Y para Naiman-Ana siguieron unos días vacíos en una tierra vacía. Comprendía que en la guerra muere gente, pero la idea de que su hijo había sido abandonado en el campo de batalla, que su cuerpo no había sido entregado .a la tierra, no le daba paz ni descanso. Sufría la madre con estos amargos e inagotables pensamientos. Y no tenía a quién contárselo para mitigar su pena, no tenía a quién dirigirse, como no fuera al propio Dios...
Para prohibirse a sí misma estos pensamientos, tenía que convencerse por sus propios ojos de que su hijo había muerto. ¿Quién podría discutir en este caso la voluntad del destino? Lo que más la turbaba era que el caballo de su hijo hubiera desaparecido sin dejar rastro. El caballo no estaba herido, había huido asustado. Como todo caballo de manada, tarde o temprano tenía que regresar al lugar de origen arrastrando del estribo el cadáver del jinete. Y entonces, por horrible que hubiera sido, habría chillado, llorado y aullado hasta la saciedad sobre aquellos despojos, arañándose la cara con las uñas, y hubiera dicho todo cuanto a ella le sucedía para que Dios se sintiera mal en el cielo, si es que sabía comprender las alegorías. Pero, en cambio, no habría quedado en su alma ninguna duda y se hubiese preparado para la muerte con la mente fría, esperándola en cualquier momento, sin agarrarse a la vida, sin procurar, ni aun mentalmente, prolongarla. Pero el cuerpo de su hijo no había sido encontrado y el caballo no había regresado. Las dudas atormentaban a la madre, pero sus compañeros de tribu empezaron gradualmente a olvidarse de ello, ya que todas las pérdidas se calman con el tiempo y pasan al olvido... Y sólo ella, la madre, no podía tranquilizarse y olvidar. Sus pensamientos revoloteaban siempre alrededor de un mismo círculo. Qué le había pasado al caballo, dónde habían quedado los arreos, las armas; por todo eso, aunque de manera indirecta, se podría saber qué había sido de su hijo. Porque también hubiese podido suceder que al caballo lo hubieran capturado los zhuanzhuan en algún lugar de Sary-Ozeki cuando el animal una vez agotadas sus fuerzas se hubiera dejado coger. Un caballo más, con unos buenos arreos, también es un botín. ¿Cómo habrían procedido entonces con su hijo? ¿Le habrían enterrado o arrojado a las fieras de la estepa? ¿Y si hubiese estado con vida, si por algún milagro aún vivía? ¿Le habrían rematado, acabando con ello sus sufrimientos, o le habrían dejado perecer a campo abierto, o bien...? ¿Y si...?
Las dudas no tenían fin. Y cuando los mercaderes hablaron durante el té del joven mankurtque habían encontrado en SaryOzeki, no sospecharon que con ello arrojaban una chispa en el alma doliente de Naiman-Ana. Su corazón sintió el frío de un inquieto presentimiento. Y el pensamiento de que se podía tratar de su hijo perdido, cada vez dominaba más, con mayor insistencia y con mayor fuerza, su mente y su corazón. La madre comprendió que no se tranquilizaría hasta encontrar y ver a aquel mankurty convencerse de que no era su hijo.
Por aquellas semiesteparias estribaciones, por aquellos campamentos estivales de los naimanos, discurrían pequeños arroyuelos pedregosos. Toda la noche prestó oído Naiman-Ana al murmullo de la corriente de agua. ¿De qué le hablaba el agua, tan poco en armonía con la turbación de su alma? Deseaba tranquilidad. Cansarse de oír, saciarse con los sonidos de la corriente líquida, antes de lanzarse al sordo silencio de SaryOzeki. La madre sabía lo peligroso que era dirigirse sola a Sary-Ozeki, pero no deseaba confiar a nadie su proyecto. Nadie lo hubiera comprendido. Incluso los más allegados no habrían aprobado sus intenciones. ¿Cómo podía lanzarse a la búsqueda de un hijo que había muerto hacía largo tiempo? Y si por azar estuviera vivo, lo habrían convertido en mankurt, por lo que aún era más absurdo buscarle, romperse el corazón inútilmente, pues el mankurt, a excepción de su envoltura externa, no es más que un muñeco disecado del hombre que fue...
La noche anterior a la partida, Naiman-Ana salió varias veces de la tienda. Estuvo largo rato mirando, escuchando, procurando concentrarse, ordenar sus pensamientos. La luna de medianoche estaba muy alta sobre su cabeza, en un cielo sin nubes, derramando sobre la tierra una luz uniforme, lechosa y pálida. La multitud de tiendas blancas, desparramadas por distintos lugares de las estribaciones montañosas, parecían una bandada de grandes pájaros que pernoctaran allí, a orillas de los ruidosos riachuelos. Junto al pueblo, donde se ubicaban los cercados para las ovejas, y más allá, en los barrancos donde pastaban las manadas de caballos, se oía el ladrido de los perros y las vagas voces de las personas. Pero lo que más emocionó a Naiman-Ana fue la llamada de las muchachas, que cantaban junto a un cercado en el extremo más próximo del pueblo. En otro tiempo ella también había cantado aquellas canciones nocturnas... Se habían detenido en aquellos lugares cada verano, desde su recuerdo, desde que la llevaran allí casadera. Toda su vida había discurrido en aquellos lugares: tanto cuando la familia era numerosa, cuando levantaban cuatro tiendas a la vez –una, la cocina; otra la sala; dos los dormitorios– como más tarde, después de la invasión de los zhuanzhuan, cuando se quedó sola...
Ahora, también ella abandonaba su solitaria tienda... Por la tarde ya se había preparado para el camino. Se había provisto de comida y de agua. Agua, había tomado mucha. La llevaba en dos pellejos para el caso de que no consiguiera encontrar en seguida los pozos en el terreno de Sary-Ozeki... Ya desde la tarde esperaba, atada a una estaca cerca de la tienda, la camella Akmai. Era su esperanza y su compañera de viaje. ¿Habría osado adentrarse en las profundidades de Sary-Ozeki sin disponer de la fuerza y la rapidez de Akmai? Aquel año, la camella era estéril, descansaba después de dos partos y se encontraba en perfecta forma como cabalgadura. Flaca, con fuertes y largas patas, con flexibles plantas aún no aplastadas por excesivos pesos ni por la vejez, con un sólido par de gibas y una hermosa y seca cabeza bellamente colocada sobre el musculoso cuello, con sus suaves ollares, móviles como alas de mariposa, que agarraban con afán el aire durante la marcha, la blanca camella Akmaitenía un precio muy alto, el de todo un rebaño. Por aquel rápido animal en la flor de la edad daban diez cabezas de ganado joven, para obtener descendencia. Era el último tesoro, una hembra de oro en manos de Naiman-Ana, el último recuerdo de su anterior riqueza. Lo demás se había perdido como el polvo que coge la mano. Las deudas, las celebraciones –los cuarenta días y el aniversario–, los funerales por los difuntos... Por su hijo, cuya búsqueda preparaba movida por un presentimiento, por su insoportable tristeza y dolor, también se habían organizado hacía poco los últimos oficios por el descanso de su alma, con gran afluencia de gente, todos los naimanos de los distritos próximos.
Al amanecer, Naiman-Ana salió de la tienda dispuesta a emprender el camino. Una vez fuera, se detuvo, atravesó el umbral, se apoyó contra la puerta, inmersa en meditaciones, y abarcó con la mirada al pueblo dormido antes de abandonarlo. De figura armoniosa que aún conservaba su pasada belleza, Naiman-Ana iba ceñida como correspondía a un largo camino. Llevaba botas, pantalones bombachos, blusa sin mangas encima del vestido y una capa que colgaba libremente de sus hombros. Su cabeza estaba cubierta por un pañuelo blanco cuyos extremos había atado sobre la nuca. Así lo había decidido en sus reflexiones nocturnas: si esperaba ver vivo a su hijo, para qué llevar luto. Y si su esperanza no se realizaba, ya tendría tiempo de envolver su cabeza con el eterno pañuelo negro. La mañana crepuscular disimulaba en aquella hora su cabello encanecido y el sello de profunda amargura sobre el rostro de la madre, las arrugas que surcaban profundamente su triste faz. En aquel momento, sus ojos estaban húmedos, y Naiman-Ana suspiró pesadamente. Pensaba, intentaba adivinar lo que tendría que soportar. Pero luego cobró ánimo. « Ashbadan la il-la jill Allah» («No hay otro Dios más que Dios»), murmuró la primera frase de la oración y luego se dirigió con decisión a la camella e hizo que se sentara sobre las patas dobladas. Rebelde como de costumbre por guardar las formas, Akmaichilló suavemente y se agachó pausadamente hasta tocar el suelo con el pecho. Después de arrojar rápidamente las alforjas en la silla, Naiman-Ana montó sobre ella, la incitó y ésta se puso de pie estirando las patas y elevando de pronto a su dueña por encima de la tierra. Ahora, Akmaicomprendía que tenía un camino que recorrer...