En el curso de la sesión extraordinaria de las comisiones plenipotenciarias a bordo del portaviones Conventsia, y por acuerdo de las partes, se envió a la estación orbital Paritetotro comunicado cifrado con destino a los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1 que se encontraban en el planeta de la civilización extraterrestre: se les ordenaba categóricamente que no emprendieran acción alguna y que se quedaran donde estaban hasta que recibieran una indicación especial del Centrun.
La reunión tuvo lugar, como antes, a puerta cerrada. El portaviones Conventsiase encontraba, como siempre, en el mismo lugar del océano Pacífico, al sur de las Aleutianas en un punto rigurosamente equidistante por aire de San Francisco y de Vladivostok.
Como antes, nadie en el mundo sabía que había ocurrido un grandioso acontecimiento intergaláctico: en el sistema del astro Poseedor se había descubierto un planeta con una civilización extraterrestre cuyos seres racionales proponían establecer un contacto con los terrícolas.
En la sesión extraordinaria, ambas partes debatieron todos los pros y los contras de tan inusual e inesperado problema. En la mesa, ante cada miembro de las comisiones, había, entre otros materiales auxiliares, un dossier con el texto completo del mensaje enviado por los paritet-cosmonautas 1-2 y 2-1. Se estudiaba cada pensamiento, cada palabra de los documentos. Cualquier detalle que se aportara como prueba de la existencia de vida racional en el planeta Pecho Forestal se consideraba ante todo desde el punto de vista de las posibles consecuencias, de la compatibilidad o incompatibilidad con la experiencia terrena de civilización y con los intereses de los países dirigentes del planeta... Ninguno de ellos había tenido ocasión de tropezar jamás con este género de problemás y la cuestión requería una rápida solución...
En el océano Pacífico había, como antes, una tempestad de mediana fuerza...
Al ver que los miembros de la familia Kuttybáyev soportaban la época más terrible del tórrido calor estival de Sary-Ozeki y no hacían desesperados las maletas, no se movían de Boranly-Buránny para irse a otra parte, a donde fuera con tal de que estuviera muy lejos, los de Boranly comprendieron que aquella familia se quedaría allí, aguantaría. Abutalip Kuttybáyev se había animado mucho, o más exactamente, se había incorporado a la sirga de Boranly. Sí, naturalmente, se había acostumbrado, había asimilado las condiciones de vida en el apartadero. Como todos y cada uno de ellos, tenía derecho a decir que Boranly era el lugar más perdido del mundo, puesto que hasta el agua había que traerla en una cisterna, por ferrocarril, tanto para beber como para las demás necesidades, y el que quisiera beberla fresca, auténtica, tenía que ensillar el camello y dirigirse con unos odres a un pozo situado en el fin del mundo, cosa que fuera de Yediguéi y Kazangap nadie se atrevía a hacer.
Sí, así era en el cincuenta y dos, y así fue hasta los años sesenta, cuando se instaló en el apartadero una bomba de profundidad electroeólica. Sin embargo, por aquel entonces ni soñaban tal cosa. Y a pesar de ello, Abutalip nunca vituperó ni maldijo el apartadero de Boranly-Buránny, ni tampoco aquella tierra de Sary-Ozeki. Aceptaba lo malo como malo y lo bueno como bueno. A fin de cuentas, aquella tierra no era culpable de nada ante nadie. Es el hombre quien debe decidir si quiere vivir allí o no...
Y también en esa tierra la gente procuraba instalarse lo más cómodamente posible. Cuando los Kuttybáyev llegaron al definitivo convencimiento de que su lugar estaba allí, en BoranlyBuránny, y que no tenían ya otro sitio adonde ir, y que era necesario instalarse mejor, empezó a faltarles tiempo para los asuntos domésticos. Como es natural, había que trabajar cada día, o cada turno, pero en el tiempo libre las preocupaciones eran múltiples. Abutalip puso a contribución sus esfuerzos y sudores cuando emprendió la tarea de preparar la vivienda para el invierno: trasladar la estufa, ajustar la puerta, preparar y adaptar los marcos de las ventanas. No poseía una especial habilidad para estos trabajos, pero Yediguéi le ayudó con herramientas y materiales, no le dejó solo. Y cuando empezaron a excavar un sótano junto al pequeño cobertizo, tampoco Kazangap permaneció al margen. Entre los tres construyeron un pequeño sótano, lo cubrieron con viejas traviesas y paja, y echaron arcilla encima, de manera que la cubierta fuera lo más sólida posible, para que ningún animal se cayera impensadamente al sótano. Hicieran lo que hiciesen, los hijos de Abutalip rondaban y pasaban mil veces junto a ellos. Y aunque a veces estorbaban, así era más alegre y agradable. Yediguéi y Kazangap empezaron a pensar cómo podrían ayudar a Abutalip para que tuviera su propia hacienda, y ya habían tomado alguna resolución. Decidieron que en primavera le asignarían una camella lechera. Lo principal era que Abutalip aprendiera a ordeñarla. Téngase en cuenta que no se trataba de una vaca. A las camelias hay que ordeñarlas de pie. Hay que ir tras ellas por la estepa, y sobre todo, salvaguardar al pequeñín, dejarle coger el pezón a tiempo y quitárselo en su momento. Dan no pocos trabajos. También hay que conocer la materia...
Pero lo que más satisfacción causaba a Burani Yediguéi era que Abutalip no sólo se aplicaba en las tareas domésticas, no sólo se ocupaba continuamente de los niños de ambas familias –él y Zaripa les daban clase con los libros y les enseñaban dibujo–, sino que además, haciendo un esfuerzo, superando el obstáculo de ser Boranly un lugar tan apartado, estudiaba él mismo. En realidad, Abutalip Kuttybáyev era un hombre culto. Leer libros, efectuar sus anotaciones, era lo que le correspondía. Secretamente, Yediguéi se enorgullecía de tener semejante amigo. Por eso se había sentido atraído hacia él. Tampoco era casual la amistad que había surgido con Elizárov, el geólogo de Sary-Ozeki, que visitaba con frecuencia aquellos lugares. Yediguéi respetaba a los científicos, a la gente que sabía mucho. Abutalip también era muy culto. Pero, simplemente, procuraba pensar menos en voz alta. Sin embargo, un día tuvieron una conversación seria.
Volvían una tarde de su trabajo en las vías. Aquel día habían estado colocando unos paneles de protección contra la nieve en el kilómetro siete, donde siempre se acumulaban los montones de nieve. Aunque el otoño apenas empezaba a cobrar fuerza, había que prepararse a tiempo para el invierno. Así, pues, regresaban a casa. Caía una tarde hermosa y clara que predisponía a la conversación. En tardes como ésa, los alrededores de SaryOzeki, como el fondo del mar de Aral desde una barca en tiempo de calma, sólo se adivinaban fantasmagóricamente entre la neblina del crepúsculo.
–Oye, Abu, por las tardes, cuando paso junto a tu casa, siempre veo tu cabeza inclinada sobre el alféizar de la ventana. ¿Escribes algo o reparas alguna cosa junto a la lámpara? –preguntó Yediguéi.
–Es de lo más simple –respondió de buen grado Abutalip, trasladándose la pala de un hombro al otro–. No dispongo de mesa escritorio. Y así que mis pilluelos se meten en la cama, Zaripa se pone a leer y yo anoto algunas cosas que aún tengo en la memoria: la guerra y, sobre todo, mis años en Yugoslavia. Pasa el tiempo, el pasado se va alejando cada vez más –hizo una pausa–. Siempre estoy pensando qué podría hacer por mis hijos. Darles de comer, de beber, educarlos, esto ya se supone. Cuanto pueda, tanto como pueda. Yo he pasado y experimentado tantas cosas como quizá no las haya vivido otro en cien años, y todavía estoy vivo y respiro. Seguramente el destino no me ofrece esta posibilidad porque sí. Quizá es para que yo lo cuente, y en primer lugar a mis hijos. Tengo que rendirles cuentas de mi vida, dado que les he puesto en este mundo, así lo entiendo yo. Naturalmente, hay una verdad general para todo el mundo, pero hay también la interpretación de cada uno. Y ésta desaparece con nosotros. Cuando un hombre ha atravesado los círculos de la vida y de la muerte en una confrontación mundial de fuerzas, y pudieron matarle por lo menos un centenar de veces, pero ha sobrevivido, entonces hay muchas cosas que puede conocer: el bien, el mal, la verdad, la mentira...