–Espera, hay una cosa que no entiendo –le interrumpió asombrado Yediguéi–. Puede que tú digas grandes verdades, pero tus hijos son pequeños, unos mocosos aún, temen a la maquinilla del barbero, ¿qué van a comprender?
–Por eso lo escribo. Quiero conservarlo para ellos. Nadie puede saber por anticipado si voy a vivir o no. Hace un par de días, estaba tan ensimismado que, como un tonto, por poco caigo bajo un tren. Kazangap llegó a tiempo. Me sacó de un empujón. Pero me chilló después horriblemente: «Hoy tus hijos ya pueden ponerse de rodillas y darle gracias a Dios», dijo.
–Tenía razón. Ya te lo dije hace tiempo. Y se lo dije a Zaripa –se indignó a su vez Yediguéi, aprovechando la ocasión para manifestar una vez más sus temores–. ¿Por qué vas por los raíles como si la locomotora tuviera que apartarse y cederte el paso? Hay unas normas de seguridad. Eres un hombre instruido. ¿Cuántas veces te lo tendremos que decir? Ahora eres un ferroviario, pero andas como por el mercado. Vas a tener una desgracia, no bromees.
–Bueno, si tal cosa me sucede, la culpa será mía –aceptó sombríamente–. De todos modos, primero escúchame a mí, luego ya hablarás.
Yo te interrumpí porque venía a cuento. Continúa.
–En otros tiempos, la gente dejaba a los niños una herencia. Ésta era para bien o para mal, había de todo. Se han escrito muchos libros sobre este tema, muchos cuentos, y en el teatro se han representado muchas obras sobre aquellas épocas, sobre cómo se dividía una herencia y qué ocurría con los herederos. ¿Por qué? Pues porque la mayoría de las veces estas herencias tenían un mal origen, procedían de las penalidades y trabajos de otras personas, del engaño, y por eso llevaban consigo un pecado original, un mal, una injusticia. Y me consuelo pensando que nosotros, gracias a Dios, nos vemos libres de todo eso. Mi herencia no perjudicará a nadie. Es sólo mi espíritu, y mis anotaciones constituyen el compendio de todo cuanto comprendí y extraje de la guerra. No dispongo de mayor riqueza para mis hijos. Vine con esta idea a los desiertos de Sary-Ozeki. La vida me iba empujando continuamente para acá, para que me perdiera y desapareciera, pero yo anoto para ellos todo cuanto pienso y adivino, pues en ellos, en mis hijos, me perpetuaré algún día. Quizá ellos consigan lo que yo no logré... Pero tendrán una vida más difícil que nosotros. Así que, mejor que vayan adquiriendo inteligencia desde pequeños...
Durante un rato caminaron en silencio, ocupado cada cual con sus propios pensamientos. Para Yediguéi resultaba raro escuchar aquellos discursos. Le admiraba ver que, por lo visto, también se podía comprender de esta manera la esencia de la vida en la tierra. Sin embargo, decidió aclarar lo que le impresionaba:
–Todos piensan, y lo dicen por la radio, que nuestros hijos van a vivir mejor y más fácilmente, y a ti te parece que la vida va a ser más difícil para ellos de lo que lo es para nosotros. ¿Quizá por la amenaza de la bomba atómica?
–Claro que no, no sólo por eso. Puede que no haya guerra, y si la hay no será pronto. No se trata de eso. Lo que pasa es que se acelera la rueda del tiempo. Tendrán que resolverlo todo por sí mismos con su inteligencia, y responder por nosotros a posteriori. Y pensar siempre es duro. Por eso lo tendrán más difícil que nosotros.
Yediguéi no quiso precisar por qué consideraba Abutalip que pensar fuera duro. E hizo mal, después lo lamentó mucho al recordar esta conversación. Debió haberle interrogado, debió averiguar cuál era el sentido...
–Y te diré por qué lo digo –prosiguió Abutalip como si respondiera a las dudas de Yediguéi–. Para los niños, los mayores parecen siempre inteligentes, llenos de autoridad. Cuando crecen, ven que los maestros, es decir, nosotros, no sabían tanto como eso, no eran tan inteligentes como parecían. Incluso pueden burlarse de ellos, pues a veces sus envejecidos preceptores llegan a parecerles ridículos. La rueda del tiempo gira cada vez más de prisa. Y sin embargo, somos nosotros quienes debemos decir la última palabra sobre nosotros mismos. Nuestros antepasados intentaron hacerlo a través de las leyendas. Querían demostrar a sus descendientes lo grandes que ellos fueron. Y ahora los juzgamos por su espíritu. Ya ves, yo estoy haciendo lo que puedo por mis hijos pequeños. Mis años de guerra son mis leyendas. Escribo para ellos mis cuadernos de guerrillero. Todo lo que ocurrió, lo que vi y lo que sufrí. Les será útil cuando sean mayores. Pero además, tengo otras intenciones. Tendrán que crecer en Sary-Ozeki. Y también en este punto, cuando crezcan, no deben pensar que han vivido en un lugar vacío. He anotado nuestras viejas canciones, porque después, en verdad, no las encontrarían. Las canciones, a mi juicio, son mensajeras del pasado. Por lo visto tu Ukubaia sabe muchas de ellas y me ha prometido recordar otras más.
–¡Y cómo no! ¡Es hija del Aral! –se entusiasmó en seguida Yediguéi–. Los kazajos del Aral viven junto al mar. Y allí se canta muy bien. El mar lo comprende todo. Todo cuanto dices te sale del alma y está de acuerdo con el mar.
–Exacto, has dicho una gran verdad. Hace poco releí lo que llevo escrito, y Zaripa y yo por poco nos echamos a llorar. ¡Con qué hermosura cantaban antiguamente! Cada canción es toda una historia. Parece que ves a aquellos hombres. Y quisieras estar con ellos, alma con alma. Y sufrir y amar como ellos. Ya ves qué memoria han dejado de sí. También estoy intentando convencer a la Bukéi de Kazangap: «Recuerda», le digo, «tus canciones de Karakalpak, las anotaré en un cuaderno aparte. Y tendremos nuestro cuaderno de Karakalpak...».
Y así iban caminando sin prisas a lo largo de la línea del ferrocarril. Era una hora muy especial. Con alivio, como tras un prolongado suspiro, se pasmaba apaciguado el final del día en aquella época preotoñal. Puede que no hayan bosques, ni ríos, ni campos en Sary-Ozeki, pero el sol moribundo crea la impresión de una estepa llena de gracias bajo el imperceptible movimiento de la luz y de las sombras por la abierta faz de la tierra. El azul fluido y turbio del espíritu cautivador de los grandes espacios eleva el pensamiento, provoca el deseo de vivir largo tiempo y de pensar mucho...
–Oye, Yediguéi –habló de nuevo Abutalip recordando lo que acababa de exponer mentalmente, a la espera de volver sobre ello cuando fuera la ocasión–. Hay algo que hace tiempo quería preguntarte. El pájaro Donenbái. ¿Te parece que existe en la naturaleza un pájaro que se llame así, Donenbái? ¿Has tenido ocasión de encontrar a ese pájaro?
–Pero si se trata de una leyenda...
–Lo comprendo. Sin embargo, suele suceder que una leyenda se base en cosas antiguas que aún existen hoy en la vida. Por ejemplo, hay el pájaro Ivolga, que en nuestra tierra de Semirechie se pasa el día cantando en los jardines de la montaña y preguntando: «¿Quién es mi novio?». Hay simplemente un juego de palabras, una consonancia. Y hay una fábula que explica por qué canta de esta manera. Y yo pienso: ¿no habrá también una consonancia en esa historia? Quizá exista en la estepa un pájaro que cante algo parecido al nombre de Donenbái y por eso figure en la leyenda.