAPÍTULO IV

En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas.

En estas tierras, cualquier distancia se mide con relación al ferrocarril, como si fuera el meridiano de Greenwich...

Pero los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

A primera hora de la mañana, todo estaba dispuesto. Fuertemente vendado con un compacto fieltro y atado por fuera con una cinta de seda, el cuerpo de Kazangap, con la cabeza cubierta, fue depositado en el remolque de un tractor sobre cuyo fondo se había extendido previamente una capa de serrín y virutas cubierta por otra de heno limpio. Era conveniente no retrasar demasiado la partida; así, por la tarde, no más allá de las cinco o las seis, podrían estar de regreso del cementerio. Treinta verstas en una dirección y otras tantas en la otra, y además el entierro propiamente dicho, hacían que el acto funerario tuviera que celebrarse a partir de las seis de la tarde. Con esta idea se pusieron en camino, para poder llegar a tiempo al entierro. Y todo estaba ya preparado. Llevando de la brida a Karanar, ensillado y adornado ya desde la tarde anterior, Burani Yediguéi metía prisa a la gente. Y se retrasaban eternamente. Él, aunque no había dormido en toda la noche, presentaba un aspecto severo, concentrado, aunque algo desmejorado. Bien afeitado, con sus azulados bigotes y cejas, Yediguéi se había puesto sus mejores galas: botas de piel de becerro, pantalones de montar de velludillo algo anchos, chaqueta negra sobre camisa blanca y en la cabeza la gorra ferroviaria de las fiestas. En su pecho brillaban todas las condecoraciones militares, las medallas y las insignias de vanguardista en los planes quinquenales. Todo eso le caía bien y le daba un aspecto imponente. Con toda seguridad, era como debía presentarse Burani Yediguéi en el entierro de Kazangap.

Salieron a despedirlos todos los habitantes de Boranly, del más pequeño al mayor. Se congregaron alrededor del remolque esperando la partida. Las mujeres lloraban sin cesar. Por la misma fuerza de los acontecimientos, Burani Yediguéi tomó la palabra y dijo a los reunidos:

–Ahora nos dirigimos a Ana-Beit, al antiguo cementerio más venerado de Sary-Ozeki. El difunto Kazangap se lo merece. Él mismo encargó que se le enterrara allí. –Yediguéi pensó qué más podría decir, y prosiguió–: O sea, que se terminó el agua y la sal que tenía destinados al nacer. Este hombre ha trabajado en nuestro apartadero cuarenta y cuatro años exactamente. Podemos decir que toda la vida. Cuando empezó, aún no estaba aquí la bomba del agua, y ésta la traían en una cisterna para toda la semana. Entonces no había máquinas quitanieves ni de otro tipo, como las que tenemos actualmente, ni siquiera este tractor con el que ahora le llevamos a enterrar. Pero sin embargo pasaban los trenes y siempre encontraron las vías dispuestas. Ha vivido honestamente su vida en Boranly-Buránny. Era una buena persona. Todos le conocíais. Y ahora, pongámonos en camino. No es preciso que vayamos todos, no hay por qué. Y además, no tenemos derecho a abandonar la línea. Iremos seis de nosotros. Y lo haremos todo como es debido. Vosotros esperadnos y preparaos; cuando regresemos iremos todos al convite funerario, os invito en nombre de sus hijos, su hijo y su hija, que están aquí...

Aunque Yediguéi no lo había pensado, resultó algo semejante a un pequeño mitin funerario. Y tras eso partieron. Los vecinos siguieron un trecho detrás del tractor y luego se quedaron en grupo más allá de las casas. Durante algún rato se pudo escuchar todavía el fuerte llanto: les lanzaban sus gritos Aizada y Ukubala...

Y cuando cesaron los lamentos, y los seis, cada vez más lejos del ferrocarril, se internaron en Sary-Ozeki, Burani Yediguéi suspiró aliviado. Ahora ya eran independientes y él sabía lo que debía hacer.

El sol se levantaba ya sobre la tierra, inundando generosa y alegremente de luz los grandes espacios de Sary-Ozeki. De momento, aún hacía fresco en la estepa y nada endurecía su caminata. En todo ese mundo, sólo dos milanos se cernían de modo habitual e inalcanzable en las alturas, y a veces alguna alondra huía piando asustada y sacudiendo sus alas. «Pronto se marcharán incluso ellas. Con las primeras nieves, se reunirán en bandadas y levantarán el vuelo», pensó Yediguéi, imaginándose por un momento la nevada y a los polluelos levantando el vuelo sobre aquella capa de nieve. Y de nuevo recordó sin saber por qué a la zorra que aquella noche se había acercado al ferrocarril. Incluso miró disimuladamente por los lados, por si aún le seguía. Y otra vez pensó en el cohete de fuego que se elevó aquella noche de Sary-Ozeki hacia el cosmos. Sorprendido por semejantes pensamientos, se obligó a olvidarlos. No era en eso en lo que debía pensar en aquel momento, aunque el camino fuera largo...