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–¿De dónde han salido estas noticias? ¿Quién las ha comunicado? –se impresionó Yediguéi, y en seguida apuntó en su mente la idea: Abílov, el jefe del apartadero, tenía toda la culpa, él lo había denunciado, pues la conversación había tenido lugar en su presencia.

La pregunta de Yediguéi enfureció sobremanera a Ojos de Halcón.

–Oye, ya te lo he dado a entender: los informes y su procedencia, es cosa nuestra. No tenemos que dar cuentas a nadie. Recuérdalo. Anda, declara, ¿qué dijo?

–¿Que qué dijo? Hay que hacer memoria. Verás, el obrero más antiguo del apartadero, Kazangap, tiene un hijo que estudia en el internado de la estación de Kumbel. Bueno, el chico, está claro, es un poco gamberro, suele contarnos mentiras. Pues bien, el primero de septiembre enviaron de nuevo a Sabitzhán a estudiar. Su padre le llevó en el camello. Y la madre, es decir, la esposa de Kazangap, Bukéi, se puso a llorar y a lamentarse: «Qué desgracia», decía, «todo ha sido ir a estudiar al internado, y parece que se ha vuelto malo. No se siente unido con el corazón y el alma, ni a su casa, ni a su padre ni a su madre como antes», dijo. Claro, es una mujer de poca cultura. Naturalmente, para educar al hijo tienen que vivir continuamente alejados de él...

–Muy bien –le interrumpió Ojos de Halcón¿Y qué dijo Kuttybáyev acerca de eso?

–Él también estaba entre nosotros. Dijo que la madre intuía con el corazón algo malo. Que la enseñanza en un internado no es una mejora. El internado en cierta manera arrebata, bueno, no arrebata, aleja al niño de la familia, del padre y de la madre. Y que, en general, ésa es una cuestión delicada. Es un problema difícil para todos, tanto para él como para los demás. No hay nada que hacer, dado que no existen otras alternativas. Yo le comprendo. También tengo hijos de esa edad. Y ya me duele el alma pensar qué pasará, qué va a salir de todo ello. Algo malo, seguramente...

–Eso, luego –le detuvo Ojos de Halcón–. ¿O sea que dijo que el internado soviético es cosa mala?

–Él no dijo «soviético». Dijo simplemente internado. En Kumbel está nuestro internado. Lo de «malo» lo he dicho yo.

–Bueno, eso no tiene importancia. Kumbel está en la Unión Soviética.

–¡Cómo que no tiene importancia! –Yediguéi perdió los estribos sintiendo que el otro le estaba enmarañando–. ¿Por qué atribuirle a un hombre lo que no ha dicho? Yo también pienso así. De vivir en otra parte, de no vivir en el apartadero, por nada del mundo enviaría a mis hijos a ningún internado. Así es, y yo pienso de esta manera. ¿O sea que...?

–¡Piénsalo! ¡Piénsalo! –dijo Ojos de Halcóncortando la conversación. Y después de una pausa, continuó–: Bien, bien, por lo tanto sacaremos conclusiones. O sea, que está en contra de la enseñanza colectiva, ¿no es así?

–¡No está en contra de nada! –Yediguéi perdió la paciencia–. ¿Por qué levantar falsas acusaciones? ¿Cómo es posible?

–Basta, basta, déjalo –lo marginó con un gesto Ojos de Halcón, que no consideró necesario entrar en explicaciones–. Y ahora dime, ¿qué cuaderno es ése que lleva por título El pájaro Donenbái? Kuttybáyev asegura que lo escribió recogiendo la historia de labios de Kazangap y, en parte, de los tuyos. ¿Es así?

–Exactamente –se animó Yediguéi–. Aquí, en Sary-Ozeki, se cuenta esta historia, esta leyenda, claro. No lejos de aquí hay un cementerio que fue naimano en otro tiempo y que ahora se llama de Ana-Beit; allí fue enterrada Naiman-Ana, muerta por su propio hijo mankurt...

–Bueno, es suficiente, ya lo leeremos, veremos qué se esconde tras ese pájaro –dijo Ojos de Halcón, y se puso a hojear el cuaderno razonando de nuevo en voz alta y expresando de este modo su actitud–: El pájaro Donenbái, hum, no podía pensarse nada mejor. Un pájaro que lleva un nombre humano. Buen escritor me ha salido. Apareció un nuevo Mujtar Auézov. Fijaos, un escritor de la vieja antigüedad feudal. El pájaro Donenbái, hum. Cree que no lo descifraremos... Y él va y escribe a hurtadillas, para sus hijos, ya veis. ¿Y esto qué? ¿También era para sus hijitos? – Ojos de Halcónpuso ante la cara de Yediguéi otro cuaderno de tapas charoladas.

–¿Qué es esto? –no comprendió Yediguéi.

–¿Qué es? Deberías saberlo. Mira el título: Alocución de Kaimaly-agá a su hermano Abdilján.

–Cierto, es también una leyenda –empezó Yediguéi–. Un suceso real. Los ancianos conocen esta historia...

–No pases cuidado, también la sé –le interrumpió Ojos de Halcón–. La oí de pasada. Un anciano, un viejo chocho, se enamora de una joven de diecinueve años. ¿Qué hay de bueno en eso? Por lo que se ve este Kuttybáyev no sólo es un tipo hostil sino además un hombre moralmente pervertido. Y hay que ver con qué detalle ha descrito todo este marasmo.

Yediguéi enrojeció. Pero no de vergüenza. Su alma estaba llena de ira porque ya no podía cometerse mayor injusticia con Abutalip. Y dijo, conteniéndose a duras penas:

–Sabes una cosa, yo no sé qué categoría tienes tú allí como jefe, pero eso tú a él no se lo cargues. Quiera Dios que todo el mundo fuera un padre y un marido como él, y cualquiera te dirá aquí qué clase de hombre es. Los que vivimos aquí nos podemos contar con los dedos de la mano, todos nos conocemos unos a otros.

–De acuerdo, de acuerdo, tranquilízate –respondió Ojos de Halcón–. Ése os ha enturbiado el cerebro. Los enemigos siempre disimulan. Y nosotros los desenmascaramos. Es todo, puedes retirarte.

Yediguéi se levantó. Estaba como indeciso mientras se ponía la gorra.

–Así, pues, ¿qué le va a pasar? ¿Qué ocurrirá ahora? ¿Van a meter en la cárcel a un hombre sólo por esos escritos? Ojos de Halcón se levantó bruscamente de la mesa.

–Escucha, te lo repetiré otra vez: ¡no es cosa tuya! ¡Sabemos muy bien cuándo hay que perseguir al enemigo, cómo tratarle y qué castigo imponerle! No te rompas la cabeza. Conoces cuál es tu camino. ¡Vete!

Aquel mismo día, avanzada la noche, se detuvo de nuevo un tren de pasajeros en el apartadero de Boranly-Buránny. Sólo que entonces el tren iba en dirección contraria. Y también se detuvo muy poco rato. Unos tres minutos.

Esperando en la oscuridad, en la vía principal, estaban los tres hombres de las botas de piel de vaca. Se llevaban consigo a Abutalip Kuttybáyev. Algo separados, alejados por las impenetrables espaldas de aquellos hombres, estaban los de Boranly: Zaripa con los niños, Yediguéi y Ukubala, y además el jefe del apartadero, Abílov, que paseaba de arriba abajo mezquinamente preocupado porque el tren se retrasaba media hora sobre el horario previsto. Pero ¿qué hacía él allí? Habría podido quedarse tranquilamente en casa. Kazangap, que también había sido interrogado con motivo de las malhadadas leyendas descubiertas en casa de Abutalip, se encontraba en aquel momento en las agujas. Él, con su propia mano, dirigiría el tren hacia las vías que debían llevarse a Abutalip lejos de Sary-Ozeki. Bukéi se había quedado en casa con las hijas de Yediguéi. Los tres de las botas, con los cuellos levantados para resguardarse del viento, separaban a Abutalip con sus espaldas y mantenían un silencio tenso. Los de Boranly, en grupo aparte, también callaban.