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Todo empezó aquel invierno. Quedó grabado en su memoria. Y mientras sometía a Karanary preparaba un cercado para tenerlo sólidamente encerrado, llegó el Año Nuevo. Y los Kuttybáyev tuvieron la idea del abeto. Fue un gran acontecimiento para toda la chiquillería de Boranly. De hecho, Ukubala y sus hijas se trasladaron a la barraca de los Kuttybáyev. Todo el día estuvieron ocupados en los preparativos y en el adorno del abeto. Tanto al ir al trabajo como al volver, lo primero que hacía Yediguéi era entrar a echar un vistazo para ver cómo iba el abeto de los Kuttybáyev. Cada vez estaba más hermoso, más engalanado, florecía con sus cintas y sus diferentes juguetes de confección casera. Aquí hay que rendir homenaje a las mujeres: Zaripa y Ukubala se esforzaron por los niños, pusieron a contribución toda su maestría. Y se trataba quizá no tanto del abeto en sí como de las esperanzas para el nuevo año, que para todos se concretaban en una inconsciente espera de rápidos y felices cambios.

Abutalip no se contentó con eso, sacó a la chiquillería al patio y allí empezaron a levantar un enorme monigote de nieve. Al principio Yediguéi pensó que, simplemente, se estaba divirtiendo, pero luego quedó admirado de su empresa. El enorme monigote de nieve, casi de la altura de un hombre, un gracioso monstruo con los ojos y las cejas negros de carbón, con la nariz roja y la bocaza sonriente, con el raído gorro de piel de zorro de Kazangap en la cabeza, se levantaba frente al apartadero dando la bienvenida a los trenes. En una de sus manos, el monigote tenía el banderín verde del ferrocarril –vía libre–, y en la otra una placa de madera con la felicitación: «¡Feliz año 1953!». ¡Fue algo fantástico! Aquel monigote se mantuvo allí bastante tiempo, incluso después del 1 de enero...

El 31 de diciembre del año que se iba, los niños de Boranly jugaron alrededor del abeto y en el patio durante todo el día, hasta caer la tarde. También tenían allí su ocupación los mayores, los que se encontraban libres de servicio. Por la mañana, Abutalip contó a Yediguéi que a primera hora los niños se habían acercado a rastras hasta su cama, resoplando y armando jaleo mientras él se fingía profundamente dormido. «–¡Levántate, levántate, pápika! –importunaba Ermek–. Pronto llegará Papá Noel. Iremos a recibirle.

»–Muy bien –les he dicho–. Ahora nos levantaremos, nos lavaremos, nos vestiremos e iremos. Prometió que vendría.

»–¿En qué tren? –Eso lo preguntó el mayor.

»–En cualquiera –les dije–. Para Papá Noel se detiene cualquier tren incluso en nuestro apartadero.

»–¡Entonces, tenemos que levantarnos más de prisa!

»O sea que nos preparamos seria y solemnemente.

»–¿Y mamá? –preguntó Daúl–. Ella también querrá ver a Papá Noel, ¿verdad?

»–Naturalmente –les dije–, cómo no. Llamadla también.

»Nos reunimos todos y salimos juntos de casa. Los niños corrían por delante, hacia la caseta del guarda. Nosotros los seguíamos. Los niños corrieron de acá para allá, pero Papá Noel no estaba.

»–¿Dónde está, pápika?

»Los ojos de Ermek, ya sabes, plop-plop, se abrían y cerraban.

»–En seguida voy –les dije–, no tengáis prisa. Voy a preguntar al que está de guardia.

»Entré en la caseta. Allí, al caer la tarde, había escondido una nota de parte de Papá Noel y un saquito con los regalos. Cuando salí, acudieron.

»–¿Qué hay, pápika?

»–Pues veréis –les dije–, Papá Noel os ha dejado una nota, aquí la tenéis: "¡Queridos niños Daúl y Ermek! He llegado muy temprano a vuestro famoso apartadero de Boranly-Buránny, a las cinco de la mañana. Vosotros todavía dormíais, y hacía mucho frío. Y también yo soy muy frío, mi barba es de lana de hielo. Y el tren sólo se detuvo dos minutos. Pero tuve tiempo de escribir esta nota y dejaros los regalos. En el saquito hay, de mi parte, una manzana y dos nueces para cada niño del apartadero. No os enfadéis conmigo, tengo mucho trabajo que hacer. Voy a ver a otros niños. También me esperan. Pero el próximo Año Nuevo procuraré venir de manera que podamos vernos. De momento, adiós. Vuestro Papá Noel, Ayas-ata". Esperad, esperad, hay una posdata. Está escrita muy de prisa, cuesta de leer. Seguramente, ya partía el tren. Ah, ya lo leo: "Daúl, no pegues a tu perro. Una vez oí que lanzaba fuertes gemidos cuando le pegabas con tus chanclos. Pero luego ya no lo he oído más. Seguramente, ahora lo tratas mejor. Eso es todo. Vuestro, una vez más, Ayas-ata". Esperad, esperad, aquí hay aún otros garabatos. Ah, lo entiendo: "Vuestro monigote de nieve os ha salido muy bonito. Bravo. Lo he saludado estrechándole la mano".

»Y claro, se alegraron mucho. La nota de Papá Noel los convenció al instante. No se sintieron ofendidos. Sólo discutieron sobre quién llevaría el saquito con los regalos. Entonces, la madre razonó así:

»–Primero lo llevará Daúl diez pasos, porque es el mayor. Luego, tú lo llevarás otros diez pasos, Ermek, porque eres el menor...»

Yediguéi se rió con gusto:

–Pues mira que, de encontrarme en su lugar, yo también me lo habría creído.

En cambio, durante el día, tío Yediguéi fue el más popular entre la chiquillería. Organizó un paseo en trineo. Kazangap tenía un trineo muy antiguo. Engancharon el camello de Kazangap, que caminaba muy bien y era muy pacífico con su collera pectoral. A Karanar, naturalmente, era imposible encargarle semejantes menesteres. Lo engancharon y partió toda la pandilla. Aquello era ruido. Yediguéi hacía de cochero. Los niños se le pegaban, todos querían sentarse a su lado. Y no paraban de rogar: «¡Más de prisa, vamos, más de prisa!». Abutalip y Zaripa caminaban o corrían a su lado, pero en las bajadas se sentaban sobre el borde del trineo. Se alejaron unas dos verstas del apartadero, dieron la vuelta sobre un montículo y regresaron cuesta abajo. El camello jadeaba. Había que darle un descanso.

Hacía muy buen día. Sobre el inmenso Sary-Ozeki blanco y nevado, hasta donde alcanzaba la vista y el oído, reinaba un silencio blanco e inmaculado. En derredor, misteriosamente cubierta por la nieve, se extendía la estepa, los surcos, los montículos, los llanos; el cielo, sobre Sary-Ozeki, irradiaba un reflejo opaco y un dulce calorcillo de mediodía. Un vientecillo apenas audible acariciaba el oído. Delante, avanzaba por la vía un largo convoy color rojo ocre con dos locomotoras enganchadas una tras otra que lo arrastraban respirando por las dos chimeneas. El humo de éstas colgaba en el aire unos anillos flotantes que se iban desvaneciendo lentamente. Al llegar al semáforo, la locomotora delantera dio un pitido, un largo y poderoso clarinazo. Lo repitió dos veces, dando cuenta de su presencia. El tren era de paso y retronó por el apartadero sin disminuir su velocidad, pasando junto a los semáforos y la media docena de casas torpemente pegadas casi a la línea del ferrocarril, aunque disponían de tanto espacio a su alrededor. Y de nuevo todo quedó silencioso y quieto. Ningún movimiento. Solamente, sobre los techos de las casas de Boranly ascendían las azuladas espirales del humo de las cocinas. Todos callaban. Incluso los niños, enardecidos por el viaje, se habían apaciguado en aquel momento. Zaripa dijo en voz baja dirigiéndose sólo a su marido: