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–¡Eh! ¡Yediguéi! ¡Burani! ¡Ven aquí y ayuda a este hombre! –le llamó el conductor sacando todo su corpachón desde el estribo del vagón.

Yediguéi se apresuró, y al acercarse se asustó por Abutalip. Blanco hasta las cejas, todo cubierto de polvo de nieve, Abutalip estaba tan helado que no podía mover los labios. No podía accionar los brazos. Y a su lado el abeto, aquel arbolillo punzante por el que Abutalip por poco se va al otro mundo.

–¿Cómo viaja así vuestra gente? –preguntó con voz ronca y descontenta el conductor–. A uno se le asalta el alma con este viento trasero. Quería darle mi pelliza, pero entonces me habría helado yo.

Así que pudo dominar sus labios, Abutalip se excusó: –Disculpadme, son cosas que pasan. En seguida me caliento, estoy aquí cerca.

–Yo ya se lo dije –refunfuñó el conductor dirigiéndose a Yediguéi–. Yo llevo la pelliza, y debajo un vestido acolchado, botas de fieltro, gorra, y a pesar de ello, mientras espero el cruce, los ojos se me suben a la frente. ¡Cómo es posible de esta manera!

Yediguéi se sintió violento:

–¡Está bien, ya lo tendremos en cuenta, Trofim! Gracias. En marcha y que tengas buen viaje.

Y levantó el abeto. Era frío, pequeño, de la altura de un hombre. Percibió en las agujas el olor invernal del bosque. El corazón se le encogió, recordó los bosques del frente. Allí había abetos como aquél para parar un tren. Los derribaban con los tanques, los destrozaban con los proyectiles. Y en realidad, no pensaban que algún día resultaría agradable respirar el olor del abeto.

–Vámonos –dijo Yediguéi y echó una mirada a Abutalip mientras se cargaba el abeto sobre el hombro.

En el grisáceo rostro de Abutalip, tenso por el frío, con lágrimas paralizadas en las mejillas, brillaban unos ojos vivos, alegres y triunfantes bajo las blancas cejas. Yediguéi, de pronto, sintió miedo: ¿valorarían los hijos la devoción de su padre por ellos? Porque en la vida se encuentra a cada paso precisamente lo contrario. En lugar de agradecimiento, indiferencia si no odio. «Líbrele Dios de semejante cosa. Ya le bastan las demás amarguras», pensó Yediguéi.

El primero en ver el abeto fue el mayor de los Kuttybáyev, Daúl. Empezó a chillar alegremente y se metió por la puerta de la barraca. De allí salieron sin sus abrigos Zaripa y Ermek.

–¡Un abeto! ¡Un abeto! ¡Mirad qué abeto! –se entusiasmó Daúl dando saltos impetuosos alrededor del árbol.

Zaripa no se alegró menos:

–¡Pese a todo, lo has conseguido! ¡Qué bien!

Ermek, según se ve, nunca había visto un abeto. Contemplaba, sin apartar la mirada, la carga de tío Yediguéi.

–¿Es un abeto eso, mamá? Es bonito, ¿verdad? ¿Vivirá en casa con nosotros?

–Zaripa –dijo Yediguéi–, por este palo, como dicen los rusos, podías haber recibido un marido congelado. Anda, que vaya a calentarse cuanto antes. Primero hay que sacarle las botas.

Éstas se habían congelado. Abutalip fruncía el ceño y apretaba los dientes cuando, todos a la vez, intentaron sacarle las botas. Los niños mostraban un tesón especial. Ahora por aquí, ahora por allá, agarraban con sus manecitas las pesadas botas de piel de vaca pétreamente pegadas a los pies por la helada.

–¡Niños, no molestéis, niños, dejadme hacer a mí! –los apartó su madre.

Pero Yediguéi consideró indispensable decirle a media voz:

–Déjalos, Zaripa. Déjalos que se esfuercen.

Comprendió en su interior que para Abutalip era la mejor recompensa: el amor, la colaboración de sus hijos. Eso quería decir que ya eran personas, que ya comprendían algunas cosas. Lo más divertido y conmovedor era contemplar al pequeño. Ermek llamaba a su padre, sin saber por qué, pápika. Y nadie le corregía por cuanto era personal su «modificación» de una de las más primitivas y eternas palabras en boca de los hombres.

–¡ pápika! ¡ pápika! –se afanaba preocupado, enrojecido por sus vanos esfuerzos.

Sus bucles andaban desparramados, sus ojos ardían en el deseo de llevar a cabo algo extremadamente imprescindible, y estaba tan serio que a uno le daban involuntarias ganas de soltar una carcajada.

Naturalmente, había que hacer de manera que los niños consiguieran su objetivo. Yediguéi encontró el medio. Para entonces, las botas empezaban a descongelarse, se podían ya sacar sin causar especial dolor a Abutalip.

–A ver, niños, sentaos tras de mí. Haremos como un tren: uno tirará del otro. Daúl, tú cógete a mí, y tú, Ermek, tira de Daúl.

Abutalip comprendió la intención de Yediguéi y movió la cabeza con aprobación, sonriendo entre lágrimas que brotaban al pasar del frío al calor. Yediguéi se sentó frente a Abutalip, tras él se engancharon los niños, y cuando estuvieron dispuestos, Yediguéi empezó a sacar las botas.

–¡A ver, niños, más fuerte, tirad todos a una! ¡Que yo solo no puedo! No tengo suficiente fuerza. ¡Venga, venga, Daúl, Ermek! ¡Más fuerte!

Los niños jadeaban detrás, se esforzaban en ayudar con todas sus fuerzas. Zaripa era la animadora. Yediguéi fingía adrede mucha dificultad, y cuando por fin sacaron la primera bota, los niños lanzaron un grito de triunfo. Zaripa se precipitó a frotar la planta del pie de su marido con un tejido de lana, pero Yediguéi los detuvo a todos.

–¡A ver, niños, a ver, mamá! Pero ¿qué es esto? ¿Y quién va a sacar la segunda bota? ¿O vamos a dejar así a papá, con un pie descalzo y el otro metido en una bota helada? ¿Estaría bien?

Y todos soltaron una carcajada sin saber por qué. Riéronse mucho, rodaron por el suelo. Especialmente los niños y el propio Abutalip.

Y quién sabe –pensó después Burani Yediguéi intentando descifrar aquel terrible enigma–, quién sabe, quizá precisamente en aquel momento, en algún lugar alejado de BoranlyBuránny el nombre de Abutalip Kuttybáyev salía de nuevo a la superficie de los papeles y la gente que recibía el papel decidía en base al mismo una cuestión en la que nadie pensaba en absoluto, ni en aquella familia ni en el apartadero.

La desgracia cayó de improviso. Aunque, naturalmente, si Yediguéi hubiera sido más ducho en semejantes cosas, quizá, aunque no lo hubiese adivinado, sí habría sentido que una vaga inquietud se le metía en el alma.

¿Y por qué habían de alarmarse? Siempre, a final de año, venía al apartadero el inspector de zona. Siguiendo un calendario, recorría apartadero tras apartadero, estación tras estación. Llegaba, permanecía un par de días, comprobaba cómo se pagaban los salarios, cómo se gastaban los materiales y todo lo demás, levantaba un acta de la inspección junto con el jefe del apartadero y alguno de los obreros, y se volvía en un tren de paso. ¡Con la de asuntos que podía haber en el apartadero! Yediguéi, a veces, también firmaba las actas de la inspección. Aquella vez, el inspector pasó tres días en Boranly-,Buránny. Dormía en la casita del servicio, el principal local del apartadero, donde estaban el centro de transmisiones y el cuchitril del jefe, que llevaba el nombre de despacho. El jefe del apartadero, Abílov, iba de cabeza, le llevaba el té en la tetera. También Yediguéi fue a echar una ojeada al inspector. El hombre estaba sentado fumando sobre los papeles. Yediguéi pensó que quizá sería alguno de los anteriores, pero no, era un desconocido. Un hombre de mejillas encarnadas, pocos dientes, con gafas, cabello cano, En sus ojos fulguraba una extraña sonrisa que se pegaba a los demás.