–¡Daúl, no te vayas! ¡Para, quédate aquí! ¡Coge a mamá de la mano! –ordenó en voz alta superando el repiqueteo de las ruedas que iba acelerándose al pasar por su lado.
Yediguéi con Ermek en brazos corría aún en el sentido de la marcha del tren, y sólo se detuvo cuando pasó, visto y no visto, el último vagón. El tren se había ido llevándose consigo el ruido que se iba apaciguando, y las ardientes luces que se apagaban... Se oyó un último y prolongado pitido...
Yediguéi volvió sobre sus pasos. Durante mucho rato no pudo calmar al niño en su llanto...
Ya en casa, sentado frente a la estufa, como atontado, se acordó de Abílov en mitad de la noche. Yediguéi se levantó suavemente y empezó a ponerse el abrigo. Ukubala lo adivinó en seguida.
–¿Adónde vas? –agarró a su marido–. ¡No le toques, no te atrevas a ponerle ni un dedo encima! Tiene la esposa embarazada. Y además, no tienes ningún derecho. ¿Cómo lo demostrarás?
–No pases cuidado –le respondió tranquilamente Yediguéi–. No le tocaré, pero Abílov debe saber que es mejor que se traslade a otro lugar. Te prometo que no caerá un solo pelo de su cabeza. ¡Créeme! –y liberó el brazo de una sacudida y salió de casa.
Las ventanas de los Abílov estaban aún iluminadas.
Haciendo crujir con dureza la nieve del sendero, Yediguéi se acercó a la fría puerta y llamó con fuerza. Abílov abrió la puerta.
–Ah, Yedik, entra, entra –dijo asustado, y se echó para atrás, muy pálido.
Yediguéi entró en silencio envuelto en nubes de helado vapor. Se detuvo en el umbral cubriendo la puerta con su persona.
–¿Por qué has dejado huérfanos a esos desgraciados? –preguntó, procurando en lo posible mostrarse comedido.
Abílov cayó de rodillas y se arrastró literalmente hasta agarrar los faldones de la pelliza de Yediguéi.
–¡Por Dios, que no fui yo, Yedik! Que mi mujer no pueda parir –lanzó el terrible juramento volviéndose a su esposa embarazada, petrificada de espanto, y dijo con premura, saltando de una cosa a otra–: Por Dios que no fui yo, Yedik. ¡Cómo podría! ¡Fue aquel inspector! Recuérdalo. No hacía más que inquirir e interrogar preguntando qué escribía y para qué escribía. Fue él, el inspector. ¡Cómo podría yo! ¡Que ella no pueda parir! Hace un momento, allí, en el tren, no sabía dónde meterme, ¡estaba dispuesto a hundirme en la tierra para no verlo! Aquel inspector no hacía más que metérseme en el alma con su conversación, no hacía más que preguntar sobre todo, y cómo podía yo saber... De haberlo sabido...
Bien, de acuerdo –le interrumpió Yediguéi–. Levántate, hablemos como las personas. Aquí, delante de tu mujer. Que todo acabe felizmente. Ahora no se trata de eso. Incluso aunque no seas culpable. Pero, la verdad, a ti tanto te da dónde vivir. Y nosotros hemos de quedarnos aquí, quizá, hasta la muerte. Así que piénsalo. Seguramente valdría la pena que a su debido tiempo te trasladaras a otro trabajo. Es mi consejo. Y eso es todo. No volveremos a tocar más este tema. Sólo quería decirte
eso y nada más...
Dicho esto, Yediguéi salió cerrando la puerta tras de sí.
CAPÍTULO IX
La nube blanca de Chinguizhán
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
En las ventiscosas noches de febrero, cuando los trenes se abrían paso entre las blancas y volantes tinieblas que los vientos levantaban continuamente en las frías llanuras de Sary-Ozeki, los maquinistas debían aplicar no poco esfuerzo para distinguir en la estepa, entre montañas de nieve, el apartadero de Boranly-Buránny. Envueltos en apelmazados torbellinos, los trenes nocturnos iban y venían en la oscuridad como en un intranquilo e inquietante sueño.
En noches así parecía como si el mundo naciera de nuevo del primitivo caos: envueltas en el crudo frío de su propio aliento, las estepas de Sary-Ozeki parecían un vaporoso océano surgido de la tremenda lucha entre las tinieblas y la luz...
Y en este gran espacio desierto, cada noche brillaba una luz en una ventana del apartadero, y no se apagaba hasta la mañana, como si tras aquella ventana hubiera un alma sufriendo amargamente, como si hubiera allí alguien gravemente enfermo, alguien muy intranquilo o que padeciera un fuerte insomnio. La ventana pertenecía a la barraca de la estación donde vivía la familia de Abutalip Kuttybáyev. Su esposa y sus hijos lo esperaban cada día, sin apagar la luz por la noche, y durante la misma, Zaripa recortaba varias veces la consumida mecha de la lámpara. E involuntariamente, a la luz de nuevo renacida, cada vez detenía la mirada en los niños dormidos: los dos chiquillos de cabeza morena dormían como un par de cachorros. La mujer sentía un escalofrío bajo la camiseta, y cruzaba los brazos sobre el pecho, se encogía hecha un ovillo, y se asustaba al mirarlos pensando que los niños soñarían con su padre, correrían en sueños hacia él con todas sus fuerzas, abriendo los brazos, llorando y riendo, adelantándose uno a otro sin llegar nunca al final de su carrera... Cuando estaban despiertos, también esperaban a su padre cada vez que un tren se detenía en su apartadero, aunque sólo fuera medio minuto. Así que el convoy se detenía con gran chirrido de frenos, los chiquillos estiraban el cuello hacia las ventanillas dispuestos a correr al encuentro de su padre. Pero el padre no aparecía, los días iban pasando y no llegaba ninguna noticia de él, como si le hubiera atrapado un alud súbitamente desplomado de la montaña, y nadie supiera dónde y cuándo le había sucedido.
Y había también otra ventana, ésta enrejada con negro hierro forjado, en el semisótano de incomunicados del tribunal de Alma-Atá, cuya luz tampoco se apagaba hasta la mañana a lo largo de todas aquellas noches. Hacía un mes entero que Abutalip Kuttybáyev languidecía las veinticuatro horas del día bajo la deslumbrante luz de una lámpara de mucha potencia colocada en el techo. Era su maldición. No sabía dónde meterse, ni cómo proteger de aquella luz eléctrica, perforadora, cortante como un cuchillo, sus debilitados ojos, su desdichada cabeza, ni cómo aletargarse aunque sólo fuera un segundo, para dejar de pensar por qué estaba allí y qué querían de él. Por la noche, apenas se volvía hacia la pared cubriéndose la cabeza con la camisa, irrumpía en la celda el celador, que le observaba por la mirilla, lo arrojaba del catre y le propinaba unos puntapiés: «¡No te vuelvas hacia la pared, canalla! ¡No te cubras la cabeza, malvado! vlasovista [18]». Por más que él gritara que no era ningún vlasovista, que nada tenía que ver con este asunto.
Y de nuevo yacía de cara a la implacable luz eléctrica, frunciendo las cejas, cubriéndose los doloridos y abotagados ojos, con el ansia dolorosa de encontrarse en la oscuridad, en las tinieblas, aunque fueran las de la tumba, donde los ojos y el cerebro pudieran acabar su existencia, y donde ya ningún cela‑
dor ni ningún juez tuvieran poder para atormentarle con aquel suplicio insoportable: la luz, la privación del sueño, las palizas.