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–¡Qué bienestar y qué miedo!

–Tienes razón –respondió Abutalip también a media voz.

Yediguéi los miró por el rabillo del ojo sin volver la cabeza. Estaban de pie, muy parecidos uno a otro. Las palabras de Zaripa, pronunciadas en voz baja pero con claridad, entristecieron a Yediguéi, aunque no iban destinadas a su persona. De pronto comprendió con qué tristeza y terror contemplaba ella aquellas casitas con sus humos en espiral. Pero Yediguéi no podía ayudarlos con nada ni de ninguna manera, porque aquello que se cobijaba junto a la línea del ferrocarril era el único asilo para todos ellos.

Yediguéi arreó al camello enganchado al trineo. Le soltó un latigazo y el trineo se deslizó camino de vuelta al apartadero.

La víspera de Año Nuevo, por la noche, todos los de Boranly se reunieron en casa de Yediguéi y Ukubala. Así lo habían decidido Yediguéi y Ukubala hacía unos cuantos días.

–Ya que los recién llegados, los Kuttybáyev, han montado un abeto para los niños, ahora nos toca a nosotros –dijo Ukubala–, no nos echaremos para atrás.

Yediguéi se alegró mucho con ello. Cierto que no todos, ni mucho menos, pudieron estar presentes: algunos estaban de guardia en la línea, otros tenían guardia por la noche. Los trenes pasaban sin considerar si era fiesta o día laborable. Kazangap sólo pudo estar presente al comienzo. A las nueve de la noche fue a las agujas, y por lo que respecta a Yediguéi, tenía que estar en la línea a las seis de la mañana del día i de enero. Así es el servicio. Y sin embargo, la velada resultó magnífica. Todos estaban de buen humor, y aunque se veían diez veces cada día, se mudaron para aquella reunión como si fueran forasteros llegados de algún lugar lejano. Ukubala se superó a sí misma: preparó toda clase de manjares. También había bebidas: champaña, vodka. Y para quien lo deseara, se había preparado un shubatde invierno procedente de las camellas lecheras, a las que en invierno ordeñaba la incansable Bukéi de Kazangap.

Pero la celebración se convirtió en verdadera fiesta cuando, después de los entremeses y de las primeras copas, empezaron a cantar. Llegó el momento en que se simplificaron las tareas de los dueños de la casa, desapareció la tensión de los invitados y ya fue posible, sin prisas, sin distraerse en minucias, entregarse a esa rara satisfacción espiritual, y hermanarse y comunicarse con aquellos a quienes veían cada día y conocían bien, encontrando en ellos cierta novedad, pues las fiestas tienen la cualidad de transformar a las personas. A veces también por su lado malo. Pero no allí, entre los de Boranly. Vivir en Sary-Ozeki y ser además insociable y escandaloso... Yediguéi se achispó un poco. Sin embargo, eso le sentaba bien. Ukubala, sin excesiva alarma, recordó a su marido:

–No lo olvides, mañana a las seis de la mañana tienes que estar en el trabajo.

–Está claro, Uku. Entendido –respondió él.

Sentado junto a Ukubala y abrazándola por el cuello, entonó una canción. A veces desafinaba, cierto, pero cantaba con tesón creando un poderoso efecto sonoro. Se encontraba en un magnífico estado de ánimo, en el que la claridad del entendimiento y la exaltación de los sentimientos se combinaban sin detrimento mutuo. Finalizada la canción, miró enternecido el rostro de los invitados ofreciendo a todos una cordial y alegre sonrisa, seguro de que todos lo pasaban tan bien como él. Y era guapo el Burani Yediguéi de entonces, de negros bigotes y cejas, de relucientes ojos castaños y fuerte hilera de blancos y sanos dientes. Y ni la más poderosa imaginación habría podido ofrecer una idea de cómo sería en la vejez. Tenía atenciones para todo el mundo. Dando palmaditas a la espalda de la bondadosa Bukéi, que había engordado, la llamaba la mamá de Boranly, proponía brindis por ella, por su persona en representación de todo el pueblo de Karakalpak, que vivía en alguna parte de las orillas del Amudari, y procuraba que no se disgustara porque Kazangap hubiera tenido que abandonar la mesa por el trabajo.

–¡Pero si para mí era un estorbo! –contestó burlona Bukéi.

Aquella noche, Yediguéi llamaba a su Ukubala sólo por su nombre completo y descifrado: «Uku balasi», hija de lechuza, lechucita. Encontraba una palabra buena para cada uno, una palabra salida del alma, pues en aquel estrecho círculo todos eran para él queridos hermanos y hermanas, incluido el jefe del apartadero, Abílov, fastidiado por su trabajo de pequeño funcionario del ferrocarril en Sary-Ozeki, y su esposa Saken, que pronto debería acudir a la casa de maternidad de la estación de Kumbel. Yediguéi creía de forma sincera que todo era así, que le rodeaban unas personas indestructiblemente adictas, y no podía pensar de otra manera, le bastaba entornar los ojos por un instante en medio de la canción e imaginar el enorme desierto nevado de Sary-Ozeki y el puñado de personas que se habían reunido en su casa como una sola familia. Pero sobre todo se alegraba por Zaripa y Abutalip. Aquella pareja se lo merecía. Zaripa cantaba y tocaba la mandolina sacando rápidamente las tonadas de las canciones, que se sucedían unas a otras. Su voz era sonora, pura; Abutalip cantaba con amortiguada voz; cantaban con emoción, con armonía, especialmente las canciones de estilo tártaro, que cantaban almak-salmak, es decir, respondiéndose uno a otro. Ellos llevaban la canción y los demás la acompañaban. Habían ya sacado muchas canciones de las antiguas y de las nuevas, y no se cansaban, por el contrario, las cantaban cada vez con mayor ardor. O sea, que los invitados lo pasaban muy bien. Sentado frente a Zaripa y Abutalip, Yediguéi los contemplaba sin apartar la mirada y se enternecía: así estarían siempre de no ser por su amargo destino, que no los dejaba ni respirar. Durante el terrible calor del verano, Zaripa aparecía como tostada, como aldehuela quemada por un incendio, con sus pardos cabellos deslucidos hasta la raíz, con los labios negros reventando en sangre. Ahora, en cambio, estaba irreconocible. Ojos negros, mirada brillante, cara abierta, pura, lisa al estilo asiático. Estaba maravillosa. Su estado de ánimo se manifestaba sobre todo a través de sus precisas y móviles cejas, que cantaban con ella, ya levantándose, ya frunciéndose, ya abriéndose en el vuelo de unas canciones aparecidas tiempo ha. Destacando el sentido de cada palabra con especial sentimiento, Abutalip la secundaba balanceándose de un lado a otro:

...cual huella de cincha en el flanco del caballo

los días de un perdido amor no se borran de la memoria...

Y las manos de Zaripa, pulsando las cuerdas de la mandolina, obligaban a la música a vibrar y a gemir en aquel estrecho círculo de nochevieja. Zaripa flotaba en la canción, y a Yediguéi le parecía que estaba muy lejos, que corría, respirando fácil y libremente, por las nieves de Sary-Ozeki, con aquella blusa lila de punto con cuellecito blanco doblado, con la vibrante mandolina, y las tinieblas se abrían a su alrededor, mientras la joven se alejaba y desaparecía en la niebla hasta que sólo se oía la mandolina, aunque al recordar que también en el apartadero de Boranly había gente que lo pasaría mal sin ella, Zaripa volvía y surgía de nuevo cantando tras la mesa...

Luego, Abutalip mostró cómo bailaban los guerrilleros, poniéndose unos a otros las manos sobre los hombros y moviendo los pies siguiendo el ritmo. Secundado por Zaripa, Abutalip cantó una irónica cancioncilla serbia mientras todos bailaban en círculo con las manos de unos sobre los hombros de otros, gritando: “¡Oplia, oplia…!”