Y al instante lo comprendió todo y se echó a llorar dando patadas en el suelo, torciendo de amargura y horror sus labios, que temblaban convulsivamente, intentando contenerse pero sin fuerzas para dominarse. Para sostenerse sobre sus piernas, se agarró fuertemente del hombro de su indiferente hijo y no cesó de llorar, ensordecida por la pena que había colgado mucho tiempo sobre ella y que ahora se había desplomado estrujándola y arrastrándola. Y llorando, mirando a través de las lágrimas, entre las pegajosas hebras de sus canosos cabellos húmedos, entre sus temblorosos dedos, con los que se embadurnaba la cara con polvo del camino, los conocidos rasgos de su hijo, intentando continuamente captar su mirada, esperando aún, manteniendo la esperanza de que la reconocería, pues en realidad era muy fáciclass="underline" ¡reconocer a su propia madre!
Pero su aparición no produjo en él ningún efecto, como si ella estuviera allí siempre y cada día le visitara en la estepa. Ni siquiera le preguntó quién era y por qué lloraba. En un determinado momento, el pastor se quitó del hombro la mano de su madre y siguió adelante, arrastrando a su inseparable camello, con los fardos, al otro extremo de la manada para cerciorarse de que los jóvenes animales no se alejaban demasiado en sus juegos.
Naiman-Ana se quedó allí, se puso en cuclillas sollozando, apretándose la cara con las manos, y estuvo así sin levantar la cabeza. Luego, hizo acopio de valor, se acercó a su hijo procurando conservar la tranquilidad. El hijo mankurt, como si nada ocurriera, la miraba indiferente y distraído por debajo de su bien encasquetada gorra. Algo parecido a una débil sonrisa se deslizó por su enflaquecida cara, curtida por el viento hasta la negrura, áspera. Pero sus ojos expresaban una soñolienta falta de interés por cualquier cosa de este mundo y continuaban indiferentes como antes.
–Siéntate y hablaremos –dijo Naiman-Ana con un profundo suspiro.
Se sentaron en el suelo.
–¿Me conoces? –preguntó la madre.
El mankurtmovió negativamente la cabeza.
–¿Cómo te llamas?
Mankurt–respondió él.
Ahora te llaman así. ¿Y no recuerdas tu nombre anterior? Anda, recuerda tu verdadero nombre.
El mankurtguardó silencio. La madre vio que intentaba recordar, que grandes gotas de sudor aparecían sobre el puente de la nariz a causa de la tensión y que sus ojos se envolvían en temblorosa niebla. Pero ante él debió, levantarse un muro infranqueable que no podía superar.
–¿Cómo se llamaba tu padre? ¿Quién eres? ¿Dónde naciste? ¿Sabes por lo menos en qué lugar naciste?
No, no recordaba nada, no sabía nada.
–¡Lo que hicieron contigo! –murmuró la madre, y de nuevo sus labios comenzaron a bailotear contra su voluntad.
Ahogándose de ira, dolor y agravio, Naiman-Ana se puso de nuevo a sollozar intentando vanamente calmarse. El dolor de una madre no emocionó en absoluto al mankurt.
–Se puede arrebatar la tierra, se puede arrebatar la riqueza, se puede quitar la vida –dijo en voz alta–, pero ¿de quién es la idea de atentar contra la memoria de un hombre? ¡Oh, Señor!, si existes, ¿cómo infundiste tal idea a los hombres? ¿No hay ya, sin eso, bastante maldad sobre la tierra?
Y entonces, mirando al hijo mankurt, pronunció su célebre retahíla aflictiva sobre el sol, Dios y ella misma, que recita aún hoy día la gente que conoce la historia cuando se habla de SaryOzeki...
Y entonces empezó su llanto, que aún hoy día recuerda la gente:
Men botasi olguen boz maia, Tulibin kelip iskeguen... [14]
Y se le escaparon del alma sus llantos, largos y desconsolados gemidos en medio de los desiertos silenciosos e ilimitados de Sary-Ozeki...
Pero nada conmovía a su hijo el mankurt.
Y entonces, Naiman-Ana decidió darle a conocer quién era, pero no con preguntas sino inculcándoselo.
–Tu nombre es Zholamán. ¿Me oyes? Tú eres Zholamán. Tu padre se llamaba Donenbái. ¿No te acuerdas de tu padre? Ya sabes, te enseñó desde niño a disparar con el arco. Y yo soy tu madre. Tú eres mi hijo. Eres de la tribu de los naimanos, ¿entiendes? Eres un naimano...
Él escuchaba cuanto ella le decía con una total falta de interés, como si no se hablara de nada. De la misma manera que habría escuchado el canto del grillo en la hierba.
Y entonces, Naiman-Ana preguntó a su hijo mankurt:
¿Y qué había antes de que llegaras aquí?
No había nada –dijo él.
¿Existía la noche o existía el día?
–No había nada –dijo él.
¿Con quién te gustaría charlar?
–Con la Luna. Pero no nos oímos uno a otro. Allí hay alguien.
–¿Y qué más te gustaría?
–Llevar una trenza en la cabeza, como mi amo.
–Deja que vea lo que hicieron con tu cabeza –alargó la mano Naiman-Ana.
El mankurtse apartó bruscamente, retrocedió, se llevó las manos a la gorra y ya no volvió a mirar a la madre. Ella comprendió que no convenía recordarle nunca su cabeza.
En aquel momento apareció en la lejanía un hombre montado en un camello. Se dirigía hacia ellos.
–¿Quién es? –preguntó Naiman-Ana.
Me trae la comida –respondió su hijo.
Naiman-Ana se alarmó. Tenía que esconderse cuanto antes para que el zhuanzhuan, que tan súbitamente había aparecido, no la viera. Hizo sentar a su camello en el suelo y se encaramó a la silla.
–No digas nada. Volveré pronto –dijo Naiman-Ana. El hijo no respondió. Le daba lo mismo.
Naiman-Ana comprendió que había cometido un error al alejarse sobre el camello entre la manada que pastaba. Pero ya era tarde. El zhuanzhuan, que cabalgaba hacia la manada, podía verla cabalgando sobre el camello blanco. Tenía que haberse ido a pie, escondida entre los animales que pastaban.
Una vez a considerable distancia del pastizal, Naiman-Ana penetró en un profundo barranco con los bordes poblados de ajenjo. Allí desmontó y colocó a Akmaien el fondo de la depresión. Y desde aquel lugar empezó a observar. Sí, así había sido. La había visto. Poco después arreando su camello al trote, apareció el zhuanzhuan. Iba armado de lanza y flechas. El zhuanzhuan estaba intrigado, claramente indeciso, echaba miradas a su alrededor: ¿dónde se habría metido el jinete del camello blanco que había divisado desde lejos? No sabía a ciencia cierta en qué dirección había partido. Corrió hacia un lado, luego hacia otro. Y la última vez pasó muy cerca del barranco. Menos mal que Naiman-Ana había tenido la precaución de atar el morro de Akmai con un pañuelo. No fuera que la camella levantara la voz. Oculta tras el ajenjo del borde del barranco, Naiman-Ana contempló muy claramente al zhuanzhuan. Montaba un velludo camello y miraba por todos lados; su cara era abotargada, tensa; sobre la cabeza llevaba un sombrero negro, como una barca con los extremos doblados para arriba, mientras por detrás se bamboleaba y relucía una negra y seca trenza tejida en doble punta. El zhuanzhuan se levantaba sobre los estribos con la lanza preparada, miraba a su alrededor, volvía la cabeza de acá para allá y sus ojos relucían. Era uno de los enemigos que habían conquistado Sary-Ozeki enviando a no poca gente a la esclavitud y causando tantas desgracias a su familia. Pero ¿qué podía hacer ella, una mujer desarmada, contra un furioso guerrero zhuanzhuan? Y pensó qué clase de vida, qué acontecimientos habrían conducido a aquellos hombres a semejante crueldad y salvajismo: extirpar la memoria de un esclavo...