Después de correr de un lado para otro, el zhuanzhuan no tardó en alejarse en dirección a la manada.
Caía la tarde. El sol estaba bajo, pero el crepúsculo se mantenía aún por largo tiempo sobre la estepa. Luego, oscureció de pronto. Y empezó una noche cerrada.
Naiman-Ana pasó aquella noche en completa soledad, en la estepa, no lejos de su desdichado mankurt. Tenía miedo de volver junto a él. El zhuanzhuan podía haberse quedado a pasar la noche con la manada.
Y tomó la resolución de no dejar a su hijo en la esclavitud, de intentar llevárselo consigo. Aunque fuera mankurt, aunque no comprendiera nada, pero estaría mucho mejor en casa entre los suyos que haciendo de pastor para los zhuanzhuan en el desierto Sary-Ozeki. Así se lo decía su alma maternal. No podía aceptar lo que otras habían hecho. No podía dejar a su propia sangre en la esclavitud. A lo mejor, en su tierra natal recobraba el entendimiento, recordaba de pronto su infancia...
Por la mañana, Naiman-Ana volvió a montar sobre Akmai. Dando un rodeo por alejados caminos, estuvo largo rato caminando hasta alcanzar la manada, que durante la noche se había trasladado bastante lejos. Al descubrirla, estuvo contemplándola mucho tiempo para ver si había algún zhuanzhuan. Convencida de que no había nadie, llamó a su hijo por su nombre:
–¡Zholamán! ¡Zholamán! ¡Buenos días!
El hijo volvió la cabeza y la madre lanzó una exclamación de alegría, pero comprendió al instante que había respondido sólo al sonido de la voz.
De nuevo intentó Naiman-Ana despertar en su hijo la memoria perdida.
–¡Recuerda cómo te llamas, recuerda tu nombre! –le suplicaba procurando convencerle–. Tu padre es Donenbái. ¿Es posible que no lo sepas? Y tu nombre no es Mankurtsino Zholamán [15]. Te dimos este nombre porque naciste de camino durante uno de los grandes trayectos nómadas de los naimanos. Y cuando naciste, hicimos una parada de tres días. Hubo un festín que duró tres días.
Y aunque todo esto no producía en el hijo mankurt ninguna impresión, la madre continuaba su relato, esperando vanamente que algo despertara de pronto en su apagada conciencia. Pero estaba llamando a una puerta cerrada y atrancada. Y sin embargo, continuó repitiendo sus palabras:
–Recuerda, ¿cuál es tu nombre? ¡Tu padre fue Donenbái! Luego, le dio de comer, le dio agua de su propia provisión y empezó a cantarle canciones de cuna.
Las canciones le gustaban mucho. Le agradaba escucharlas, y algo vivo, una especie de ternura, aparecía en su cara petrificada, curtida hasta la negrura. Y entonces la madre trató de persuadirle para que abandonara aquel lugar, para que abandonara a los zhuanzhuan y se fuera con ella a su tierra natal. El mankurt no imaginaba cómo era posible levantarse y partir para alguna parte: ¿y qué pasaría con el ganado? No, el amo le había ordenado que estuviera continuamente junto a la manada. Así lo había dicho el amo. Y él nunca se separaría de la manada...
Y de nuevo por enésima vez intentó Naiman-Ana abrirse paso a través de la puerta atrancada de aquella memoria destruida, y no hacía más que repetir:
–Recuerda, ¿quién eres? ¿Cuál es tu nombre? ¡Tu padre fue Donenbái!
En su vano esfuerzo, no advirtió la madre que el tiempo pasaba, sólo cayó en la cuenta cuando en un extremo de la manada apareció de nuevo el zhuanzhuan montado en su camello. Esta vez estaba mucho más cerca y caminaba de prisa, cada vez a mayor velocidad. Naiman-Ana montó en Akmai sin perder un minuto. Y se alejó. Por el otro extremo apareció otro zhuanzhuan montado en un camello cortándole el paso. Entonces, Naiman-Ana apresuró a Akmai y pasó entre los dos. La blanca Akmai de rápidas patas se la llevó a tiempo y los zhuanzhuan la persiguieron chillando y blandiendo sus lanzas. No estaban a la altura de Akmai. Cada vez quedaban más atrás, trotando en sus velludos camellos, mientras que Akmai, tomando aliento, corría por Sary-Ozeki a una velocidad inalcanzable llevándose a Naiman-Ana de una persecución mortal.
Ella no sabía que al volver a la manada los zhuanzhuan habían apaleado al mankurt. Éste no comprendía por qué lo hacían, sólo respondía:
–Decía que era mi madre.
–¡Ella no es tu madre ni nada! ¡Tú no tienes madre! ¿Sabes para qué ha venido? ¿Lo sabes? ¡Quiere arrancarte el casquete y despegar tu cabeza! –asustaron al desdichado mankurt.
Ante estas palabras, el mankurtpalideció, y su negra cara se tornó gris, muy gris. Metió el cuello entre los hombros, se llevó las manos a la gorra y empezó a mirar a su alrededor como una fiera.
–¡No temas! ¡Anda, toma! –el mayor de los zhuanzhuan puso en sus manos un arco y unas flechas.
¡Anda, dispara! –el zhuanzhuan más joven echó su propio sombrero al aire. La flecha atravesó el sombrero–. ¡Fíjate! –se asombró–. ¡La mano todavía recuerda!
Cual pájaro asustado del nido, Naiman-Ana rondaba por los alrededores de Sary-Ozeki. No sabía qué hacer ni qué esperar. Los zhuanzhuan ahora se llevarían todo el rebaño a otra parte, y con él a su hijo mankurt, a un lugar inaccesible, cerca de su gran horda, o bien estarían al acecho para cazarla. Perdiéndose en suposiciones, avanzaba dando rodeos por lugares a cubierto, y al mirar se alegró mucho de ver que los dos zhuanzhuan abandonaban la manada. Partían los dos juntos, sin volver la cabeza. Naiman-Ana estuvo largo rato siguiéndolos con la vista, y cuando se perdieron en la lejanía decidió volver con su hijo.
Ahora quería llevárselo con ella costara lo que costase. Fuera ahora como fuese no era culpa suya que el destino hubiera tomado aquel giro, que sus enemigos se hubiesen mofado de él, pero la madre no le dejaría en la esclavitud. Y que los naimanos, al ver cómo los invasores mutilaban a los prisioneros, cómo los humillaban y los privaban de la razón, los odiaran más y tomaran las armas. No era cuestión de tierras, habría habido para todos. Sin embargo, la maldad de los zhuanzhuan era intolerable incluso como vecindad...
Con estos pensamientos volvía Naiman-Ana a su hijo y no dejaba de pensar en cómo convencerle, cómo persuadirle para que huyera aquella misma noche.
Caía ya el crepúsculo. Sobre el grandioso Sary-Ozeki se abatía, metiéndose invisible por barrancas y valles, un crepúsculo rojizo, una noche más de la infinita sucesión de noches pasadas y futuras. La blanca camella Akmaitrasladaba fácil y libremente a su dueña hacia la gran manada. Los rayos del sol poniente iluminaban claramente su figura entre las gibas del camello. Alarmada y preocupada, Naiman-Ana estaba pálida y seria. Las canas, las arrugas, los pensamientos reflejados en su frente y en sus ojos, eran, como el crepúsculo de Sary-Ozeki, un dolor difícil de alejar... Y llegó a la manada, pasó cabalgando entre los animales que pastaban, miró a su alrededor, pero su hijo no estaba. Su camello de montar, cargado, pastaba libremente arrastrando las riendas por el suelo... Pero él no estaba. ¿Qué le habría ocurrido?