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La reacción retardada de Abutalip con respecto al tren que le alcanzaba por la espalda inquietó considerablemente a Yediguéi.

–Deberías preguntarle por qué se porta así –dijo a Zaripa con cierto reproche–. El maquinista no es responsable, las vías no están para pasear. Pero no se trata de esto. ¿Por qué arriesgarse así?

Zaripa suspiró profundamente y se enjugó con la manga el sudor de su ardiente y ennegrecido rostro.

–Temo por él.

–¿Qué pasa?

–Tengo miedo, Yedik. Para qué ocultártelo. Se castiga a sí mismo por los niños y por mí. Porque cuando yo me casé desobedecí a mi familia. Mi hermano mayor estaba fuera de sí, chillaba: «¡Te arrepentirás eternamente, estúpida! Tú lo que haces no es casarte con él sino con la desgracia, y tus hijos y los hijos de estos hijos que aún no han nacido están ya condenados a la desgracia. Y si tu enamorado tuviera una cabeza sobre los hombros lo que haría no sería crear una familia sino ahorcarse. ¡Ésta sería la mejor solución para él!». Nosotros obramos a nuestra manera. Teníamos una esperanza: si la guerra ya se había terminado, ¿qué cuentas había que pedirles a vivos y muertos? Nos manteníamos alejados de todos, tanto de sus parientes como de los míos. Y finalmente, imagínate, mi propio hermano firmó una declaración en la que me prevenía y protestaba de nuestro matrimonio. Decía que no tenía nada en común conmigo y aún menos con un personaje como Abutalip Kutibáiev que había vivido mucho tiempo en Yugoslavia. Bueno, después de esto, todo empezó de nuevo. Fuéramos donde fuéramos, nos cerraban la puerta en las narices, y ahora estamos aquí, no hay otro sitio más adonde ir.

Zaripa guardó silencio mientras rastrillaba furiosa la machaca echándola bajo las traviesas. De nuevo apareció a lo lejos, por delante, un tren que se acercaba. Salieron de las vías llevándose las palas y las angarillas.

Yediguéi tenía la sensación de que debía prestar alguna ayuda a una gente que se encontraba en aquella posición. Pero no podía cambiar nada, la desgracia estaba mucho más allá de los límites de su Sary-Ozeki.

–Nosotros hace muchos años que vivimos aquí. También vosotros os acostumbraréis y os acomodaréis. Y hay que vivir –subrayó mirándola a la cara.

«Sí, el pan de Sary-Ozeki es muy amargo –pensó Yediguéi–. Cuando llegó aquí el pasado invierno aún tenía la cara blanca y ahora su rostro es como la tierra –observó, lamentando que su belleza palideciera a ojos vista–. Y qué cabellos tenía, y ahora están quemados; el sol le ha chamuscado hasta las pestañas. Los labios están agrietados hasta sangrar. Lo está pasando muy mal. No está acostumbrada a esta clase de vida. Y sin embargo resiste, no cede. Y cómo podría ceder ahora si tiene dos hijos. De todos modos, es muy valiente...»

En aquel momento, arremolinando el aire ardiente estacionado, repiqueteó por las vías, como una tórrida ráfaga de ametralladora, el tren de turno. De nuevo subieron con las herramientas al terraplén, a continuar el trabajo.

–Escucha, Zaripa –dijo Yediguéi intentando fortalecer su espíritu de alguna manera, conciliarlo con la realidad–. Para los niños, estar aquí es muy duro, no lo discuto. Cuando contemplo a mis propios hijos, también me duele el corazón. Pero ten en cuenta que este calor no va a estar siempre ahí plantado como una estaca. Pasará. Además, si lo pensamos bien, no estáis solos aquí, en Sary-Ozeki, tenéis gente alrededor, en todo caso estamos nosotros. Para qué dejarse abatir si la vida es así.

–Esto es lo que le digo a él, Yedik. Ya ves que procuro por todos los medios no dejar escapar una sola palabra innecesaria. Y es porque comprendo cómo lo está pasando.

–Y haces muy bien. Es lo que quería decirte, Zaripa. Esperaba la ocasión. Lo sabes muy bien. Y ahora venía a cuento. Perdona.

–Naturalmente, hay momentos en que no puedes más. Y sientes lástima de ti misma, y de él, y aún más de los niños. Aunque no tiene ninguna culpa, se siente culpable de habernos traído aquí. Y no puede cambiar nada. En nuestra región, en los montes y ríos de Alatau, la vida es completamente diferente y el clima también. Podríamos enviar allí a los niños, por lo menos en verano. Pero ¿a casa de quién? Padres no tenemos, murieron pronto. Hermanos, hermanas, parientes... También resulta difícil culparlos, pero a ellos esto no les importa nada. Antes ya nos evitaban, y ahora nos ignoran por completo. ¿Para qué necesitan a nuestros hijos? Y así sufrimos y tememos quedarnos atascados aquí toda la vida, aunque no lo digamos en voz alta. Pero yo veo lo que él está pasando... Lo que nos espera en el futuro es algo que sólo Dios sabe...

Guardaron un pesado silencio. Y ya no volvieron a reemprender la conversación. Trabajaban, dejaban pasar los trenes por las vías y de nuevo volvían a emprender su tarea. ¿Qué otra cosa podían hacer? ¿Cómo consolarlos, cómo ayudarlos, en su desgracia? «Naturalmente, no se puede ir así por el mundo –pensó Yediguéi–. Aquí tendrán de qué vivir, trabajan los dos. Parece que nadie los ha encerrado aquí por la fuerza, pero no tienen ninguna salida. Ni mañana ni pasado.»

Y aún se admiraba Yediguéi de sí mismo por la sensación de agravio y amargura que experimentaba a causa de aquella familia, como si la historia le afectara personalmente a él. ¿Qué eran ellos para él? ¿Podía decirse a sí mismo que no era asunto suyo, que qué le importaba a él? Además, ¿quién era él para juzgar y opinar sobre asuntos que no le concernían? Él era un trabajador, un hombre de la estepa como hay tantos, y no era él quien tenía que indignarse, que disgustarse, que inquietar su conciencia con cuestiones sobre la justicia o injusticia de la vida. Con toda seguridad, en el lugar de donde procedía todo aquello sabían mil veces más que él, que Burani Yediguéi. Allí lo tendrían más claro que él aquí, en Sary-Ozeki. ¿Le correspondían, acaso, esas preocupaciones? Y sin embargo, no podía tranquilizarse. Sin saber por qué, su alma sufría más por ella, por Zaripa. Le sorprendía y subyugaba su fidelidad, su aguante, su lucha desesperada contra las adversidades. Parecía como un pájaro que con sus alas quisiera proteger el nido contra la tempestad. Otra habría llorado un poquito, y después se habría sometido respetuosamente a la voluntad de sus parientes. Pero ella pagaba a partes iguales con su marido la cuenta de la pasada guerra. Y era esta circunstancia la que causaba, pese a todo, más intranquilidad a Yediguéi, porque de ninguna manera podía defender ni a sus hijos ni a su marido... Hubo después momentos en los que lamentó amargamente que el destino hubiera decidido instalar aquella familia en Boranly-Buránny. ¿Por qué tenía que sufrir él esas vivencias? No las habría conocido, ni nada semejante y hubiera vivido tranquilo como antes...

CAPÍTULO VI

Al sur de las Aleutianas, en pleno océano Pacífico, las olas empezaron a moverse en la segunda mitad del día. El viento del sudeste, surgido en las llanuras del continente americano, había ido cobrando fuerza gradualmente, y poco a poco había precisado y consolidado su dirección. Y el agua entró en movimiento en aquellos amplios espacios abiertos, balanceándose pesadamente, chapoteando, y formándose en hileras cada vez con más frecuencia, en filas unas tras de otras. Eso hacía prever si no una tempestad por lo menos una marejada de larga duración.