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Luego, cantaron y bebieron más, brindaron, se felicitaron el Año Nuevo, unos salieron, otros entraron... El jefe del apartadero y su embarazada esposa se marcharon antes del baile. Y así discurrió la noche.

Zaripa salió a respirar, y tras ella Abutalip. Ukubala los obligó a abrigarse, para que no salieran al frío con el cuerpo sudado. Zaripa y Abutalip tardaban en regresar. Yediguéi decidió ir a buscarlos, sin ellos la fiesta no tenía éxito. Ukubala le llamó:

–Abrígate, Yediguéi, ¿adónde vas de esta manera? Te resfriarás.

–Vuelvo en seguida –Yediguéi salió a la fría claridad de medianoche–. Abutalip, Zaripa! –los llamó mirando en derredor.

Nadie respondió. Oyó unas voces tras la casa. Y se detuvo indeciso sin saber qué hacer: si marcharse o si, por el contrario, acercarse a ellos y llevárselos a casa. Algo estaba sucediendo entre ambos.

–No quería que lo vieras –sollozaba Zaripa–. Perdóname. Ha sido muy penoso para mí. Perdóname, por favor.

–Lo comprendo –la tranquilizaba Abutalip. Lo comprendo todo. Pero ya sabes que no se trata de mí, de que yo sea así. Si sólo se refiriera a mí. Dios mío, una vida es más larga, otra menos. Sería posible no agarrarse a ella tan desesperadamente. –Se callaron. Luego, él le decía–: Nuestros hijos se librarán... En eso radica toda mi esperanza...

Sin acabar de comprender de qué se trataba, Yediguéi retrocedió con cuidado moviendo los hombros de frío y regresó a su casa silenciosamente. Cuando entró en su hogar le pareció que todo estaba apagado y que la fiesta se había agotado. Año Nuevo es Año Nuevo, pero había llegado la hora de marcharse.

El 5 de enero de 1953, a las diez de la mañana, un tren de pasajeros hizo parada en Boranly-Buránny aunque tenía las vías abiertas y podía seguir, como siempre, sin retrasos. El tren no paró más de minuto y medio. Por lo visto, fue suficiente. Tres hombres –todos con botas negras de piel de vaca de idéntica manufactura– saltaron del estribo de uno de los vagones y se dirigieron directamente al local de servicio. Caminaban en silencio, con aplomo, sin mirar a los lados, y sólo se detuvieron un segundo junto al monigote de nieve. Contemplaron en silencio el letrero de la placa de madera que les daba la bienvenida, y contemplaron también la absurda gorra de pieles, la vieja y raída gorra de Kazangap, que cubría la cabeza del monigote. Y acto seguido pasaron a la oficina.

Cierto tiempo después salió volando por aquella puerta el jefe del apartadero, Abílov. A punto estuvo de tropezar con el monigote de nieve. Soltó un taco y siguió adelante apresuradamente, casi corriendo, cosa que nunca hacía. Diez minutos más tarde, jadeando, volvía llevando consigo a Abutalip Kuttybáyev, a quien había buscado con urgencia en el trabajo. Abutalip estaba pálido, llevaba la gorra en la mano. Entró en la oficina junto con Abílov. Sin embargo, no tardó en salir de allí en compañía de dos de los forasteros de botas de piel de vaca, y los tres se dirigieron a la barraca donde vivían los Kuttybáyev. Salieron de allí en seguida, siempre acompañando a Abutalip y llevando algunos papeles que habían tomado de su casa.

Luego todo se calmó. Nadie entró ni salió de la oficina.

Yediguéi supo por Ukubala lo sucedido. La mujer corrió por encargo de Abílov al kilómetro cuatro, donde aquel día se llevaban a cabo unos trabajos de reparación. Llamó a Yediguéi aparte:

–Están interrogando a Abutalip.

–¿Quién le está interrogando?

–No lo sé. Unos forasteros. Abílov me encargó decirte que, si no lo preguntan, no digas que por Año Nuevo estuvieron con Abutalip y Zaripa.

–¿Y qué tiene de particular?

–No lo sé. Así me encargó que te lo dijera. Y dice que a las dos estés también allí. Quieren hacerte unas preguntas, averiguar algo sobre Abutalip.

–¿Qué quieren averiguar?

–Cómo quieres que lo sepa. Vino Abílov muy asustado y me dijo que si esto que si aquello. Y yo te lo digo a ti.

A las dos, Yediguéi tenía que ir de todos modos a su casa a comer. Por el camino, y también en casa, intentaba descubrir qué era lo que sucedía. No encontraba respuesta. ¿Sería por el pasado? ¿Por haber estado prisionero? Esto ya lo habían verificado tiempo ha. ¿Qué más había? Sintió inquietud y malestar en el alma. Tragó dos cucharadas de sopa de tallarines y apartó el plato. Consultó el reloj. Las dos menos cinco. Si habían ordenado que fuera a las dos, tenía que ser a las dos. Salió de su casa. Abílov paseaba de arriba abajo frente a la oficina. Lastimoso, deshecho, abatido.

–¿Qué ha sucedido?

–Una desgracia, una desgracia, Yedik –dijo Abílov mirando tímidamente hacia la puerta. Sus labios temblaban ligeramente–. Han encerrado a Kuttybáyev.

–¿Por qué?

–Por unos escritos prohibidos que han encontrado en su casa. Ya sabes, todas las noches escribía. Eso lo saben todos. Y, ya ves, ha terminado de escribir.

–Pero si era para sus hijos.

–No lo sé, no sé para quién era. Yo no sé nada. Anda, ve, te están esperando.

En el cuartucho del jefe del apartadero, que llevaba el nombre de despacho, le esperaba un hombre aproximadamente de su misma edad o un poco más joven, de unos treinta años, robusto, con la cabeza grande y el cabello cortado al cepillo. Su carnosa nariz llena de espinillas sudaba bajo la tensión del pensamiento. El hombre estaba leyendo. Se enjugó la nariz con el pañuelo frunciendo su pesada y ancha frente. Luego, a lo largo de toda la conversación estuvo continuamente enjugándose una y otra vez su sudorosa nariz. Sacó un largo cigarrillo del paquete de Kazbek que había sobre la mesa, le dio unas vueltas y lo encendió. Luego clavó en Yediguéi, de pie junto a la puerta, sus ojos de halcón amarillentos y claros, y dijo brevemente:

–Siéntate.

Yediguéi se sentó en un taburete frente a la mesa.

–Bien, para que no haya ninguna duda –dijo Ojos de Halcón, y sacó del bolsillo delantero de su uniforme civil una especie de tapas marrones que abrió y volvió a cerrar al instante murmurando al mismo tiempo algo así como «Tansykbáyev» o «Tisykbáyev».

Yediguéi no recordó a ciencia cierta su apellido. –¿Entendido? –preguntó Ojos de Halcón.

–Entendido –se vio forzado a responder Yediguéi.

–Bien, en este caso vamos al asunto. ¿Es verdad, según dicen, que eres el mejor amigo y compañero de Kuttybáyev? –Es posible. ¿Qué pasa?

–Es posible que sea así –repitió Ojos de Halcón chupando el cigarrillo Kazbek y como explicando lo que acababa de oír–. Es posible que sea así. Admitámoslo. Está claro. –Y de pronto, con inesperada sonrisa, saboreando anticipada y alegremente la satisfacción que se encendía en sus ojos, puros como un cristal, lanzó–: ¿Y qué estábamos escribiendo, querido amigo?

–¿Qué escribíamos? –se desconcertó Yediguéi.

–Es lo que quiero saber.

–No comprendo de qué me habla.

–¿Es posible? ¡Anda, piensa un poco!