Выбрать главу

Y entonces cayó súbitamente el aguacero. Estalló. Cayó agua por todas las sequías. La tierra tembló y se levantó en un instante en ampollas y charcos. Y la lluvia fue cayendo y cayendo, una lluvia furiosa, enloquecida, que había acumulado todas las reservas de frescor y de humedad, caso de ser verdad, de las nevadas cumbres del propio Himalaya... ¡Y qué Himalaya! ¡Qué potencia! Yediguéi corrió a su casa. Ni él mismo sabía por qué. Porque sí. En realidad, el hombre, cuando cae bajo la lluvia, siempre corre a casa o busca cualquier techo. Es la costumbre. De no ser así, ¿para qué ocultarse de semejante lluvia? Lo comprendió y se detuvo cuando vio que toda la familia Kuttybáyev –Abutalip, Zaripa y los dos niños, Daúl y Ermek– bailaban cogidos de la mano y saltaban bajo la lluvia junto a su barraca. Y esto impresionó a Yediguéi. No porque estuvieran saltarines y se alegraran de la lluvia. Sino porque antes de que empezara ésta, Abutalip y Zaripa se habían dado prisa caminando con amplio paso por el camino desde el trabajo. Entonces lo comprendió. Querían estar juntos bajo la lluvia, con los niños, toda la familia. Eso no le había pasado a Yediguéi por la cabeza. Y ellos, bañándose en los chorros del aguacero, bailaban y alborotaban como los patos migratorios en el mar de Aral. Para ellos era una fiesta, un respiradero del cielo. ¡Habían añorado tanto la lluvia en Sary-Ozeki, habían languidecido tanto por ella! Y a Yediguéi le pareció tan alegre como triste, tan gracioso como lastimoso, ver a aquellos marginados agarrándose a un minuto luminoso en el apartadero de Boranly-Buránny.

¡Yediguéi! ¡Venga con nosotros! –gritó Abutalip en medio de la lluvia, y agitó los brazos como un nadador.

¡Tío Yediguéi! –se precipitaron hacia él, muy alegres, los niños.

El más pequeño no tendría más de tres años, Ermek, el predilecto de Yediguéi, corrió hacia él abriendo los brazos, con la boca muy abierta, ahogándose con la lluvia. Sus ojos estaban llenos de indescriptible alegría, heroicidad y travesura.

Yediguéi le agarró y le hizo rodar entre sus brazos. Y no supo qué más hacer. No tenía ninguna intención de incluirse en aquel juego familiar. Pero entonces doblaron la esquina, corriendo con fuertes chillidos, las dos hijas de Yediguéi, Saule y Sharapat. Acudían al ruido de los Kuttybáyev. También eran felices. «¡Papá, vamos a correr!», exigían. Y eso decidió las vacilaciones de Yediguéi. Ahora, todos juntos, unidos, retozaban bajo un incesante aguacero.

Yediguéi no soltó al pequeño Ermek, temiendo que con la confusión se cayera en un charco y se ahogara. Abutalip se sentó sobre sus hombros a la pequeña de Yediguéi, a Sharapat. Y así corrieron, para regodeo de los niños. Ermek saltaba dentro de los brazos de Yediguéi, chillaba a voz en grito y, cuando se atragantaba, pegaba fuertemente su húmeda carita al cuello de Yediguéi.

Era tan conmovedor que éste captó más de una vez las miradas agradecidas y brillantes de Abutalip y de Zaripa puestas en su persona, satisfechos de que su hijo se sintiera tan a gusto con el tío Yediguéi. Pero éste y sus niñas también estaban muy alegres por el barullo que había armado la familia Kuttybáyev con motivo de la lluvia. Involuntariamente, Yediguéi advirtió lo hermosa que era Zaripa. El agua desparramaba sus negros cabellos por la cara, el cuello y los hombros, y manaba desde la coronilla hasta las plantas de los pies de forma que el agua chorreaba generosamente por el flexible y joven cuerpo de la mujer destacando su cuello, sus brazos, sus caderas y las pantorrillas de sus piernas desnudas. Y los ojos brillaban alegres y provocativos. Sus blancos dientes relucían felices.

En Sary-Ozeki, la lluvia no da pasto a los caballos. La nieve empapa gradualmente la tierra. Pero la lluvia, caiga como caiga, es como el mercurio en la palma de la mano, se desliza por la superficie hacia los barrancos y abismos. Se agita, hace ruido y desaparece.

Unos minutos después de este gran aguacero empezaron a correr torrentes y arroyos, fuertes, rápidos, espumosos. Entonces, los de Boranly corrieron y saltaron por los arroyos, echaron jofainas y cubetas al agua. Los niños mayores, Daúl y Saule, se pasearon por el arroyo dentro de las cubetas. Fue preciso poner también a los pequeños dentro de una cubeta, y así navegaron...

La lluvia continuaba cayendo. Entusiasmados con la navegación, se encontraron junto a las vías, bajo el terraplén, al principio del apartadero. En aquel momento atravesó Boranly-Buránny un tren de pasajeros. La gente se asomaba poco menos que hasta la cintura por las ventanillas abiertas de par en par y los miraba, miraba a los desdichados extravagantes del desierto. Les gritaban algo parecido a: «¡Eh, no os ahoguéis!», y se retorcían de risa, silbaban, se reían. Seguramente era muy extraño el aspecto que tenían. Y el tren siguió adelante, lavado por la lluvia, llevándose a una gente que al cabo de un día o dos seguramente contaría lo visto para divertir a otros.

Yediguéi no habría pensado nada de eso de no haberle parecido que Zaripa estaba llorando. Cuando por la cara manan chorros de agua como echados con un cubo resulta difícil decir si una persona llora o no. Y sin embargo, Zaripa lloraba. Fingía que se reía, que estaba locamente alegre, pero lloraba conteniendo los sollozos, interrumpiendo el llanto con risas y exclamaciones. Abutalip, inquieto, la cogió del brazo:

—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? Vámonos a casa.

—No, simplemente, tengo hipo —respondió Zaripa.

Y de nuevo empezaron a divertir a los niños, procurando saturarse apresuradamente de los dones de aquella lluvia providencial. Yediguéi se sintió intranquilo. Imaginó lo duro que debía ser reconocer que la otra vida les había rechazado, la vida en la que la lluvia no era un acontecimiento, en la que la gente se bañaba y nadaba en un agua limpia y transparente, en la que había otras condiciones, otras diversiones, otras preocupaciones relativas a los niños... Y para no turbar a Abutalip y a Zaripa que, naturalmente, sólo fingían aquella alegría por los niños, Yediguéi continuó dando apoyo a su diversión...

Se lo pasaron muy bien, se cansaron de jugar, tanto los niños como los mayores, y la lluvia continuaba cayendo. Y entonces corrieron a sus casas. Viendo cómo se alejaban, Yediguéi disfrutó contemplando cómo los Kuttybáyev corrían juntos, el padre, la madre, los niños. Todos mojados. Por lo menos hubo un día de felicidad en Sary-Ozeki.

Con su pequeña en brazos y la mayor de la mano, Yediguéi apareció en el umbral de su casa. Ukubala juntó asustada las manos al ver su aspecto:

–Pero ¿qué os ha ocurrido? ¿Sabéis qué aspecto tenéis?

–No te asustes, madre –tranquilizó Yediguéi a su mujer, y se echó a reír–. Cuando el atan se emborracha, juega con sus taila [16]'.

–Sí, sí, ya veo que lo parecéis –sonrió con reproche Ukubala–. Hala, desnudaos, no os quedéis ahí parados como gallinas mojadas.

Cesó la lluvia, pero aún fue cayendo por los límites de SaryOzeki hasta el amanecer, a juzgar por el sordo retumbar de los truenos que se oyeron a lo lejos durante la noche. Yediguéi se despertó varias veces por esa causa. En el mar de Aral solía dormir incluso cuando retumbaba la tempestad sobre su cabeza. Pero allí era otra cosa, allí las tempestades eran frecuentes. Al despertar, Yediguéi adivinaba, a través de los párpados cerrados, cómo se reflejaba en las ventanas el vibrante resplandor de lejanos y erosionados relámpagos que se encendían en distintos lugares de la estepa.