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Por ello, Tansykbáyev no podía inquietarse por el éxito final de su empresa. Aquel invierno había llegado el momento estelar de su carrera. Un insignificante descuido en el servicio le había condenado a permanecer algunos años con el grado de comandante. Pero ahora se le abría una nueva perspectiva. No tan a menudo, ni mucho menos, se conseguía pescar de las profundidades algo semejante al caso de Abutalip Kuttybáyev. Había tenido suerte, ni que decir tiene.

Sí, puede decirse que en aquellos días de febrero de 19533 la historia se había mostrado benévola con Tansykbáyev; al parecer, la historia del país sólo existía para servir puntualmente a sus intereses. No tanto con la comprensión cuanto con la intuición, presentía este buen regalo de la historia, que iba acrecentando continuamente la importancia primordial de su servicio y con ello lo elevaba cada vez más ante sus propios ojos, por lo que se sentía animado y de buen talante. Al mirarse en el espejo, a veces se admiraba: hacía tiempo que sus ojos de halcón, nunca parpadeantes, no tenían aquel brillo juvenil. Y removía los hombros canturreando satisfecho a media voz en purísimo idioma ruso: «Nacimos para convertir las fábulas en hechos reales...». Su esposa, que compartía sus esperanzas, también estaba de buen humor, y cuando venía al caso decía: «Es igual, no tardaremos en recibir lo debido». También el hijo, alumno de la clase superior y activista del komsomol, aunque a veces se mostrara desobediente, cuando se trataba del asunto decía con fervor: «¿Papá, podremos felicitarte pronto por tu ascenso a teniente coronel?». Tenía para ello sus motivos concretos, los cuales, aunque no tenían una relación directa con Tansykbáyev, sin embargo...

El caso era que hacía relativamente poco, medio año más o menos, había tenido lugar en Alma-Atá un proceso a puerta cerrada: el tribunal militar había juzgado a un grupo de nacionalistas burgueses del Kazajstán. Se había arrancado de raíz, implacablemente y para siempre, a este grupo de enemigos del pueblo trabajador. Dos de ellos habían sido castigados con la medida más severa —el fusilamiento— por unos trabajos científicos, escritos en lengua kasaja, en los que se idealizaba el maldito pasado feudal-patriarcal en perjuicio de la nueva realidad; dos colaboradores científicos del Instituto de Lengua y Literatura de la Academia habían sido condenados a veinticinco años de presidio... Los demás, a diez años... Pero lo principal no era esto, sino que el proceso había dado pie a que llegaran del centro grandes estímulos estatales para los especialistas que habían participado directamente en el descubrimiento e implacable erradicación de los nacionalistas burgueses. Cierto, los estímulos estatales tenían también carácter secreto, pero esto no atenuaba en absoluto su importancia. Los ascensos normales otorgados antes del tiempo reglamentario, la concesión de medallas y condecoraciones, las fuertes recompensas monetarias por el modélico cumplimiento de las tareas encomendadas, las menciones de agradecimiento en las órdenes publicadas, y los demás signos de atención, adornan la vida y no poco. Y fue también muy oportuna la adjudicación de pisos nuevos a los que se habían distinguido especialmente. A consecuencia de todo esto, las piernas se afirmaban, la voz se tornaba varonil, el tacón golpeaba el suelo con más aplomo.

Tansykbáyev no formaba parte del grupo de los ascendidos y premiados, pero tomaba parte activa en las celebraciones de sus colegas. Casi cada tarde, él y su esposa Aikumis iban al «remojo» de los nuevos ascensos, condecoraciones y pisos nuevos. Una serie completa de ágapes festivos, maravillosos e inolvidables, había empezado ya en vísperas de Año Nuevo. Ligeramente temblorosos al abandonar las calles frías y mal iluminadas de Alma-Atá, los invitados, al cruzar el umbral, quedaban envueltos en la alegría y el calor de los propietarios de los nuevos pisos, que estaban esperándoles. ¡Las caras y los ojos que les acogían en la puerta irradiaban un orgullo, una animación y un brillo tan poco ficticios! Verdaderamente, eran las fiestas de los elegidos, de los que conocían de nuevo el gusto de la felicidad. En aquella época, cuando las miserias y el hambre de los años de guerra todavía no se habían olvidado, en la periferia del Estado se acogía el nuevo y refinado confort entusiásticamente, hasta sentir vértigo. En provincias, sólo estaban de moda los coñacs caros, de marca, las lámparas y servicios de mesa de cristal. De los techos descendía el facetado destello de las arañas conseguidas como botín de guerra; en las mesas, cubiertas de níveos manteles, centelleaban los servicios alemanes, también botín de guerra, y todo esto cautivaba, predisponía a un humor benévolo, como si encerrara el más elevado sentido de la existencia, como si ninguna otra cosa de este mundo fuera ni pudiera ser digna de atención.

En el vestíbulo flotaban ya los efluvios de la cocina, donde entre otras cosas se preparaba el inevitable plato rey, la tierna y joven carne de caballo, alimento de los abuelos heredado de la vida nómada, una carne que desprendía caprichosamente los antiguos aromas de la estepa entre las nuevas paredes. Y todos los reunidos se sentaban ceremoniosamente, disfrutando por anticipado del ágape común. Pero el sentido del festín no estribaba únicamente, o no tanto, en la comida, pues el hombre, una vez harto, empieza a sentirse molesto si tiene delante comida en abundancia, sino en las opiniones manifestadas durante la sobremesa: las felicitaciones y buenos deseos. Era un ritual que encerraba algo infinitamente dulce, y esta sensación agradable era capaz de contener y de tragar todo cuanto se acumulaba en el alma. Durante un tiempo, incluso la envidia no era envidia sino amabilidad, los celos colaboración, y la hipocresía se tornaba por breve tiempo sinceridad. Y cada uno de los presentes, transfigurado de manera sorprendente, presentaba su más laudable faceta, se manifestaba como podía sobre temas inteligentes, y lo más importante, con elocuencia, entrando en tácita competencia con los demás. ¡Oh, era a su modo una representación dramática! Qué majestuosos brindis se levantaban como pájaros de vistoso plumaje bajo los techos provistos de arañas de cristal conquistadas durante la guerra, qué discursos se derramaban cual escritos rebuscados, contagiando a los asistentes un énfasis cada vez más elevado.

A Tansykbáyev y a su esposa les emocionó especialmente el brindis de un teniente coronel kasajo de la última hornada. El teniente coronel se levantó solemnemente de la mesa y se puso a hablar de un modo tan fervoroso y grave como si fuera un artista del teatro dramático en el papel de un rey que asciende al trono.

¡Isyl dosta [19] !–empezó mirando significativamente a los reunidos con ojos lánguidos y majestuosos, como subrayando con ello que era necesario prestar una atención total, completamente seria–. Como ya comprenderéis, hoy mi alma está a rebosar, es un mar de felicidad. Comprendedlo. Y quiero decir unas palabras. Es mi hora y quiero hablar. Comprendedlo. Siempre he sido ateo. He crecido en el komsomol. Soy un bolchevique firme. Comprendedlo. Estoy muy orgulloso de ello. Dios para mí no es nada. Que Dios no existe lo sabe todo el mundo, lo sabe todo colegial soviético. Pero quiero deciros una cosa muy distinta, ¡quiero deciros que en este mundo hay un dios! Un momento, esperad, no sonriáis, amigos míos. ¡Cómo sois! Creéis haberme pillado en lo que he dicho. ¡No, de ninguna manera! Comprendedlo. No me refiero al dios inventando por los opresores de las masas trabajadoras antes de la revolución. Nuestro dios es el portador del poder, cuya voluntad, según escriben los periódicos, dirige esta época del planeta, y nosotros vamos de victoria en victoria hacia el triunfo mundial del comunismo; es nuestro genial caudillo, que lleva de la mano la brida de la época del mismo modo, comprendedlo, que el guía de una caravana lleva la brida del camello que va en cabeza: ¡Es nuestro Iósif Vissariónovich! Nosotros le seguimos, él conduce la caravana y nosotros tras él por el mismo sendero. Y nadie de los que piensan de manera diferente a la nuestra, o llevan en la mente otras ideas que las nuestras, escapará a la espada justiciera de la Cheka que nos legó nuestro férreo Dserzhinski. Comprendedlo. Hemos declarado una guerra sin cuartel a nuestros enemigos. Su casta, su familia y todos los elementos afines serán liquidados en nombre de la causa proletaria, comprendedlo, como se queman en un montón las hojas en otoño. Pues sólo puede haber una ideología, comprendedlo, y ninguna otra. Entre todos, por ejemplo, hemos limpiado la tierra de adversarios ideológicos, de nacionalistas burgueses y demás, comprendedlo, y se esconda el enemigo donde se esconda, finja ser quien finja ser, no habrá compasión ninguna para él. Desenmascarar en todo lugar al enemigo de clase, poner al descubierto cualquier red de espionaje enemigo, comprendedlo, esto es lo que nos enseña el camarada Stalin, golpear al enemigo, consolidar la moral de las clases populares, éste es nuestro lema. Hoy, el día que se me concede la distinción, el día que se ha leído la orden de ascenderme antes del tiempo reglamentario, juro que también en adelante seguiré invariablemente la línea estalinista de buscar al enemigo, comprendedlo, de encontrarlo y descubrir sus criminales proyectos, por los que recibirá un irremisible y severo castigo. Comprendedlo, neutralizamos a los principales nacionalistas, pero sus partidarios se escondieron en los institutos y en las redacciones. Sin embargo, tampoco escaparán de nosotros, no habrá compasión ninguna. En cierta ocasión, durante un interrogatorio, un nacionalista me dijo que al final nuestra historia se encontraría en un callejón sin salida, y que seríamos malditos como diablos. ¿Lo comprendéis?