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Una vez lucharon con los montones de nieve durante dos días sin descanso, limpiando las vías. Por la noche acercaron una locomotora para que alumbrara el terreno con sus faros. Y la nieve continuaba cayendo, el viento la arremolinaba. Por un lado limpiaban y por otro ya se formaban montones de nieve. Y hacía frío, aunque no es ésa la palabra: la cara y las manos se hinchaban. Se metían en la locomotora para calentarse cinco minutos y de nuevo la emprendían con ese caso perdido de Sary-Ozeki. Y la propia locomotora estaba ya cubierta de nieve desde arriba hasta las ruedas. Tres obreros, recién llegados, se marcharon aquella misma noche. Maldijeron la vida en Sary-Ozeki por todo lo alto.

–No somos presos –dijeron–, y en las cárceles por lo menos conceden un tiempo para dormir.

Con eso, cambiaron de destino, y por la mañana, cuando ya podían pasar los trenes, les silbaron como despedida: –Eh, pedazos de bestia, ¡el diablo os lleve!

Pero no fue porque tan gallardos forasteros les ladraran, sucedió así. Kazangap y él lucharon contra aquella obstrucción. Sí, sucedió así. Por la noche se hizo imposible trabajar. Caía la nieve, soplaba el viento por todos lados y se agarraba a ellos como perro rabioso. No había dónde protegerse del viento. La locomotora proyectaba sus faros, pero sólo producía niebla. Los faros iluminaban a duras penas la oscuridad. Cuando aquellos tres se marcharon, Kazangap y él se quedaron para transportar la nieve con un carro de camello. Llevaba un par de camellos enganchados. Los animales no querían andar, también sentían frío y náuseas en aquel torbellino. En las márgenes, la nieve llegaba hasta el pecho. Kazangap tiraba de los camellos por el morro, para que le siguieran, Yediguéi, en el carro, los azuzaba por detrás con el látigo. Así estuvieron penando hasta medianoche. Después, los camellos cayeron en la nieve, y aunque los mataran no se movían, habían llegado al final de sus fuerzas. ¿Qué hacer? Había que abandonar hasta que el tiempo se calmara. De pie, junto a la locomotora, se protegían del viento.

–Basta, kazajo, subamos a la máquina, allí veremos qué hace el tiempo –dijo Yediguéi golpeando las heladas manoplas una contra otra.

–El tiempo continuará siendo lo que es. Y de todos modos nuestro trabajo es limpiar las vías. Tomemos las palas, no tenemos derecho a parar.

–¿No somos seres humanos?

No son los seres humanos, sino los lobos y demás fieras, quienes ahora buscan sus madrigueras para esconderse.

–¡Canalla! –se enfureció Yediguéi–. ¡A ti te importa poco que estire la pata o estirarla tú mismo! –y le sacudió en la mandíbula.

Se agarraron, se destrozaron los labios uno a otro. Menos mal que el fogonero saltó de la máquina y los separó a tiempo.

Así era Kazangap. Hoy día no hay hombres como él, ya no quedan Kazangaps. Al último lo llevan hoy a enterrar. Sólo queda esconder al difunto bajo tierra con las palabras de adiós, y ¡amén!

Pensando en esto, Burani Yediguéi repetía en su interior oraciones medio olvidadas, para comprobar el orden establecido de las palabras, para reproducir exactamente en la memoria un orden de pensamientos dirigidos a Dios, pues sólo Él, incognoscible e invisible, puede conciliar en la conciencia del hombre los incompatibles principio y fin, vida y muerte. Para eso, seguramente, se han compuesto las oraciones. Pues no llegarán tus gritos a Dios, no le podrás preguntar por qué lo ha establecido así para que haya que nacer y que morir. Y así vive el hombre desde que el mundo es mundo, no aceptándolo pero conformándose. Y esas oraciones son invariables desde aquellos días, y dicen lo mismo, para que el hombre no proteste inútilmente, para que se consuele. Y estas palabras, pulidas por los siglos como piezas de oro fundido, son las últimas de las últimas que debe pronunciar el vivo ante el muerto. Éste es el rito.

Y también pensaba, que aparte de que Dios exista en este mundo o de que no exista en absoluto, el hombre sin embargo se acuerda de él sobre todo cuando lo necesita, aunque no esté bien actuar así. Por ello, seguramente, se dice: «El incrédulo sólo se acuerda de Dios cuando le duele la cabeza». Sea o no así, hay que saber oraciones.

Mirando a sus jóvenes acompañantes del tractor, Burani Yediguéi se acongojaba sinceramente lamentando que ninguno de ellos conociera ninguna oración. ¿Cómo podrían enterrarse los unos a los otros? ¿Con qué palabras que encerraran tanto el principio como el fin de la vida podrían poner broche a la salida de un hombre hacia la nada? Tal vez con un: «Adiós, camarada, nos acordaremos de ti». ¿O alguna otra estupidez?

Una vez tuvo ocasión de asistir a un entierro en la capital del distrito. Burani Yediguéi no salía de su asombro: el cementerio parecía una asamblea cualquiera. Ante el difunto, colocado en el ataúd, actuaban papel en mano los oradores, y todos decían lo mismo: de qué trabajaba, qué cargos había ocupado y de qué manera, a quién había servido y cómo lo había hecho, y luego tocó la música y cubrieron de flores la tumba. Pero ninguno de ellos se dignó hablar de la muerte como se habla en las oraciones que coronan el conocimiento de los hombres desde tiempos inmemoriales en esta sucesión de existencia e inexistencia, como si antes nadie hubiera muerto en el mundo ni después nadie debiera ya morir. ¡Desgraciados, eran inmortales! Así lo declaraban, a despecho de lo evidente: «¡Ha partido hacia la inmortalidad!».

Yediguéi conocía muy bien el terreno. Además, desde la altura de Burani Karanar, él, como jinete, podía ver lo que tenía delante hasta largas distancias. Procuraba seguir un camino, por Sary-Ozeki, lo más directo posible hasta Ana-Beit, dando sólo algún rodeo para que los tractores pudieran superar más fácilmente los baches y hoyas.

Todo salía según se había planeado. Sin prisa y sin pausa habían recorrido ya una tercera parte del camino... Burani Karanarllevaba un trote incansable, captando con sensibilidad las órdenes de su amo. Le seguía, chirriando, el tractor con su remolque, y tras éste iba la excavadora Bielorús.

Y sin embargo, los esperaban circunstancias imprevistas que, por increíble que eso suene, tuvieron cierta relación interna con los hechos que estaban ocurriendo en el cosmódromo de Sary-Ozeki...

En aquel momento, el portaviones Conventsiase encontraba en su puesto, en aquella zona del océano Pacífico, al sur de las Aleutianas, en un punto rigurosamente equidistante de, por el aire, Vladivostok y de San Francisco.

El tiempo no había cambiado en el océano. En el curso de la primera mitad del día, el sol continuó brillando de forma cegadora sobre los grandes espacios de agua siempre radiantes. En el horizonte, nada hacía prever cambios atmosféricos de ningún tipo.

En el portaviones, todos los servicios estaban en tensión, en estado de preparación plena, incluyendo al ala de aviación y al grupo de seguridad interna, aunque no había ningún motivo concreto para ello en el mundo real que los rodeaba. El motivo estaba tras los límites del cosmos.