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El viento era blanco. Levantaba la nieve con susurros y silbidos apenas perceptibles. Seguramente habría ventisca. La fría bruma se hinchaba, se ponía tensa en los opacos cielos de SaryOzeki. La luna traslucía apenas, rara, abatida, como una mancha solitaria y pálida. El frío quemaba las mejillas.

Zaripa lloraba en silencio, sosteniendo el hatillo con la comida y la ropa que se disponía a entregar a su marido. Las bocanadas de vapor que salían por la boca de Ukubala delataban sus profundos suspiros. Escondía a Daúl bajo los faldones de su pelliza. Daúl, por lo visto, presentía algo, callaba inquieto estrechándose contra tía Ukubala. Pero quien lo pasó peor fue Ermek. El pequeñín nada sospechaba.

–¡ Pápika, pápika! –llamaba a su padre–. Ven aquí con nosotros. ¡Nosotros también viajaremos contigo!

Abutalip se estremecía al oír su voz, intentaba involuntariamente darse la vuelta y responder al niño, pero no le permitían volver la cabeza. Uno de los tres hombres no pudo contenerse:

–¡No os quedéis aquí! ¿Me oís? Marchaos, ya os acercaréis después.

Hubo que retroceder un poco.

Y entonces a lo lejos aparecieron las luces de la locomotora y todos se pusieron en movimiento y se dirigieron a su sitio. Zaripa no pudo contenerse y empezó a sollozar con más fuerza. Junto con ella rompió a llorar Ukubala. El tren les traía la separación. Perforando con su luz frontal la gruesa capa de bruma helada que volaba por el aire, avanzaba amenazador, creciendo entre bocanadas de niebla como una masa oscura y tonante. Al acercarse, cada vez se elevaban más sobre la tierra los ardientes faros de la locomotora, y en la franja de luz, entre las vías, cada vez se distinguían mejor los revoloteos del viento raso, cada vez era más audible e inquietante el fatigado ruido de las manivelas y pistones. Empezaba a distinguirse ya el perfil del tren.

Pápika, pápika! ¡Mira, ya viene el tren! –gritó Ermek, y se calló sorprendido de que su padre no le respondiera. Y de nuevo intentó llamar su atención–: ¡ Pápika, pápika!

El jefe del apartadero, Abílov, que rondaba diligente por allí, se acercó a los tres hombres:

El coche-correo va a la cabeza del tren. Les ruego que vayan, por favor, hacia delante. Allí.

Todos avanzaron hacia la parte que se les indicaba con paso bastante rápido, el tren ya los alcanzaba. Delante, sin volver la cabeza, iba Ojos de Halcóncon una cartera, tras él, acompañando a Abutalip, seguían sus dos robustos ayudantes, y a cierta distancia se apresuraba Zaripa seguida de Ukubala que llevaba de la mano a Daúl. Yediguéi avanzaba con ellos, ligeramente retrasado, llevando a Ermek en brazos. No podía permitirse romper a llorar delante de las mujeres y los niños. Y mientras caminaban, luchaba consigo mismo, intentaba controlar una bola dura que se le había atascado en la garganta.

–Eres un niño inteligente, Ermek. Eres inteligente, ¿verdad? Eres inteligente y no vas a llorar, ¿de acuerdo? –murmuraba incoherentemente, estrechando al pequeñuelo contra su pecho.

Mientras, el tren aminoraba la marcha y avanzaba hacia la parada. El niño se estremeció asustado en los brazos de Yediguéi cuando el tren, al llegar a su altura y sobrepasarla un poco expelió el vapor con vivo ruido al tiempo que sonaba el penetrante pitido del conductor.

–No temas, no temas –dijo Yediguéi–. No temas nada mientras esté contigo. Y siempre lo estaré.

El tren se detuvo tras un pesado chirrido. Los vagones, cubiertos de escarcha y de polvo de nieve, cegatos por la costra de hielo de los cristales, quedaron petrificados en su sitio. Y se hizo el silencio. Pero la locomotora en seguida volvió a soltar vapor con un siseo preparándose para ponerse de nuevo en camino. El coche-correo iba tras el vagón de equipajes que seguía a la locomotora. Las ventanas del coche-correo tenían rejas, y la puerta, de dos hojas, estaba en el centro del vagón. La puerta se abrió desde dentro. Asomaron un hombre y una mujer con la gorra de Correos, pantalones acolchados y blusas forradas. La mujer, que llevaba un farol, era por lo visto el jefe. Era pesada, de ancho pecho.

–¿Sois vosotros? –preguntó manteniendo el farol a la altura de la cabeza para alumbrarlos a todos–. Os esperábamos. El sitio está preparado.

Primero subió Ojos de Halcóncon su enorme cartera. –¡Venga, adelante, adelante, no os entretengáis! –dio prisa en seguida a los otros dos.

–¡Volveré pronto! ¡Es un malentendido! –dijo apresuradamente Abutalip–. ¡Volveré pronto, esperadme!

Ukubala no pudo aguantarse. Rompió a llorar ruidosamente cuando Abutalip comenzó a despedirse de los niños. Los estrechaba con todas sus fuerzas, los besaba y les decía unas palabras que ellos, asustados, no comprendían. Y la locomotora estaba ya a punto de partir. Todo sucedía a la luz de una lamparilla de mano. Y entonces sonó de nuevo un penetrante pitido que recorrió todo el tren como una corriente eléctrica produciendo escozor en el alma.

–¡Ya está, venga, venga, suba! –los dos hombres arrastraron a Abutalip hacia el estribo del vagón.

Yediguéi y Abutalip tuvieron ocasión de abrazarse fuertemente en el último instante y permanecieron así durante un segundo, comprendiéndolo todo con la mente y con el corazón, con todo su ser, estrechando una contra otra sus húmedas y punzantes mejillas.

–¡Cuéntales cosas del mar! –musitó Abutalip.

Fueron sus últimas palabras. Yediguéi lo comprendió. El padre le pedía que hablara a sus hijos del mar de Aral.

–Bueno, basta, venga, pero venga, ¡ande, súbase! –le empujaron.

–Empujándole por detrás y por los hombros, los dos hombres metieron a Abutalip en el vagón. Y sólo entonces llegó hasta los niños la terrible idea de la separación. Rompieron a llorar al unísono, gritando a la vez:

-¡yápika! ¡Papá! ¡yápika! ¡Papá!

Y Yediguéi corrió hacia el vagón con Ermek en brazos.

–¿Adónde vas? ¿Adónde vas? ¡Pero qué haces! –le rechazó furiosamente por el pecho la mujer del farol, que cubría con sus pesadas espaldas el paso de la puerta.

En aquel momento nadie comprendió que Yediguéi estaba dispuesto, si llegaba el caso, a partir en lugar de Abutalip para estrangular por el camino a Ojos de Halcóncon sus propias manos. Tan insoportable fue su dolor cuando empezaron a gritar los niños.

–¡No se quede aquí! ¡Váyase de aquí, váyase! –vociferó la mujer del farol.

Y el vapor de su boca, fuertemente ahumada por el tabaco, dio con su hedor a cebolla en el rostro de Yediguéi.

Zaripa recordó que el hatillo continuaba en sus manos.

–¡Tomad, dádselo, es comida! –arrojó el hatillo en el vagón.

La puerta del coche-correo se cerró de golpe. Todo quedó en silencio. La locomotora dio la señal y se puso en marcha. Avanzó, chirriante, dando vueltas a las ruedas, adquiriendo lentamente velocidad en medio de la helada.

Los de Boranly siguieron involuntariamente al tren en movimiento y caminaron al lado del vagón cerrado. La primera en volver a la realidad fue Ukubala. Cogió a Zaripa, la estrechó contra su pecho y no la soltó.