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Y de nuevo nadie de la clase vio aquel punto invisible del mapa donde desde el flanco le alcanzaba una ráfaga de ametralladora, y el maestro, que estaba ante la pizarra con el puntero, rodaba por una pendiente manchando con su sangre el mapa azul-verde-marrón de Europa...

Al cabo de unos días le llamaron a la delegación de enseñanza del distrito. Allí, sin palabras superfluas, le propusieron que presentara la dimisión de su trabajo: un ex prisionero no tiene el derecho moral de enseñar a la nueva generación.

Abutalip Kuttybáyev y Zaripa, con su primogénito Daúl, tuvieron que trasladarse a otro distrito, lo más lejos posible de la capital de la región. Se instalaron en la escuela de una aldea. Pareció que echaban raíces, se solucionó el problema de la vivienda, y Zaripa, maestra joven y capacitada, se convirtió en la jefa de estudios. Pero entonces se desencadenaron los sucesos del año cuarenta y dos relacionados con Yugoslavia. A Abutalip Kuttybáyev le vieron ya no sólo como antiguo prisionero de guerra sino también como un personaje sospechoso que había vivido largo tiempo en aquel país. Y aunque él demostraba que sólo había estado en la guerrilla con los camaradas yugoslavos, no se tomaba en consideración. Todos lo comprendían e incluso le compadecían, pero nadie osaba tomar sobre sí ninguna responsabilidad a este respecto. De nuevo le llamó la delegación de enseñanza del distrito y otra vez se repitió la historia de la dimisión.

La familia de Abutalip Kuttybáyev se trasladó muchas veces más de un lugar a otro, y a finales del cincuenta y uno, en pleno invierno, se encontraba en Sary-Ozeki, en el apartadero de Boranly-Buránny...

El verano del cincuenta y dos fue más caluroso de lo normal. La tierra se secó y se recalentó hasta tal grado que ni los reptiles de Sary-Ozeki sabían dónde meterse; sin temer a las personas, acudían corriendo al umbral de las casas, con la garganta palpitando desesperadamente y la boca muy abierta, con tal de esconderse del sol en alguna parte. Y los milanos, buscando frescor, alcanzaban alturas tan insólitas que resultaba difícil distinguirlos a simple vista. Sólo de vez en cuando daban a conocer su presencia con vivos y solitarios chillidos; luego guardaban silencio dentro de aquella ardiente y movediza neblina.

Pero el servicio es el servicio. Los trenes iban de oriente a occidente y viceversa. ¡Cuántos trenes se habían cruzado en Boranly-Buránny! No había calor que pudiera influir en el movimiento del transporte por la gran vía estatal.

Todo seguía su curso. Se debía trabajar en las vías con manoplas, pues con las manos desnudas no se podía tocar una piedra y mucho menos un hierro. El sol estaba sobre la cabeza como un brasero. El agua, como siempre, la llevaban en una cisterna y llegaba al apartadero casi en el punto de ebullición. La ropa se quemaba sobre los hombros en un par de días. Era muy probable que en invierno, en los días de las más fuertes heladas, el hombre se encontrara mejor en Sary-Ozeki que con semejante calor. Aquellos días, Burani Yediguéi procuraba animar a Abutalip.

–No siempre tenemos veranos como éste. Simplemente, que este año es así –se justificaba como si tuviera la culpa–. Unos quince días más, veinte a lo sumo, y cederá, bajará la temperatura. El muy maldito nos está atormentando a todos. Pero aquí, en Sary-Ozeki, suele haber un cambio a finales del verano, el tiempo cambia de pronto. Y entonces hay un gran bienestar todo el otoño hasta la llegada del invierno: hace fresco y el ganado engorda. Hay sus indicios para suponer que este año será así. De manera que, paciencia y seguro que el otoño será bueno.

–¿O sea que me lo garantiza? –sonrió Abutalip con aire comprensivo.

–Casi podría decir que sí.

–Pues muchas gracias. Ahora estoy como en un baño de vapor. Pero no sufra por mí. Zaripa y yo resistiremos. Hemos aguantado cosas peores. Me duele por los niños... No puedo mirarlos...

Los niños de Boranly languidecían con las mejillas hundidas, se consumían, y no había donde esconderlos de aquel bochorno sofocante y agotador. No había ni un arbolillo en los alrededores, ni un arroyuelo, tan necesarios en el mundo infantil. En primavera, cuando Sary-Ozeki renacía y por poco tiempo se ponían verdes los bordes de barrancos y hoyas, aquello era la libertad absoluta de la chiquillería. Jugaban a pelota, al escondite, huían a la estepa y perseguían roedores. Daba gusto oír sus voces, que llegaban hasta muy lejos.

El verano lo destruía todo. Y los bulliciosos niños sufrían un calor inmenso. Se escondían de él a la sombra de las paredes de las casas, desde donde sólo asomaban cuando pasaban los trenes. Era su diversión: calculaban cuántos habían pasado en unsentido y cuántos en otro, cuántos llevaban vagones de pasajeros y cuántos los llevaban de mercancías. Y cuando los trenes de pasajeros disminuían la marcha al pasar por el apartadero, los niños creían que iba a detenerse, aquél sí, y corrían a su alcance, jadeando, cubriéndose del sol con sus manecitas, posiblemente con la ingenua esperanza de escapar de aquel horno. Y era duro ver con qué envidia y tristeza, que nada tenía de infantil, contemplaban los pequeños de Boranly los vagones que se alejaban. Los pasajeros de aquellos vagones expuestos al aire, con las ventanillas y puertas totalmente abiertas, también se volvían locos con el calor, la hediondez y las moscas, pero por lo menos tenían la seguridad de que al cabo de un par de días se encontrarían en lugares en donde había frescos ríos y verdes bosques.

Todos sufrieron por los niños aquel verano, todos los mayores, padres y madres, pero lo que sufrió Abutalip puede que, aparte de Zaripa, sólo lo comprendiera él, Yediguéi. Precisamente, tuvo con Zaripa la primera conversación sobre ello. En ésta se entreabrió algo en el destino de los dos.

Aquel día trabajaban en la línea, renovaban la grava de aquel tramo. Arrojaban la machaca, la metían en las holguras bajo las traviesas y los rieles, y al tiempo reforzaban el terraplén, que se desmoronaba con las vibraciones. Sólo podían hacerlo a ratos, en los intervalos, entre los trenes que pasaban. Con aquel calor, resultaba un trabajo largo y agotador. Cerca del mediodía, Abutalip tomó un bidón vacío y se fue, según dijo, a buscar agua caliente a la cisterna que estaba en vía muerta, y al propio tiempo a echar una mirada a los niños.

Se fue rápidamente por las vías, pese a que el sol quemaba. Tenía prisa por llegar adonde estaban los niños, no estaba como para pensar en sí mismo. La descolorida camiseta, de un color sucio indeterminado, colgaba cubriendo sus huesudas espaldas; llevaba en la cabeza un reseco sombrero de paja y sobre su enflaquecido cuerpo unos pantalones que le quedaban anchos; en los pies, unos destrozados zapatones de obrero sin cordones. Caminaba arrastrando las suelas por las traviesas sin prestar atención a nada. Apareció un tren por detrás y ni siquiera volvió la cabeza.

–¡Eh, Abutalip, sal de las vías! ¿Estás sordo? –le gritó Yediguéi.

El otro no le oyó, y sólo bajó por el terraplén cuando la locomotora dio un pitido, aunque ni entonces miró al tren que pasaba por su lado y no vio cómo el maquinista le amenazaba con el puño.

Ni en la guerra ni en la cautividad le habían salido canas; claro que era más joven, pues había ido al frente con diecinueve años, de alférez. Pero aquel verano le aparecieron las primeras; canas de Sary-Ozeki. Además, aquella blancura indeseada aparecía en diversos puntos de su densa y compacta cabellera, y en las sienes empezó a dominar y se le tornaron blancas. En los buenos tiempos habría sido un hombre hermoso, de buen porte. Amplia frente, nariz aguileña, pronunciada nuez de Adán, fuerte boca y ojos alargados, anchos, un hombre agradable de buena estatura. Zaripa bromeaba amargamente: «No has tenido suerte, Abu, deberías representar a Otelo en escena». Abutalip sonreía: «Entonces te estrangularía como el último de los tontos, ¿qué sacarías con ello?».