La mayoría de estos hombres, abandonados a un atormentador suplicio en el campo, perecían bajo el sol de Sary-Ozeki. Sólo sobrevivían uno o dos mankurtde cada cinco o seis. No morían de hambre, ni aun de sed, sino de los insoportables e inhumanos tormentos que les infligían la piel de camello sin curtir que se secaba y se contraía sobre su cabeza. Al reducirse implacablemente bajo los rayos del ardiente sol, el casquete presionaba y comprimía la cabeza afeitada del esclavo como un aro de hierro. Al segundo día empezaban a crecer de nuevo los pelos afeitados de la víctima. Duros y rectos, esos pelos asiáticos a veces se clavaban en la piel sin curtir, pero en la mayoría de los casos, al no encontrar una salida, se doblaban y volvían a clavar sus extremos en la piel de la cabeza, infligiendo aún mayores sufrimientos. Esta última prueba iba acompañada de un completo enturbiamiento de la razón. Sólo al cabo de cinco días se acercaban los zhuanzhuan a comprobar si alguno de los prisioneros había sobrevivido. Si encontraban con vida aunque sólo fuera a uno de los condenados, consideraban que su objetivo había sido alcanzado. Le daban agua, y le liberaban de sus ataduras, y con el tiempo le devolvían sus fuerzas y le ponían en pie. Era ya un esclavo mankurt, al que habían privado de la memoria por la fuerza, un esclavo muy valioso que valía por diez prisioneros sanos. Incluso había una ley: en caso de matar a un esclavo mankurten alguna de las discordias intestinas, la indemnización por tal pérdida era tres veces mayor que la que correspondería pagar por la vida de un miembro libre de la tribu.
El mankurtno sabía quién era, de qué tribu procedía, desconocía su nombre, no recordaba su infancia, ni a su padre ni a su madre; en una palabra, no se tenía a sí mismo por ser humano. Privado de la comprensión de su propio «yo», el mankurttenía una serie de ventajas desde el punto de vista económico. Equivalía a una criatura muda, y por ello absolutamente sumisa y segura. Nunca pensaba en la fuga. Para cualquier amo, lo más terrible es el motín. Cada esclavo es un rebelde en potencia. El mankurt era una excepción única a este respecto: le eran radicalmente ajenos los impulsos a la rebeldía, la insumisión. No conocía estas pasiones. Por ello no había necesidad de vigilarle, de tener una guardia ni por tanto de sospechar en él malas intenciones. El mankurt, como los perros, sólo conocía a su dueño. No entraba en contacto con otras personas. Todos sus pensamientos se reducían a llenar la panza. No conocía otras preocupaciones. En cambio, ejecutaba los encargos ciegamente, con tesón, sin distracciones. Normalmente se les obligaba a realizar los trabajos más sucios y pesados, o bien les encargaban las tareas más penosas y molestas, aquellas que exigían una gran paciencia. Sólo un mankurtpodía soportar en soledad el SaryOzeki lejano y desierto cuando se encontraba día y noche en los pastos con la manada de camellos. En aquellas lejanías, un mankurtsustituía a una multitud de trabajadores. Todo lo que se debía hacer era proveerle de alimentos, y él permanecía trabajando sin relevo inviernos y veranos, sin tornarse salvaje ni quejarse de las privaciones. Para el mankurtla voluntad del amo estaba por encima de todo. Nada exigía para sí, fuera de la comida y unos harapos para no congelarse en la estepa...
Habría sido más fácil arrancarle la cabeza al prisionero o causarle cualquier otro daño para acobardar su alma, antes que quitarle a un hombre su memoria, destruir su razón, arrancar las raíces de todo aquello que permanece en el ser humano hasta su último suspiro, todo aquello que constituye su única conquista, la que desaparece con él y está fuera del alcance de los demás. Pero los nómadas zhuanzhuan, que presentan en su remota historia el tipo más cruel de barbarie, también atentaron contra esta sagrada esencia del hombre. Encontraron el medio para arrancar a los esclavos su memoria viva, infligiendo con ello a la naturaleza humana la más dura de las maldades imaginables. Así, pues, no era casual que al llorar a su hijo convertido en mankurt, Naiman-Ana dijera con frenético dolor y desesperación:
«Cuando te arrancaron la memoria, cuando comprimieron tu cabeza, hijo mío, como la nuez con las tenazas, apretándote el cráneo con la lenta acción de una piel de camello secándose, cuando te colocaron un aro invisible en la cabeza de forma que tus ojos querían salirse de sus órbitas inyectadas con el más horrible terror, cuando en la hoguera sin humo de Sary-Ozeki te atormentó la sed que precede a la muerte y no hubo gota que cayera del cielo sobre tus labios, ¿fue para ti el sol, que da la vida a todos, un astro odioso y cegador, el más negro de todos los astros del mundo?
»Cuando, desgarrado por el dolor, tu grito se levantaba frenético en medio del desierto, cuando chillabas y te revolvías implorando a Dios día y noche, cuando esperabas ayuda de un cielo inútil, cuando ahogándote en vómitos provocados por los tormentos de la carne, y retorciéndote sobre la vil suciedad que manaba del cuerpo, retorcido en convulsiones, cuando te apagaste en esa fetidez, perdiendo el juicio, devorado por un enjambre de moscas, ¿maldeciste con tus últimas fuerzas a Dios, que nos ha creado en un mundo que Él ha abandonado?
»Cuando las tinieblas de la ofuscación cubrieron para siempre tu razón mutilada por los suplicios, cuando tu memoria, desarmada por la fuerza, perdió irreversiblemente toda concatenación con el pasado, cuando en tus fieros impulsos olvidaste la mirada de tu madre, el rumor del arroyo al pie de la montaña donde jugaste en tus días infantiles, cuando perdiste tu nombre y el nombre de tu padre al derrumbarse tu conciencia, cuando la faz de las personas entre las que habías crecido se apagó, y también se apagó el nombre de la muchacha que te sonreía con timidez, ¿acaso no maldeciste, al caer en el abismo de la inconsciencia, a tu madre con horribles imprecaciones por haber osado engendrarte en sus entrañas y darte a luz, para llegar a un día así?»