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–No, no lo sé. Aunque no lo creo –dudó Yediguéi–. Por otra parte, con lo mucho que viajo por estos lugares de arriba abajo, no he encontrado a semejante pájaro. Debe de ser porque no existe.

–Es posible –concedió meditabundo Abutalip.

–¿Y así, pues, si no existe ese pájaro significará que todo eso es falso? –se inquietó Yediguéi.

–No, ¿por qué? El caso es que existe el cementerio de AnaBeit y que pasó algo allí. Y además, pienso, no sé por qué, que ese pájaro debe de existir. Y alguien lo encontrará en alguna parte. Así se lo escribiré a los niños.

–Bueno, si es para los niños –dijo Yediguéi titubeante–, entonces nada...

Según recordaba Burani Yediguéi, sólo dos personas habían anotado en un papel la leyenda de Sary-Ozeki sobre NaimanAna. Abutalip la anotó para sus hijos, para cuando crecieran, y eso fue a finales del cincuenta y dos. El manuscrito se perdió. ¡Cuánta amargura .hubo que soportar después! ¡Para manuscritos estaban! Algunos años más tarde, en el cincuenta y siete, la anotó Afanasi Ivánovich Elizárov. Ahora, Elizárov ya no existe. Y el manuscrito, váyase a saber, seguramente debió de quedarse con sus papeles en Alma-Atá... Tanto uno como otro la anotaron de igual manera, de los labios de Kazangap. Yediguéi estaba presente, pero más en calidad de apuntador-recordador y de comentarista sui generis.

«¡Qué años aquéllos! ¡Cuánto hace ya que ocurrió eso, Dios mío!», pensaba Burani Yediguéi balanceándose entre las gibas de Karanar, cubierto con la manta. Llevaba al propio Kazangap al cementerio de Ana-Beit. El círculo parecía cerrarse. El narrador de la leyenda debía ocupar su última morada en aquel cementerio cuya historia guardaba y comunicaba a los demás.

«Ya sólo quedamos Ana-Beit y yo. Y a mí pronto me corresponderá también venir aquí. Ocupar mi puesto. Todo lleva este camino», pensaba tristemente Yediguéi en su andadura, siempre encabezando sobre su camello aquel extraño cortejo fúnebre, el tractor que le seguía por la estepa con su remolque, y la excavadora Bielorús que cerraba la marcha. El perro pardo Zholbars, que se había unido voluntariamente al entierro, se permitía marchar ora a la cabeza ora a la cola de la comitiva, ora también a uno de los lados o bien se ausentaba por poco tiempo... Mantenía la cola firme, como quien es el amo, y miraba diligente por los lados...

El sol ya se levantaba hasta el cenit, llegaba el mediodía. Ya no quedaba tanto hasta el cementerio de Ana-Beit...

CAPÍTULO VIII

Y pese a todo, el final del año cincuenta y dos, o más exactamente, todo el otoño y todo el invierno, que llegó con retraso, eso sí, pero sin tempestades de nieve, fueron seguramente los mejores días para el puñado de habitantes del apartadero de Boranly-Buránny. Después, a menudo sintió Yediguéi añoranza de aquellos días.

Kazangap, el patriarca de Boranly, muy diplomático además, pues nunca se mezcló en los asuntos ajenos, estaba entonces en la plenitud de sus fuerzas y gozaba de buena salud. Su Sabitzhán estudiaba ya en el internado de Kumbel. En aquella época, la familia de los Kuttybáyev se había asentado sólidamente en Sary-Ozeki. Habían preparado la barraca para el invierno, tenían su reserva de patatas, habían adquirido las botas de fieltro para Zaripa y los niños, y habían llevado de Kumbel todo un saco de harina. Lo llevó Yediguéi del DAO en las alforjas del joven Karanar, que en aquella época estaba en la flor de sus fuerzas. Abutalip trabajaba lo que le correspondía, y en su tiempo libre se ocupaba como antes de los niños; por las noches escribía con tesón, instalado junto a una lámpara en el antepecho de la ventana. Había además dos o tres familias de obreros de la estación, pero por lo visto se trataba de personas cuya estancia en el apartadero de Boranly-Buránny era provisional. El jefe del apartadero, Abílov, tampoco parecía mala persona. Ninguno en Boranly estaba enfermo. El servicio se llevaba a cabo. Los niños crecían. Todos los trabajos preinvernales de protección y reparación de las vías se habían ejecutado dentro del plazo previsto.

El tiempo era maravilloso para Sary-Ozeki. ¡Un otoño color castaño como una corteza de pan! Y luego llegó el invierno. La nieve cuajó de golpe. Y también era hermoso, todo tan blanco alrededor. Y en medio de aquel majestuoso silencio blanco se extendía como un hilo negro la línea del ferrocarril, y por ella, como siempre, pasaban unos trenes tras otros. Y a un lado de este movimiento, entre elevaciones nevadas, se cobijaba una pequeña aldea, el apartadero Boranly-Buránny. Unas cuantas casitas y todo lo demás... Los viajeros las contemplaban con mirada indiferente desde los vagones, o por un momento despertaba en ellos una compasión marginal por los solitarios habitantes del apartadero...

Pero esa compasión marginal era injustificada. Los de Boranly gozaban de un buen año, con la excepción del salvaje y tórrido calor del verano, pero eso ya había quedado atrás. En general, en todas partes, la vía crujía por acá y por allá, pero iba arreglándose después de la guerra. Para Año Nuevo se esperaba un nuevo abaratamiento en el precio de los comestibles y de los objetos manufacturados, y aunque las tiendas distaban de estar abarrotadas se mejoraba de año en año...

Normalmente, los de Boranly no concedían al Año Nuevo ningún sentido especial, no esperaban con estremecimiento la medianoche. En el apartadero, el servicio continuaba pese a todo, los trenes pasaban sin considerar ni por un instante dónde y en qué parte del camino les alcanzaría el nuevo año. Además, era invierno y el trabajo de la casa aumentaba. Había que cargar las estufas, que vigilar más al ganado, tanto en el pasto como en el cercado. El hombre quedaba rendido al final del día, y valía más descansar, acostarse antes.

Y así pasaban los años uno tras otro...

Pero la víspera del cincuenta y tres hubo en Boranly-Buránny una verdadera fiesta. Naturalmente, la fiesta fue idea de la familia Kuttybáyev. Ya al final, Yediguéi se sumó a los preparativos de año nuevo. Todo empezó cuando los Kuttybáyev decidieron montar un árbol para los niños. ¿Y de dónde sacar un abeto en Sary-Ozeki, donde es más fácil encontrar los huevos de un dinosaurio fósil? Efectivamente, Elizárov, vagando por senderos geológicos, había encontrado en Sary-Ozeki unos huevos de dinosaurio que tenían millones de años. Aquellos huevos se habían convertido en piedras y cada uno tenía el tamaño de una enorme sandía. Llevaron el hallazgo al museo de AlmaAtá. Se publicó en los periódicos.

Abutalip Kuttybáyev tuvo que ir bajo la helada a Kumbel y conseguir allí, en el comité local de la estación, que uno de los cinco abetos, sólo cinco para una estación tan grande, fuera de todos modos para Boranly-Buránny. Así empezó todo.

Yediguéi estaba precisamente junto al almacén recibiendo del jefe del apartadero unas manoplas nuevas para trabajar, cuando, frenando glacialmente, se detuvo en la vía principal un tren de mercancías cubierto de escarcha por el viento de la estepa. Un largo convoy compuesto de vagones precintados de cuatro ejes. De la plataforma descubierta del último vagón, saltó al suelo Abutalip moviendo con dificultad sus entumecidas piernas enfundadas en las heladas botas. El conductor del material, que acompañaba al tren, moviéndose torpemente en la plataforma con su enorme pelliza y gorra de pieles fuertemente encasquetada y atada, empezó a entregarle algo muy voluminoso. Un abeto, adivinó Yediguéi, y se sorprendió mucho.