«Resulta que la cabeza de un hombre no puede dejar de pensar ni por un segundo. Y de qué forma está organizada esa cosa tonta: quieras o no, un pensamiento aparecerá salido de otro, y así sin fin, seguramente hasta que te mueras.» Yediguéi hizo este gracioso descubrimiento al pillarse a sí mismo pensando continua e incesantemente algo durante el camino. Los pensamientos seguían los unos a los otros como la ola marina sigue a otra ola. En su infancia, había pasado horas observando cómo, en el mar de Aral, en tiempo ventoso, surgían en la lejanía blancas crestas móviles, y cómo se acercaban con sus crines hirvientes engendrando una ola tras otra. En aquel movimiento tenía lugar simultáneamente el nacimiento y la destrucción, y de nuevo el nacimiento y la extinción, de la carne viva del mar. Y él, que era un niño, sentía deseos de convertirse en gaviota para volar sobre las olas, sobre las centelleantes salpicaduras, para ver desde arriba cómo vivía el mar en su grandeza.
El Sary-Ozeki preotoñal, con su penetrante y triste amplitud abierta, y el uniforme rumor del camello al trote, impulsaban a Burani Yediguéi a las meditaciones propias de los viajes, y él se entregaba a ellas sin resistencia pues tenía un largo camino por delante y nada alteraba su avance. Karanar, como siempre que cubría largas distancias, se calentaba con la marcha y empezaba a desprender un fuerte olor a almizcle. Este olor le llegaba a la nariz desde la cerviz y el cuello del animal. «Vaya, vaya —sonrió satisfecho, para sí, Yediguéi—. ¡O sea que ya estás cubierto de espuma! ¡Ah, mi fierecilla, mi potrillo! ¡Malo, más que malo!»
Yediguéi también pensaba en los días pasados, en asuntos y acontecimientos de la época en que Kazangap aún tenía fuerza y salud, y con esta cadena de recuerdos se abatió inoportunamente sobre él una vieja y amarga tristeza. Y las oraciones no le sirvieron. Las musitaba en voz alta una y otra vez, las repetía para alejar, para distraer y esconder el dolor que volvía a él. Pero el alma no se sometía. Burani Yediguéi se puso sombrío. Golpeaba continuamente, sin necesidad, los flancos del camello que trotaba con gran aplicación, se había bajado la visera sobre los ojos y ya no volvía la cabeza hacia los tractores que le seguían. Ya le seguirían, no se retrasarían, qué les importaba a ellos, jóvenes e inmaduros, aquella antigua historia sobre la que no pronunciaba palabra ni con su mujer y sobre la cual había razonado Kazangap, como siempre, sensata y honestamente. Sólo él pudo dar un juicio, y de no ser así haría ya mucho tiempo que Yediguéi habría abandonado el apartadero de Boranly-Buránny...
En aquel año, el cincuenta y uno, ya casi al final, en invierno, llegó una familia al apartadero. Marido, mujer y dos hijos, unos chicuelos. El mayor, Daúl, tenía cinco años; el pequeño, tres; éste se llamaba Ermek. El hombre, Abutalip Kuttybáyev, tendría la misma edad que Yediguéi. Antes de la guerra, siendo un muchacho, había trabajado un año de maestro en la escuela del pueblo, y en el verano del cuarenta y uno le movilizaron en los primeros días y le enviaron al frente. Se casó con Zaripa, pues, al final de la guerra, o inmediatamente después. Antes de su traslado, ella era también maestra de párvulos. Y el destino los obligó y los empujó hacia SaryOzeki, hacia Boranly-Buránny.
En seguida se vio claramente que si se encontraban en aquel lugar perdido de Sary-Ozeki no era porque las cosas les fueran bien. Abutalip y Zaripa habrían podido colocarse en otros lugares. Pero por lo visto las circunstancias se presentaban de una manera que no les quedaba otra salida. Al principio, los de Boranly pensaron que no se quedarían mucho tiempo allí, que no resistirían, y que huirían hacia donde fuera. No eran los únicos que llegaban y se marchaban de Boranly-Buránny. Ésta era también la opinión de Yediguéi y de Kazangap. No obstante, su actitud para con la familia de Abutalip no fue por ello menos respetuosa desde el principio. Eran personas correctas, cultas. Vivían en la pobreza. Trabajaban como todos, tanto el marido como la mujer. Tanto arrastraban traviesas sobre la espalda como se helaban junto a los montones de nieve. En general, hacían cuanto corresponde hacer a los obreros ferroviarios. Y hay que decir que era una familia unida, siempre de acuerdo, una buena familia, aunque muy desgraciada por el hecho de que, al parecer, Abutalip había caído prisionero de los alemanes. En aquella época parecían haber refluido las pasiones de los años de guerra. Ya no se trataba de traidores y de enemigos a los antiguos prisioneros de guerra. Y por lo que respecta a los de Boranly, éstos no se preocuparían por ello. Que ha sido prisionero, pues muy bien, que lo haya sido, la guerra terminó con la victoria, la gente tuvo que tragar no pocas cosas en esta terrible reestructuración mundial. Los hay que en el día de hoy aún vagan como malditos por el mundo. El fantasma de la guerra les va pisando aún los talones... Por ello, los vecinos de Boranly no los molestaban demasiado con preguntas a este respecto, no había por qué envenenar el alma de la gente, de una gente que seguramente ya había sufrido más de la cuenta.
Con el tiempo, sin darse cuenta, se hicieron muy amigos de Abutalip. Era un hombre inteligente. Lo que le atraía a Yediguéi era que Abutalip, en su mala situación, no daba lástima. Se comportaba con dignidad y no murmuraba del destino inútilmente. No podía dejar de tener en cuenta que las cosas van así en este mundo. Evidentemente, el hombre comprendía que era el destino que le correspondía. Seguramente, su esposa, Zaripa, estaba también imbuida de esta conciencia. Después de asumir interiormente que el castigo era inevitable, encontraron el sentido de la vida en una especie de rara sensibilidad, de intimidad entre los dos. Según comprendió luego Yediguéi, eso les daba vida, los protegía, con eso se cubrían uno a otro y a los hijos de los enfurecidos vientos de la época. Especialmente Abutalip. No podía pasar un solo día lejos de su familia. Los niños, los hijos, lo eran todo para él. Abutalip les dedicaba cada minuto libre que tenía. Les enseñaba a leer, componía diversos cuentos, adivinanzas, organizaba juegos inventados. Al principio, cuando su esposa y él iban a trabajar dejaban a los niños en la barraca. Pero Ukubala no podía ver semejante cosa con tranquilidad y se llevaba los niños a casa. Allí había más calor, y su vida, en aquella época, era muchísimo más confortable que la de los recién llegados. Eso fue lo que acercó a ambas familias. En realidad, a Yediguéi también le estaban creciendo los hijos, dos niñas precisamente de la misma edad que los hijos de Abutalip.
Un día, al ir a recoger a sus hijos después del trabajo en el tramo, Abutalip propuso:
—Sabes, Yediguéi, daré clase a tus niñas al mismo tiempo. Ya sabes que no es por matar el tiempo si me ocupo de los niños desde que vine. Se han hecho amigos, juegan juntos. De día que estén en vuestra casa y por la tarde que vengan a la nuestra. ¿Que por qué hablo así? La vida aquí, aislados, es naturalmente pobre, y por lo tanto razón de más para ocuparse de ellos. Viene una época en la que se van a exigir muchos conocimientos desde la infancia. Ahora, un pequeñajo tiene que saber tanto como antes un joven hecho y derecho. De otro modo no puedes conseguir una instrucción.
Y de nuevo, Yediguéi no comprendió el sentido de los esfuerzos de Abutalip hasta más tarde, hasta que sucedió la desgracia. Entonces comprendió que, en la situación de Abutalip, aquello era lo único que, en las condiciones de Boranly, podía hacer por sus hijos. Como supo, se apresuró a darles cuanto pudo, como si quisiera de esta forma grabarse en su memoria, vivir de nuevo en sus hijos. Por las tardes, cuando Abutalip llegaba del trabajo, él y Zaripa montaban algo parecido a una escuela-guardería para sus hijos y los de Yediguéi. Los niños aprendían las letras, las sílabas, jugaban, dibujaban, competían a ver quién lo hacía mejor, escuchaban los libros que les leían sus padres, e incluso aprendían juntos algunas cancioncillas. Resultó una ocupación tan interesante que el propio Yediguéi empezó a dejarse caer por allí para observar lo bien que les salía todo aquello. También pasaba a menudo Ukubala, como quien va por otra cosa, pero en realidad iba para ver a sus niñas. Burani Yediguéi se conmovía. Su alma se enternecía. ¡He aquí lo que es la gente instruida, los maestros! Da gusto ver cómo saben tratar a los niños sin dejar de ser adultos. En aquellas tardes, Yediguéi procuraba no molestar y se sentaba callado en un rincón. Y cuando llegaba, se quitaba la gorra en el umbraclass="underline"