—¡Buenas tardes! Aquí está el quinto alumno de la guardería.
Los niños se acostumbraron a sus visitas. Sus hijas eran felices. En presencia de su padre se esforzaban muchísimo. Yediguéi y Ukubala les cargaban por turno la estufa, para que los niños estuvieran más calientes y más cómodos por la tarde en la barraca.
Ésta era la familia que se cobijó aquel año en Boranly-Buránny. Pero por raro que parezca, esta clase de gente normalmente no tiene suerte.
La desgracia de Abutalip consistía no sólo en haber sido prisionero de los alemanes; para suerte o desgracia, había participado en una fuga, junto con un grupo de prisioneros de guerra, de un campo de concentración en el sur de Baviera y se había encontrado en el cuarenta y tres en las filas de los guerrilleros yugoslavos. Abutalip luchó en el ejército yugoslavo de liberación hasta el final de la guerra. Allí le hirieron, allí le curaron. Fue condecorado con órdenes militares yugoslavas. Los periódicos yugoslavos hablaron de él, publicaron fotografías. Esto le prestó un gran servicio cuando la comisión de control y filtro estudió su expediente al volver a la patria en i 94 5. Sólo quedaban cuatro supervivientes de los que se fugaron del campo de concentración, y se habían fugado doce. Los cuatro tuvieron suerte también en el sentido de que la comisión soviética de control acudió directamente a la unidad del ejército yugoslavo de liberación y los jefes yugoslavos certificaron por escrito las cualidades morales y militares de los antiguos prisioneros soviéticos, así como su participación en la lucha guerrillera contra el fascismo.
En resumen, despues de un par de meses de innumerables comprobaciones, interrogatorios, careos, esperas, esperanzas y desesperanzas, Abutalip Kuttybáyev volvió a su Kazajstán sin pérdida de sus derechos civiles, pero también sin aquellos privilegios de que disfrutaban los desmovilizados normales. Abutalip Kuttybáyev no se sintió ofendido. Siendo maestro antes de la guerra, volvió a su trabajo. Y allí, en una escuela de la capital del distrito, conoció a Zaripa, joven maestra de párvulos. Existen algunos casos como éste, de felicidad mutua; son raros, pero existen. No carece la vida de ellos.
Mientras, se apagaba en el mundo el eco de los primeros años de la victoria. Tras el triunfo y el entusiasmo centellearon en el aire las primeras nieves de la «guerra fría». Luego, ésta se fue afirmando. Y se apretaron los resortes de la conciencia de la posguerra en diferentes partes del mundo, en diferentes puntos sensibles...
En una de las lecciones de geografía, funcionó uno de estos resortes. Tarde o temprano, de una u otra manera, tal cosa debía suceder. Si no con él, con alguno semejante a él.
Explicando a los alumnos de octavo la parte europea del mundo, Abutalip Kuttybáyev recordó que una vez los habían sacado del campo de concentración, al sur de los Alpes bávaros, para llevarlos a una cantera y que allí consiguieron desarmar a los guardias y unirse a los guerrilleros yugoslavos; les contó también que había atravesado media Europa durante la guerra, había estado en la ribera del Adriático y del Mediterráneo, conocía muy bien aquella naturaleza, la vida de la población del lugar, y les dijo que todo aquello era imposible de describir en un manual. El maestro consideraba que enriquecía la asignatura con las observaciones vivas de un testigo.
Su relato recorría el mapa azul-verde-marrón de la Europa geográfica colgado en la pizarra de la escuela; recorría las montañas, las llanuras, los ríos, refiriéndose una y otra vez a aquellos lugares que aún soñaba entonces por las noches, a aquellos lugares en los que hubo combates día tras día, durante muchos veranos e inviernos, y es posible que el recorrido rozara el punto invisible donde derramó su sangre cuando por el flanco le alcanzó inesperadamente la ráfaga de una metralleta enemiga y él rodó lentamente por un declive enrojeciendo con sangre la hierba y las piedras, una sangre color carmesí que habría podido inundar todo el mapa escolar, e incluso por un instante tuvo la sensación, de que la sangre se derramaba por el mapa, que le daba vueltas la cabeza y se le oscurecía la vista, que todo bailoteaba ante sus ojos cuando al desplomarse se cayeron las montañas y él se echó a gritar llamando en su ayuda a un amigo polaco que se había fugado con él, el pasado verano, de la cantera bávara: «¡Kazimir! ¡Kazimir!». Pero éste no le oyó, pues aunque le pareció que gritaba con todas sus fuerzas en realidad no profirió ni un sonido, y no volvió en sí hasta el hospital de los guerrilleros después de una transfusión de sangre.
Al hablar a los alumnos de la parte europea del mundo, Abutalip Kuttybáyev se admiraba de que, después de cuanto había vivido, pudiera hablar tan impersonalmente y con tanta indiferencia, sólo de aquello que hacía referencia a la geografía escolar elemental.
Y entonces se levantó vivamente una mano en el pupitre de primera fila interrumpiendo su relato:
—¿O sea que estuvo usted prisionero, agai [12]?
Unos ojos duros le miraban con fría claridad. La cara del adolescente estaba ligeramente echada hacia atrás, estaba «firmes», y él recordó toda la vida, sin saber por qué, los dientes del muchacho: tenía invertida la posición de la dentadura, la fila inferior cubría, al cerrar la boca, la superior.
–Sí, ¿por qué?
–¿Y por qué no se pegó un tiro?
–¿Y por qué había de matarme? Ya estaba herido. –Pues porque es inadmisible entregarse prisionero. ¡Hay una orden al respecto!
–¿Qué orden?
–Una orden de la superioridad.
–¿Cómo lo sabes?
–Lo sé todo. Aquí viene gente de Alma-Atá, incluso vienen de Moscú. ¿O sea que no cumplió la orden de la superioridad?
–¿Estuvo tu padre en la guerra?
–No, trabajaba en la movilización.
–Entonces, será difícil que nos entendamos. Sólo puedo decirte que no tuve otra salida.
–De todos modos, tenía que haber cumplido la orden.
–¿Por qué eres tan quisquilloso? –se levantó otro alumno–. Nuestro maestro luchó con los guerrilleros yugoslavos. ¿Qué más quieres?
–¡De todos modos debía cumplir la orden! –afirmó categóricamente el otro.
Y entonces, toda la clase se puso a zumbar, rompiendo el silencio: «¡Debía!» «¡No debía!» «¡Podía!» «¡No podía!» «¡Bien hecho!» «¡Mal hecho!» El maestro golpeó la mesa con el puño.
–¡Dejad las conversaciones! ¡Estamos en clase de geografía! Cómo haya combatido yo y lo que me haya pasado ya lo saben quienes y donde deben saberlo. ¡Y ahora volvamos a nuestro mapa!