–Quisiera saber... –dijo Yediguéi sintiendo que la angustia le secaba la garganta. Pero se obligó a pronunciar estas palabras con mucha tranquilidad–. Tú dices... –adrede le llamaba «tú» para que el otro comprendiera que Yediguéi no tenía por qué adular ni qué temer: más allá de Sary-Ozeki no podían ya mandarle–. Tú dices –repitió– «recuerdos hostiles». ¿Cómo hay que entender eso? ¿Acaso puede haber recuerdos hostiles y otros que no lo sean? A mi juicio, el hombre recuerda lo que pasó, lo que ocurrió en otro tiempo, lo que ahora ya no existe desde hace tiempo. Y así resulta, que si son cosas buenas, hala, a recordarlas, pero si son malas o inconvenientes, entonces no lasrecuerdes, olvídalas, ¿es así? No creo que nunca haya sido así. O también, si alguien sueña, ¿hay que recordar el sueño? ¿Y si es un sueño terrible, inconveniente para alguien?
–¡Vaya por dónde me sales! ¡Hum, el diablo te lleve! –se sorprendió Ojos de Halcón–. Te gusta razonar, quieres discutir. Debes de ser el filósofo local. Muy bien, adelante. –Hizo una pausa. Como si apuntara, se preparó y soltó–: En la vida puede haber cosas de todos los colores en el sentido de los acontecimientos históricos. ¡No ha habido pocas cosas ni pocos modos de hacerlas! Lo importante es recordar y describir el pasado, verbalmente y aún con mayor motivo de forma escrita, de la manera que ahora se requiere, de la que ahora necesitamos. Y no conviene recordar todo aquello que no nos favorece. Y el que no sigue esta línea, significa que realiza un acto hostil.
–No estoy de acuerdo –dijo Yediguéi–. No puede ser así.
–Nadie necesita tu aprobación. Lo digo porque viene a cuento. Tú me preguntas y yo te lo explico por bondad de corazón. Por lo demás, no estoy obligado a entablar contigo semejante conversación. Bien, pasemos de las palabras al asunto. Dime, ¿ese Kuttybáyev, alguna vez, bueno, digamos en alguna franca conversación, supongamos después de haber bebido, no te soltó algún nombre inglés?
–¿A qué viene esto? –se sorprendió muy sinceramente Yediguéi.
–Ya verás a qué. –Ojos de Halcón abrió uno de los Cuadernos guerrillerosde Abutalip y leyó un pasaje subrayado con lápiz rojo–. «El 27 de septiembre llegó, a nuestra base una misión inglesa, un coronel y dos comandantes. Pasamos ante ellos en formación. Nos saludaron. Luego hubo una comida general en la tienda de los jefes. También nos invitaron a nosotros, a los pocos hombres que estábamos como guerrilleros extranjeros entre los yugoslavos. Cuando me presentaron al coronel, éste me estrechó la mano con mucha amabilidad y me estuvo interrogando a través del traductor para saber de dónde procedía y cómo había ido a parar allí. Se lo conté brevemente. Me sirvieron vino y bebí con ellos. Luego también charlamos durante largo rato. Me gustó ver que los ingleses eran una gente sencilla y franca. El coronel dijo que era una gran suerte, o, como se ex-presó él, una providencia, que en Europa nos hubiéramos unido todos contra el fascismo. Sin eso, la lucha contra Hitler habría sido aún más dura, y posiblemente habría terminado trágicamente para algunos pueblos aislados», y así por el estilo. –Terminada la cita, Ojos de Halcóndejó el cuaderno. Encendió otro Kazbek, y tras una pausa, exhalando el humo prosiguió–: Resulta que Kuttybáyev no replicó al general inglés que sin el genio de Stalin habría sido imposible la victoria por mucho que se hubieran esforzado en Europa, con los guerrilleros o por cualquier otro medio. ¡Resulta, pues, que no tenía al camarada Stalin ni en la mente! ¿Te llega el sentido?
–Quizá le habló de eso –Yediguéi intentó defender a Abutalip–, pero se olvidó de escribirlo.
–¿Y en dónde se dice esto? ¡No me lo demostrarás! Además, lo hemos comprobado en las declaraciones de Kuttybáyev del año cuarenta y cinco, cuando pasó por la comisión de control al volver de la unidad de guerrilleros de Yugoslavia. Allí no se cita el caso de la misión inglesa. O sea, que en eso hay algo sucio. ¡Quién puede afirmar que no estuvo relacionado con los servicios ingleses de inteligencia!
De nuevo Yediguéi sintió opresión y dolor. No comprendía adónde quería ir a parar Ojos de Halcón.
–¿No te dijo nada Kuttybáyev, piénsalo, no te mencionó nombres ingleses? Nos importaría mucho saber quiénes formaban la misión inglesa.
–¿Qué nombres suelen tener?
–Bueno, por ejemplo, John, Clark, Smith, Jack...
–No los he oído jamás.
–Ojos de Halcónquedó meditabundo, sombrío; seguramente, en su encuentro con Yediguéi, no todo era de su gusto. Luego, dijo de un modo disimulado:
–Así, pues, aquí abrió una especie de escuela, enseñaba a los niños, ¿verdad?
–¡Pero qué escuela ni qué nada! –Yediguéi se echó a reír involuntariamente–. Tiene dos hijos. Yo tengo dos hijas. Ésa es toda la escuela. Los mayores tienen cinco años, los pequeños, tres. Los niños no tienen donde meterse, el desierto los rodea. Ellos entretenían a los niños, los educaban, quiero decir. De todos modos, habían sido maestros tanto él como su esposa. Bueno, pues leían, dibujaban, aprendían a escribir, a contar. Ésa era toda la escuela.
–¿Y qué cancioncillas cantaban?
–De todas clases. Infantiles. Ya no las recuerdo. –¿Y qué les enseñaba? ¿Qué escribían?
–Letras. Palabras, de las corrientes.
–¿Qué palabras, por ejemplo?
–¿Cómo que cuáles? No las recuerdo.
–¡Pues ésas! – Ojos de Halcónencontró entre los papeles unas hojas de los cuadernos de estudio con unos garabatos infantiles–. Éstas son las primeras palabras. –En la hojita, una mano infantil había escrito: «Nuestra casa»–. Ya lo ves, las primeras palabras que escribe un niño son «nuestra casa». ¿Y por qué no «nuestra victoria»? Porque la primera palabra que tiene que estar ahora en nuestros labios, ¿cuál es, piénsalo, cuál es? Tiene que ser «nuestra victoria». ¿No es así? ¿Y por qué no le pasó eso a él por la cabeza? La victoria y Stalin son inseparables.
Yediguéi se quedó cortado. Se sentía tan humillado por todo aquello y sentía tanta lástima de Abutalip y de Zaripa, que tantas fuerzas y tiempo habían consagrado a su tarea con los inocentes niños, y fue tanta su rabia que osó decir:
–Si es así, el primer deber es escribir «nuestro Lenin». Pues Lenin, de todos modos, ocupa el primer puesto.
Ojos de Halcóncontuvo la respiración, cogido por sorpresa, y después estuvo largo rato exhalando el humo de sus pulmones. Se levantó. Evidentemente, necesitaba pasear, pero no era posible en aquella pequeña habitación.
–¡Cuando decimos Stalin sobreentendemos Lenin! –pronunció de forma impetuosa y machacona. Luego, respiró aliviado como después de una carrera y añadió conciliador–: Bien, vamos a considerar que esta conversación no ha existido.
Se sentó, y de nuevo destacaron con precisión, en su rostro impenetrable, sus imperturbables y claros ojos de halcón con matices amarillentos.
–Tenemos noticia de que Kuttybáyev se manifestó en contra de la enseñanza de los niños en internados. ¿Qué me dices? Según creo, eso sucedió en tu presencia, ¿verdad?