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Aquella noche, Burani Yediguéi soñó que estaba de nuevo en el frente, bajo el fuego. Pero los proyectiles caían silenciosamente. Las explosiones se levantaban en el aire sin hacer ruido y se quedaban como petrificadas en forma de negras salpicaduras que se derrumbaban lenta y pesadamente. Una de estas explosiones le levantó para arriba y estuvo mucho rato cayendo con el corazón paralizado por una horrible vaciedad. Luego, corría al ataque, pero no podía distinguir las caras, corrían los capotes solos, con las metralletas en la mano. Y cuando los capotes gritaron «hurra», surgió ante Yediguéi, en medio del camino, la figura sonriente de Zaripa. Fue asombroso. Con su vestidito de percal, con sus cabellos desparramados, chorreando agua por la cara, la joven se reía sin parar. Yediguéi no podía detenerse, recordaba que iba al ataque. «¿Por qué te ríes así, Zaripa? Es mala señal», dijo Yediguéi. «No me río, estoy llorando», respondió ella y continuó riéndose bajo la lluvia...

Al día siguiente quiso contarles este sueño a Abutalip y a ella. Pero cambió de parecer, no le pareció un buen sueño. Para qué inquietar aún más a las personas...

Después de aquella gran lluvia descendió el calor en SaryOzeki, o, como dijo Kazangap, terminaron las bazas del verano. Hubo aún días calurosos, pero soportables. Y a partir de entonces empezó el bienestar preotoñal de Sary-Ozeki. También los niños de Boranly se libraron del agotador sofoco. Se reanimaron, y volvieron a oírse sus voces. Y entonces comunicaron desde Kumbel que habían llegado a la estación melones y sandías de Kyzyl-Ordino. Y dijeron que quedaba a elección de los de Boranly que les enviaran su parte, o que fueran ellos mismos a recogerla. Esto lo aprovechó Yediguéi. Convenció al jefe del apartadero de que habían de ir ellos mismos, pues si se los enviaban, ya sabe: tomad, por Dios, lo que desechamos. Y éste aceptó. «Muy bien –dijo–, vaya con Kuttybáyev y elijan lo mejor.» Esto era lo que Yediguéi necesitaba. Quería sacar a Abutalip y a Zaripa de Boranly-Buránny aunque sólo fuera por un día. Sí, y tampoco a él le vendría mal orearse. Y se fueron a Kumbel a primera hora de la mañana, las dos familias con la chiquillería, en un tren de paso. Se endomingaron. Era magnífico. Los niños creían ir a un país de fábula. Todo el camino estuvieron entusiasmados, preguntando: «¿Crecen árboles allí?». «Claro que sí.» «¿Y la hierba es verde?» «Sí, también es verde. E incluso hay flores.» «¿Y hay casas grandes, y coches corriendo por las calles? ¿Y melones y sandías en cantidad? ¿Y hay helado allí? ¿Hay mar?»

El viento fustigaba el vagón de mercancías, entraba en forma de agradable y uniforme chorro por la entreabierta puerta, protegida por una plancha de madera por lo que pudiera ser, para que los niños no se cayeran, aunque al borde mismo del paso se habían sentado Yediguéi y Abutalip sobre unos cajones vacíos. Sostenían una variada conversación y además respondían a las preguntas de los niños. Burani Yediguéi estaba muy contento de que viajaran juntos, de que el tiempo fuera bueno, de que los niños estuvieran alegres, pero por lo que estaba más contento no era por los niños sino por Abutalip y por Zaripa. Sus caras se habían iluminado. Por corto tiempo, se habían liberado, habían roto las cadenas, si no de otra cosa por lo menos de su continua preocupación, de su abatimiento interno. Y a efecto de esta impresión, Yediguéi pensaba: «Quizá se le permita a Abutalip vivir en Sary-Ozeki a su manera y hasta donde sea capaz. ¡Dios lo quiera!».

Era agradable ver cómo Abutalip y Zaripa hablaban íntimamente de los diferentes asuntos cotidianos. Y eran felices. Así había de ser, la gente necesita tan poco... Yediguéi deseaba que los Kuttybáyev olvidaran todos los disgustos para que pudieran fortalecerse y adaptarse a la vida en Boranly, ya que no tenían otra elección. Era también muy halagador para Yediguéi que Abutalip estuviera sentado a su lado, hombro contra hombro, y supiera que podía confiar en él, que se comprendían muy bien uno a otro sin palabras superfluas, sin tocar, en el trajín de cada día, aquellos temas dolorosos sobre los que no convenía hablar de pasada. Yediguéi valoraba en Abutalip su inteligencia, su reserva y sobre todo su afecto por la familia, para la que vivía sin rendirse, sacando de ella sus fuerzas. Al escuchar sus manifestaciones, Yediguéi llegaba a la conclusión de que lo mejor que puede hacer un hombre para los demás es educar en familia a unos hijos dignos. Y no con la ayuda de otros, sino personalmente, día tras día, paso a paso, aplicando toda su persona a esta empresa, estando con los niños tanto como pueda, el rato más largo posible.

En cambio, eran muchas las escuelas donde había estudiado Sabitzhán desde la primera infancia: internados, institutos, diversos cursillos de formación. El pobre Kazangap daba cuanto ganaba para que su hijo pudiera estar en la ciudad, para que su Sabitzhán no viviera ni estuviera peor que los demás. ¿Y con qué resultado? Saber cosas sí sabía, pero un inútil es un inútil.

Y entonces, de camino a Kumbel en busca de sandías y melones, Yediguéi pensó que, si no había mejor salida, convendría instalar a Abutalip en Boranly-Buránny como es debido. Montar su propia economía, hacerse con un ganado y educar a los hijos en Sary-Ozeki como y hasta donde pudiera. Cierto que no se dispuso a darle ninguna lección, pero comprendió por la conversación que también Abutalip se inclinaba a ello, que tenía esas intenciones. Le interesaba saber cómo podía proveerse de patatas, dónde comprar botas de fieltro para su esposa y sus hijos en invierno. Preguntó también si en Kumbel había biblioteca y si prestaban libros al apartadero.

Por la tarde de aquel mismo día regresaron a casa en un tren de paso con los melones y las sandías que había destinado el DAO (Departamento de Aprovisionamiento Obrero) a los de Boranly. Los niños, como es natural, estaban muy cansados al caer la tarde, pero también muy contentos. Habían visto el mundo en Kumbel, habían comprado juguetes, habían comido helado y muchas otras cosas. Sí, ocurrió también un pequeño suceso en la barbería de la estación. Habían decidido cortar el cabello a los niños. Y cuando llegó el turno a Ermek, el crío empezó a chillar y a llorar de tal manera que no había forma de convencerle. Todos se esforzaron, pero él tenía miedo, escapaba, chillaba, llamaba a su padre. Abutalip había ido a la tienda de al lado. Zaripa no sabía qué hacer, enrojecía y palidecía de vergüenza. Y no cesaba de justificarse, diciendo que no le habían cortado el cabello al niño desde que naciera, que les daba pena cortárselo por ser tan hermoso y rizado. Y en efecto, Ermek tenía un cabello magnífico, espeso y rizado, había salido a su madre y en general se parecía a Zaripa: cuando le lavaran la cabeza y le peinaran los rizos sería un regalo para los ojos.

Llegados a esta situación, Ukubala consintió en recortar el cabello de Saule, como diciendo: «Mira, es una niña y no tiene miedo». Esto pareció causar algún efecto, pero apenas el peluquero tomó la maquinilla, se repitieron otra vez gritos y llantos. Ermek escapó de sus manos en el preciso momento en que aparecía Abutalip en la puerta. Ermek se precipitó hacia su padre. Éste lo levantó y lo estrechó fuertemente contra su pecho, y comprendió que no valía la pena atormentar al niño.

–Perdone usted –dijo al peluquero–. Ya lo haremos otro día. Haremos acopio de valor y entonces... De momento puede esperar, aún puede pasar. No hay prisa... Otro día...