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Esta historia correspondía a la época en que, expulsados de los límites meridionales del Asia nómada, los zhuanzhuan afluyeron al norte y se apoderaron por largo tiempo de SaryOzeki sosteniendo incesantes guerras con el objeto de extender sus posesiones y capturar esclavos. En los primeros tiempos, aprovechando la sorpresa de la invasión, capturaron muchos prisioneros en las tierras adyacentes a Sary-Ozeki, incluyendo mujeres y niños. Los convirtieron a todos en esclavos. Pero la resistencia contra la invasión extranjera fue creciendo. Empezaron los choques encarnizados. Los zhuanzhuan no tenían intención de abandonar Sary-Ozeki, por el contrario, procuraban consolidarse fuertemente en esos vastos terrenos, aptos para la ganadería de la estepa. Las tribus indígenas no se conformaron con esa pérdida y consideraban su derecho y su deber expulsar tarde o temprano a los conquistadores. Sea como sea, continuaban los pequeños y grandes combates con suerte alterna. Pero también estas agotadoras guerras tenían sus momentos de paz.

En uno de ellos, unos mercaderes que llegaron con sus caravanas de mercancías a la tierra de los naimanos contaron, mientras tomaban el té, que habían atravesado las estepas de Sary-Ozeki sin tropezar con grandes dificultades en los pozos por parte de los zhuanzhuan, y mencionaron su encuentro, en Sary-Ozeki, con un joven pastor junto a una gran manada de camellos. Los mercaderes habían intentado conversar con él, pero había resultado ser un mankurt. Tenía el aspecto muy sano y nadie pensaría nunca lo que habían hecho con él. En otro tiempo, seguramente no habría sido peor que otros, habría sido hablador y comprensivo. Era muy joven aún, apenas le brotaba el bigote, y no era feo, pero en cuanto se le dirigía la palabra parecía haber nacido el día anterior, el pobre no recordaba nada, no conocía su nombre, ni a su padre ni a su madre, ni lo que le habían hecho los zhuanzhuan, ni tampoco sabía dónde había nacido. Callaba ante cualquier pregunta, sólo respondía «sí», «no», y tenía siempre la mano sobre una gorra fuertemente encasquetada en su cabeza. Por fea que sea la costumbre, la gente se burla de los mutilados. Al decir estas palabras, se burlaban de que hubiera unos mankurtque llevaran una piel de camello enraizada en su cabeza. Para un mankurt, el peor castigo es que se le asuste diciendo: «Venga, vamos a despegarte la cabeza». Se revolverá como un caballo salvaje, pero no dejará que le toquen la cabeza. No se quitan esas gorras ni de día ni de noche, duermen con ellas puestas... Y sin embargo, continuaron los visitantes, sería tan tonto como se quiera, pero el mankurtcumplió su cometido, vigiló muy despierto hasta que los de la caravana se alejaron del lugar donde vagaba su rebaño de camellos. Y un arriero decidió burlarse de él como despedida:

–Tenemos un largo camino por delante. ¿A quién quieres que transmitamos tu saludo, a qué beldad, en qué país? Dínoslo, no lo ocultes. ¿Me oyes? ¿No quieres que le entreguemos un pañuelo de tu parte?

El mankurtestuvo largo rato silencioso mirando al arriero, y luego dijo:

–Cada día miro la Luna y ella me mira a mí. Pero no nos oímos uno a otro... Allí habrá alguien...

En la tienda, la mujer que servía el té a los mercaderes, estaba oyendo la conversación. Era Naiman-Ana. Con este nombre figura en la leyenda de Sary-Ozeki.

Naiman-Ana no dio nada a entender ante los forasteros. Nadie observó cuán raramente la impresionaba esta noticia, cómo cambiaba su cara. Quería interrogar de forma más detallada a los mercaderes sobre el joven mankurt, pero eso la asustaba: saber más de lo que habían dicho. Y supo callarse, ahogar en su seno la inquietud naciente como un chillón pájaro herido... Entretanto, la conversación giraba ya sobre otro tema, a nadie le importaba el desgraciado mankurt, había muchos casos como ése en la vida, pero Naiman-Ana procuró dominar el terror que sentía, eliminar el temblor de sus manos como si efectivamente ahogara al pájaro chillón y se limitó a bajarse más sobre el rostro el negro pañuelo fúnebre que desde hacía tiempo era habitual en su encanecida cabeza.

La caravana de mercaderes no tardó en seguir su camino. Aquella noche de insomnio, Naiman-Ana comprendió que no tendría reposo hasta que no encontrara en Sary-Ozeki al pastor mankurty no se convenciera de que no era su hijo. Este doloroso y terrible pensamiento animó de nuevo su corazón maternal, calmado desde hacía tiempo con el vago presentimiento de que su hijo había caído en el campo de batalla... Y habría sido mejor, naturalmente, enterrarle por segunda vez antes que sufrir, que experimentar un inextinguible terror, un inextinguible dolor, una inextinguible duda.

Su hijo había caído en alguno de los combates contra los zhuanzhuan por la parte de Sary-Ozeki. Su marido había perecido un año antes. Fue un hombre conocido y célebre entre los naimanos. Luego, el hijo marchó a su primera campaña, a vengar a su padre. No era costumbre dejar a los muertos en el campo de batalla. Los parientes tenían la obligación de traer el cuerpo. Pero esa vez resultó imposible. En aquella gran batalla, al entrar en contacto directo con el enemigo, muchos habían visto que el joven, su hijo, caía sobre la crin del caballo, y que éste, ardiente y asustado por el rumor del combate, se lo llevaba lejos. El joven cayó de la silla, y con un pie enganchado en el estribo colgó muerto del caballo, mientras el animal, aún más enloquecido, arrastraba al galope por la estepa su cuerpo sin vida. Como hecho adrede, el caballo dirigió su carrera hacia el campo del enemigo. A pesar del encarnizado y sangriento combate, en el que todos tenían que estar en su puesto, dos compañeros de tribu se lanzaron tras él para detener a tiempo al desmandado caballo y recuperar el cuerpo del difunto. Sin embargo, había una patrulla de zhuanzhuan parapetada en un barranco, y de ella salieron algunos jinetes de curvo látigo que se lanzaron gritando a cortarles el camino. Uno de los naimanos resultó muerto; el otro, gravemente herido, volvió grupas y a duras penas consiguió llegar al galope hasta los suyos, donde se derrumbó en el suelo. Este caso ayudó a los naimanos a descubrir a tiempo a la patrulla de zhuanzhuan que se disponía a descargar en el momento decisivo un golpe en su flanco.

Apresuradamente, los naimanos retrocedieron para reagruparse y lanzarse de nuevo al combate. Y naturalmente, a nadie le importó ya qué había sido de su joven guerrero, del hijo de Naiman-Ana... El naimano herido, el que consiguió galopar hasta los suyos, contó después que, cuando se precipitaron en su persecución, el caballo que arrastraba al hijo de Naiman-Ana había desaparecido rápidamente de su vista en dirección desconocida...

Durante unos cuantos días, los naimanos salieron en busca del cuerpo. Pero no pudieron encontrar ni al muerto, ni a su caballo, ni las armas, ni rastro alguno. A nadie le quedaba ninguna duda de que había muerto. Incluso de haber estado herido, habría muerto de sed o desangrado. Pasaron su pena, lloraron al difunto diciendo que su joven pariente había quedado insepulto en los desiertos de Sary-Ozeki. Era una vergüenza para todos. Las mujeres, que lloraban a voz en grito dentro de la tienda de Naiman-Ana, se lo echaban en cara a sus maridos y hermanos en su cantinela:

—Le han picoteado las aves carroñeras, le han arrastrado los chacales. Después de esto, ¡cómo os atrevéis a llevar gorras de hombre sobre la cabeza!