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Los celadores cambiaban con el turno, pero todos, como un solo hombre, eran implacables: ninguno de ellos se mostraba misericordioso, ninguno se permitía no advertir que el prisionero se había vuelto de cara a la pared, al contrario, sólo esperaban que lo hiciera, y todos descargaban sus golpes con furia y palabrotas. Aunque Abutalip Kuttybáyev comprendía la misión y las obligaciones de los celadores, no por ello a veces dejaba de preguntarse con desesperación: «¿Por qué son así? Tienen aspecto humano. ¿Cómo pueden albergar tanto rencor? En realidad, a ninguno de ellos hice mal alguno. No me conocían, no les conocía, pero me golpean y se burlan de mí como si de una venganza de sangre se tratara. ¿Por qué? ¿De dónde salen estos hombres? ¿Cómo se han convertido en lo que son? ¿Por qué me martirizan? ¿Cómo resistir, cómo no volverme loco, cómo no romperme la cabeza contra la pared? Porque otra salida no hay».

Un día, pese a todo, no se pudo contener. Fue como la llamarada de un blanco relámpago. Ni él mismo comprendía después cómo pudo ser que se agarrara al celador que le daba de puntapiés. Y rodaron por el suelo en furioso cuerpo a cuerpo. «¡En el frente te habría pegado un tiro como a un perro rabioso!», gritó con voz ronca Abutalip desgarrando con un crujido el uniforme del celador y apretando su cuello con dedos petrificados. No se sabe cómo habría terminado la cosa de no acercarse apresuradamente otros dos guardias que estaban en el pasillo.

Abutalip no volvió en sí hasta el día siguiente. Lo primero que vio a través de la bruma y el dolor fue la misma bombilla inapagable, la del techo. Luego, al enfermero que cuidaba de él.

—Descansa, ahora ya no te vas al otro mundo —le dijo en voz baja el enfermero aplicándole una compresa a la herida de la frente—. Y no vuelvas a ser el último de los estúpidos. Esta vez podían haber acababo contigo por atacar a la guardia, habrían podido pegarte como a un perro, y además impunemente. Da las gracias a Tansykbáyev, no necesita tu cadáver, te necesita a ti, vivo. ¿Comprendes?

Abutalip callaba con aire estúpido. Le daba lo mismo lo que pudiera sucederle, el giro que tomara su destino. Su espíritu no recuperó en seguida la capacidad para el sufrimiento.

En aquellos días tuvo momentos de obnubilación. La pérdida de la noción de la realidad, y el estado de duermevela, fueron una protección salvadora. En aquellos momentos, Abutalip no deseaba esconderse ni evitar la hiriente luz, al contrario, ansiaba ir al encuentro de aquella implacable y dolorosa radiación que le volvía loco, y le parecía que flotaba en el aire acercándose a la fuente de dolor y de irritación, venciéndose a sí mismo en la lucha por superar la fuerza de aquella luz incesante y cegadora, por disolverse y desaparecer en la inexistencia.

Sin embargo, incluso entonces conservaba en su martirizada conciencia un hilo que le relacionaba con el pasado: una deprimente e incesante añoranza, un incesante temor por su familia y por sus hijos.

Mientras sufría insoportablemente por ellos, por los que había dejado en Sary-Ozeki, Abutalip hacía esfuerzos por juzgarse a sí mismo, por entender su culpa, y procuraba responderse, también a sí mismo, por qué, realmente, era preciso que le castigaran. Y no encontraba respuesta. Como no fuera por haber caído prisionero, por haber estado cautivo de los alemanes como tantos otros, miles, que habían sido cercados. ¿Pero hasta qué punto se podía castigar por esto? La guerra ya quedaba lejos. Todo se había pagado hacía mucho tiempo, con sangre y con campos de concentración, y ya no estaba tan lejos el día en que se dispersaran, cada uno a su tumba, cuantos habían participado en la guerra. Pero el dueño del poder ilimitado continuaba vengándose, no se calmaba. ¿Cómo entender, si no, lo que estaba sucediendo? Al no encontrar respuesta, Abutalip acariciaba un sueño: de un día para otro se descubriría que se había producido un fastidioso malentendido, y entonces él, Abutalip Kuttybáyev, estaría dispuesto a olvidar todas las ofensas con tal que lo liberaran lo más rápidamente posible y lo enviaran cuanto antes a casa, y él correría, no, volaría como si tuviera alas, volaría hacia allí, hacia los niños, hacia su familia, hacia Sary-Ozeki, hacia el apartadero de Boranly-Buránny, donde le esperaban con impaciencia los niños Ermek y Daúl, y la esposa Zaripa, que cuidaba a sus retoños en aquella nevada estepa como el ave cuida a los suyos bajo el ala, junto al corazón palpitante, y que con lágrimas e interminables súplicas intentaba conmover, convencer, dulcificar el destino, suplicar misericordia para que el marido se salvara...

Para no llorar a lágrima viva, para no llorar de dolor ni caer en la locura, Abutalip empezó a acariciar sueños, buscando en ello un engañoso lenitivo, imaginando visualmente que él, justificado por ausencia de culpa, se presentaba en casa. Se veía saltando del estribo del mercancías que oportunamente le llevaba al hogar, se veía corriendo hacia la casa, y ellos —los niños y Zaripa— a su encuentro... Pero pasaban los minutos de ilusión, y volvía a la realidad como en una resaca, caía en el abatimiento, y algunas veces pensaba que «El castigo de SaryOzeki», la leyenda que había escrito —los sufrimientos de unos padres castigados, su adiós al hijito— era algo eterno que ahora tenía también relación con él. Él también había sido castigado con la separación... Y en realidad, sólo la muerte tiene derecho a separar a los padres de los hijos, pero nada más ni nadie más...

En estos momentos, Abutalip lloraba calladamente, avergonzado de sí mismo, sin saber cómo calmar las lágrimas que humedecían sus fuertes mejillas como la llovizna las piedras. Ni en la guerra había padecido tanto, pues entonces, aunque desdichado, estaba solo. Ahora había comprobado que un fenómeno al parecer normal —los hijos— encerraba el más alto sentido de la vida, y en cada caso concreto, en cada persona, era la felicidad; la felicidad si los tenía a su lado, y una tragedia si se había quedado sin ellos... Ahora había comprobado también lo mucho que significaba la propia vida en el momento de perderla, en la última hora, cuando bajo los destellos de la última luz, la luz cruel que precede a la inevitable marcha hacia la oscuridad, llega el momento de pasar cuentas. Y la cuenta principal de la vida son los hijos. Seguramente, porque así lo dispone la naturaleza: la vida de los padres se gasta en cuidar del crecimiento de sus continuadores. Y separar a los padres de los hijos significa privarles de la posibilidad de cumplir su misión de padres, es decir, condenar su vida a un final vacío. En estos momentos de clara visión era difícil no caer en la desesperación; conmovido, casi imaginando visualmente la escena de la entrevista, Abutalip concebía lo quimérico de la esperanza y era víctima de un callejón sin salida. Cada día la tristeza se apoderaba más profundamente de su alma, debilitando y doblegando su voluntad. La desesperación se acumulaba sobre él como la nieve húmeda en la pronunciada pendiente de la montaña, donde de un momento a otro se produce un inesperado alud...

Eso era lo que necesitaba el juez del M G B (Ministerio de Seguridad del Estado) Tansykbáyev, y esto era lo que procuraba conseguir desarrollando metódica y consecuentemente el dosier satánicamente inventado por ellos —con la aprobación de las autoridades superiores—, el historial del prisionero de guerra Abutalip Kuttybáyev, sus relaciones con los especialistas militares ingleses y yugoslavos, y su práctica de labor de zapa ideológica en los alejados distritos del Kazajstán. Ésta era la formulación general. Quedaba por delante el trabajo de investigación y calificación de algunos detalles, quedaba por delante también la confesión completa de Abutalip Kuttybáyev sobre los que participaban en el crimen, pero lo principal formaba parte ya de la propia formulación de la acusación, una acusación de extraordinaria actualidad política que atestiguaba la excepcional perspicacia de Tansykbáyev y su fervor en el servicio. Y si para Tansykbáyev este asunto era el gran éxito de su vida, para Abutalip Kuttybáyev era un cepo, un círculo de perdición, pues con una formulación tan terrorífica el resultado sólo podía ser uno: la confesión completa de los crímenes que le atribuían y todas las consecuencias dimanantes de ello. No podía haber ninguna otra salida. Era un caso absolutamente prejuzgado en el que la acusación servía de prueba irrefutable del crimen.