–No comprendo de qué me habla.
–¿Qué está escribiendo Kuttybáyev?
–No lo sé.
–¿Cómo que no lo sabes? ¿Todo el mundo lo sabe y tú no lo sabes?
–Sé que está escribiendo algo. Pero cómo voy a saber lo que escribe. ¿Qué me importa a mí? Si el hombre tiene ganas de escribir, que escriba. ¿A quién le importa?
–¿Cómo que a quién le importa? –se incorporó sorprendido Ojos de Halcón, clavando en él sus pupilas penetrantes como balas–. ¿O sea, que cada uno haga lo que le venga en gana, incluso que escriba? ¿Eso es lo que te ha inculcado?
–No me ha inculcado nada.
Pero Ojos de Halcón no prestó atención a su respuesta. Estaba indignado:
–¡Ésa, ésa es la propaganda enemiga! ¿Has pensado lo que ocurriría si todos y cada uno se pusieran a escribir? ¿Has pensado lo que pasaría? ¿Y luego todos y cada uno empezarían a manifestar lo que les pasara por la cabeza? ¿No es así? ¿De dónde has sacado esas extrañas ideas? No, amiguito, esto no lo vamos a consentir. ¡Esta contrarrevolución no pasará!
Yediguéi callaba, desalentado y apenado por las palabras que le arrojaban. Y le sorprendía mucho que nada hubiera cambiado a su alrededor. Como si no sucediera nada. Veía por la ventana cómo pasaba rápidamente el tren de Tashkent, y por un segundo pensó que la gente iba en los vagones a sus asuntos y a sus necesidades, bebía té o vodka, entablaba sus conversaciones, y a nadie le importaba que en aquel momento, en el apartadero de Boranly-Buránny, él estuviera sentado frente a un Ojos de Halcóncaído sobre él de no se sabía dónde. Con un dolor en el pecho que llegaba al dolor físico, Yediguéi sentía deseos de salir huyendo de la oficina, de alcanzar aquel tren y partir en él aunque fuera al fin del mundo con tal de no encontrarse allí en aquel momento.
–¿Y bien? ¿Te llega el sentido de la pregunta? –prosiguió Ojos de Halcón.
–Me llega, me llega –respondió Yediguéi–. Sólo quisiera saber una cosa. Lo que hace es escribir sus recuerdos para los niños. Lo que le pasó en el frente, por ejemplo, en cautividad, con los guerrilleros. ¿Qué hay de malo en ello?
–Para los niños –exclamó el otro–. ¡Y quién se lo va a creer! ¡Quién escribe para sus hijos, que tienen cuatro días mal contados! ¡Cuentos! ¡Así actúa el enemigo experto! Se esconde en un lugar perdido, donde no haya nada ni nadie a su alrededor, donde nadie pueda vigilarle, ¡y se pone a escribir sus memorias!
–Bueno, así lo ha querido este hombre –replicó Yediguéi–. Seguramente, le ha venido en gana manifestar su opinión personal, algo de sí mismo, algunos de sus pensamientos, para que ellos, sus hijos, lo leyeran cuando fueran mayores.
–¡Qué es eso de la opinión personal! ¿Pero eso qué es? –movió con reproche la cabeza Ojos de Halcón, suspirando–. ¿Significa algunas ideas propias? ¿Su concepto personal, no es así? ¿Una opinión personal aparte, quizá? No tiene que haber ninguna opinión personal de este género. Todo cuanto está en un papel ya no es una opinión personal. Lo escrito, escrito está. Todo el mundo querrá manifestar su opinión. Sería demasiado. Ahí están, ésos son los llamados Cuadernos guerrilleros, ahí tienes el subtítulo: «Días y noches en Yugoslavia», ¡ahí están! –arrojó sobre la mesa tres gruesos cuadernos encuadernados con tapa de hule–. ¡Un escándalo! Y tú aún intentas proteger a tu amigo. ¡Pero lo hemos desenmascarado!
–¿En qué le habéis desenmascarado?
Ojos de Halcónse removió en la silla y, de nuevo, con una inesperada sonrisita, saboreando anticipadamente su satisfacción, y con malignidad, dijo sin parpadear ni apartar sus ojos transparentes y claros:
–Bueno, permite que seamos nosotros quienes sepamos en qué le hemos descubierto –pronunció remachando cada palabra y embriagándose con el efecto producido–. Es cosa nuestra. No voy a informar a cualquiera.
–Bueno, si es así... –soltó confuso Yediguéi.
–Sus hostiles recuerdos no van a quedar impunes –observó Ojos de Halcón, y se puso a escribir rápidamente mientras decía–: Pensé que serías más inteligente, que eras de los nuestros. Un obrero de vanguardia. Un ex soldado. Que nos ayudarías a desenmascarar al enemigo.
Yediguéi frunció el ceño y dijo en voz baja pero inteligible, y en un tono que no dejaba lugar a dudas:
No voy a firmar nada. Se lo digo por anticipado. Ojos de Halcónle arrojó una mirada aniquiladora.
No necesitamos tu firma para nada. ¿Crees que si no firmas el asunto va a quedar en agua de borrajas? Te equivocas. Tenemos suficientes materiales para cargarle una dura responsabilidad aun sin tu firma.
Yediguéi guardó silencio dominado por una sensación de humillación, de abrasante vacío espiritual. Al propio tiempo crecía, como una ola en el mar de Aral, la indignación, el odio, el desacuerdo con lo que estaba pasando. Sintió súbitos deseos de estrangular a Ojos de Halcóncomo a un perro rabioso, y sabía que podría hacerlo. También era muy nudoso y fuerte el cuello del fascista que tuvo que estrangular con sus propias manos. No tenía otra salida; tropezó inesperadamente con él en una trinchera cuando expulsaban de la posición al enemigo. Entraron por uno de los flancos arrojando granadas a la trinchera y cosiendo los pasillos con ráfagas de metralleta, y cuando ya habían limpiado toda la línea e intentaban avanzar, aquel hombre se enzarzó con él cuerpo a cuerpo. Por lo visto sería el servidor de la ametralladora, que habría disparado hasta el último momento desde la trinchera. Habría sido mejor hacerle prisionero. Este pensamiento centelleó en la mente de Yediguéi. Pero el otro había conseguido sacar un cuchillo por encima de su ca-beza. Yediguéi le clavó el casco en la cara y rodaron por el suelo. Ya no quedaba otra solución que agarrarle por el cuello. El otro se revolvía, roncaba, arañaba la tierra por los lados en un intento de encontrar a tientas el cuchillo, arrancado de su mano. Y Yediguéi esperaba a cada instante que el cuchillo se clavara en su espalda. Por eso, con un esfuerzo implacable, sobrehumano, de fiera, apretaba y clavaba los dedos, rugiendo, en el cuello cartilaginoso de su enemigo, que iba abriendo la boca y tornándose negro. Y cuando el otro se ahogó y se olió un fuerte hedor a orines, Yediguéi abrió los dedos, convulsamente contraídos. Vomitó allí mismo, y cubierto de su propio vómito se arrastró para alejarse cuanto pudo, gimiendo, con los ojos turbios. A nadie había contado esto, ni entonces ni después.
A veces soñaba esta pesadilla y al día siguiente se encontraba muy mal y sin ganas de vivir... Esto fue lo que Yediguéi recordó entonces con estremecimiento y asco. Sin embargo, reconocía que Ojos de Halcón le vencería en astucia por su superior inteligencia. Y esto le hirió en lo vivo. Mientras el otro escribía, Yediguéi procuraba encontrar un punto débil en los argumentos de Ojos de Halcón. De todo lo dicho por éste, había una idea que impresionó a Yediguéi por su falta de lógica, por su diabólica incompatibilidad: ¿cómo se puede acusar a alguien de «recuerdos hostiles»? Como si los recuerdos de un hombre pudieran ser hostiles o amistosos. Los recuerdos son lo que hubo en un tiempo pasado, son lo que ya no existe, lo que hubo en el tiempo que se fue. Por lo tanto, el hombre recuerda las cosas tal como realmente fueron.