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Se encontraron al caer la tarde. Yediguéi volvía de su turno y vio que el inspector se paseaba frente a la casa del servicio, bajo un farol. Llevaba el cuello de astracán levantado, una gorra también de astracán, sus gafas, y fumaba lentamente haciendo crujir la arena bajo las suelas de sus botas.

–Buenas noches. ¿Qué, ha salido a fumar? ¿Cansado de trabajar? –le compadeció Yediguéi.

–Sí, naturalmente –respondió el otro con media sonrisa–. No es fácil –y volvió a exhibir su media sonrisa.

–Sí, claro, naturalmente –dijo por educación Yediguéi.

–Me marcho mañana por la mañana –comunicó el inspector–. Pasará el diecisiete y se detendrá. Y yo me iré. –De nuevo mostró su media sonrisa. Su voz era ahogada, atormentada incluso. Sus ojos entornados miraban a la cara–. ¿Usted será Yediguéi Zhangueldín? –se informó el inspector.

–Sí, el mismo.

–Ya me lo pensaba –el inspector exhaló con aplomo el humo por entre sus escasos dientes–. Antiguo soldado. En el apartadero desde el cuarenta y cuatro. Los ferroviarios le llaman Buránny.

–Sí, es verdad –respondió Yediguéi con sencillez.

Le resultaba agradable que aquel hombre supiera tanto sobre él, pero al mismo tiempo le sorprendía que el inspector hubiera averiguado todo aquello y lo recordara.

–Tengo muy buena memoria –prosiguió el inspector con media sonrisa, adivinando evidentemente en qué pensaba Yediguéi–. Yo también escribo, como vuestro Kuttybáyev –señaló con la cabeza la ventana iluminada, al tiempo que soltaba un chorro de humo. Sobre el alféizar, la cabeza de Abutalip se inclinaba como siempre sobre sus notas–. Hace tres días que le observo y no deja de escribir. Lo comprendo. Yo también escribo. Sólo que yo escribo versos. Casi cada mes me los publican en el ciclostilado del depósito. Allí tenemos un círculo literario. Yo lo dirijo. Y también los he publicado en el periódico del distrito: una vez el ocho de marzo, y este año el primero de mayo.

Hicieron una pausa. Yediguéi se disponía ya a despedirse y a marcharse, cuando el inspector habló de nuevo:

–¿Y escribe sobre Yugoslavia?

–Hablando con sinceridad, no lo sé con certeza –respondió Yediguéi–. Creo que sí. Tenga en cuenta que fue guerrillero allí durante muchos años. Lo escribe para sus hijos.

–Lo oí decir. He interrogado a Abílov. También estuvo prisionero, según parece. Y no sé si ejerció de maestro algunos años. Y ahora ha decidido manifestarse a través de la pluma –soltó una risita chirriante–. Pero esto no es tan sencillo como parece. Yo también pienso en alguna obra importante. El frente, la retaguardia, hay bastante trabajo. Y además, en nuestra profesión carecemos de tiempo. Siempre en misión oficial.

–Él, también, sólo puede escribir por las noches. De día trabaja –intercaló Yediguéi.

De nuevo hicieron una pausa. Y Yediguéi no pudo retirarse.

–Y qué manera de escribir, qué manera de escribir, no levanta la cabeza –dijo el inspector enseñando los dientes en su media sonrisa y fijando la mirada en la silueta de Abutalip en la ventana.

–Hay que ocuparse en algo –respondió Yediguéi a eso–. Es un hombre culto. No tiene a nadie ni nada a su alrededor. Por eso escribe.

–Ajá, no es mala idea. No tiene a nadie ni nada a su alrededor –murmuró el inspector entornando los ojos y meditando algo–. Y uno es libre y no tiene a su alrededor a nadie ni nada, no es mala idea... Uno es libre...

En eso se despidieron. En los días siguientes rondó por su cabeza que no debía olvidarse de contar a Abutalip la casual conversación con el inspector, pero nunca parecía presentarse la ocasión propicia, y luego lo olvidó definitivamente.

Había mucho trabajo cara al invierno. Y lo principal era que Karanarse había puesto en movimiento. ¡Aquello era un lío, un castigo para su amo! Hacía dos años que Karanarse había convertido en joven macho. Pero en aquel tiempo aún no había mostrado tan tumultuosamente sus pasiones, aún se lo podía convencer, asustar, someter con un grito severo. Además, el viejo semental de la manada de Boranly –un antiguo camello de Kazangap no lo dejaba aún emprender su intento. Lo golpeaba, lo mordía, lo apartaba de las hembras. Pero la estepa es muy amplia. Y el viejo semental lo estuvo persiguiendo todo el santo día hasta que se le agotaron las fuerzas. Entonces, el joven y ardiente macho Karanar, por las buenas o por las malas, consiguió su objetivo.

Pero con la llegada de la nueva estación, de los fríos invernales, cuando despierta de nuevo en la sangre de los camellos la eterna llamada de la naturaleza, Karanarfue ya el dueño de la manada de Boranly. Se había tornado poderoso, había alcanzado una fuerza demoledora. Acorraló por las buenas al viejo semental de Kazangap bajo el despeñadero, y en la desierta estepa lo golpeó, lo pateó y le mordió hasta dejarlo medio muerto, aprovechando que no había nadie para separarlos. Esta ley implacable de la naturaleza era consecuente: ahora le había llegado el turno a Karanarde dejar descendencia.

Sobre esta cuestión, sin embargo, Kazangap y Yediguéi se pelearon por primera vez en su vida. Kazangap no pudo contenerse al ver el lastimoso espectáculo del semental pateado bajo el despeñadero. Volvió sombrío de los pastos y le espetó a Yediguéi:

¿Por qué permites estas cosas? ¡Ellos son animales, pero tú y yo somos personas! Este gran desastre lo ha causado tu Karanar. ¡Y tú, tranquilamente, lo sueltas en la estepa!

Yo no lo he soltado, kazajo. Él se ha marchado. ¿Cómo quieres que lo retenga? ¿Con cadenas? Las rompe. Ya sabes que no es casual aquel antiguo dicho: «La fuerza no admite autoridad». Ha llegado su día.

Y tú tan contento. Mas espera, ya veremos lo que pasa. Le tienes lástima, no quieres agujerearle el morro para ponerle la shisha [17], pero ya lo lamentarás, ya tendrás que correr tras él. Una fiera así no se contenta con una manada. Irá en busca de pelea por todo Sary-Ozeki. Y no habrá nada que lo detenga. Entonces recordarás mis palabras...

Yediguéi no quiso enfurecer a Kazangap, le respetaba, y además, en general, tenía toda la razón.

–Tú mismo me lo regalaste cuando era una cría, y ahora te quejas –murmuró conciliador–. De acuerdo, lo pensaré, haré algo para encontrar el modo de controlarlo.

Pero tampoco le obedecía la mano para deformar a un ejemplar tan bello como Karanaragujereándole el morro y atravesándolo con una astilla de madera. Y efectivamente, cuántas veces recordó después las palabras de Kazangap, y cuántas veces, llevado al frenesí, juró que no tendría en cuenta nada, y sin embargo no tocó al camello. Durante un tiempo pensó en castrarlo, pero tampoco se atrevió, no supo vencerse a sí mismo. Y pasaban los años, y con la llegada de los fríos invernales comenzaba el suplicio, la búsqueda del rebelde en celo, del furioso Karanar...