¡A un hombre así había que pegarle un tiro allí mismo! –no pudo contenerse Tansykbáyev, e incluso se incorporó irritado.
Cierto, comandante, y es lo que habría hecho –le secundó el teniente coronel–, pero todavía lo necesitaba para la investigación, de modo que le dije: «Cuando entremos en este callejón sin salida, tú, canalla, hará mucho tiempo que ya no estarás en este mundo. Los perros ladran pero la caravana de Stalin sigue adelante...».
Todos a la vez soltaron la carcajada y aplaudieron, aprobando el digno sermón largado al insignificante nacionalista, todos a la vez se levantaron con las copas dispuestas en las manos extendidas. «Por Stalin», corearon todos al unísono, y todos bebieron y se mostraron ostentosamente las copas vacías unos a otros, como confirmando con ello la veracidad de las palabras pronunciadas y su fidelidad a ellas.
Después se dijeron aún muchas cosas como continuación de la misma idea. Y estas palabras, que se generaban y multiplicaban espontáneamente, estuvieron aún largo rato revoloteando sobre las cabezas de los reunidos, acumulando en ellos una ira y una furia mal disimuladas, como el enjambre ahumado de unas avispas silvestres que se enfurecen cada vez más por el hecho de ser portadoras de veneno y de ser muchas.
En el alma de Tansykbáyev, sin embargo, hervía su propia y encrespada ola, que excitaba sus pensamientos y reforzaba su decisión. Y ello no porque semejantes manifestaciones fueran algo nuevo para él, nada de eso, al contrario, toda su vida y la vida de sus numerosos compañeros de servicio, lo mismo que la de todos sus aledaños sociales perceptibles, discurría día tras día en esta atmósfera de incesante estímulo, y de indomable lucha, que recibía el nombre de lucha de clases y que por ello era absolutamente justificable. Pero había un problema secreto. Para caldear continuamente la lucha se necesitaban nuevos objetivos cada día, nuevas orientaciones en la tarea de desenmascarar al enemigo; como quiera que en este campo ya se había trabajado mucho, poco menos que agotándolo hasta el fondo, hasta la deportación de pueblos enteros funestamente desterrados a Siberia y al Asia Central, cada vez resultaba más difícil recoger una cosecha «individualizada» recurriendo a la antigua costumbre de las acusaciones más en boga en la variante de la periferia nacionalista: las de nacionalismo feudal-burgués. Escarmentados por la amarga experiencia de una época en la que la más mínima denuncia sobre el carácter ideológicamente dudoso de tal o cual persona acarreaba inmediatamente el castigo de dicha persona y de sus allegados, la gente ya no cometía errores fatales, no decía ni escribía nada que pudiera interpretarse como una manifestación de nacionalismo. Al contrario, muchos fueron precavidos y cautos en exceso, hasta el punto de negar pomposamente cualquiera de los valores nacionales, llegando hasta renunciar a su idioma natal. Cualquiera pillaba a uno de ésos si a cada paso declaraba que hablaba y pensaba invariablemente en el idioma de Lenin...
Y precisamente en este período parco en acontecimientos, difícil en el campo de la lucha por descubrir nuevos enemigos ocultos, el comandante Tansykbáyev había tenido suerte, aunque por casualidad. La denuncia contra Abutalip Kuttybáyev, del apartadero de Boranly-Buránny, llegó a sus manos como un material de muy secundaria importancia, más como información que destinado a una seria investigación. No obstante, Tansykbáyev no lo dejó escapar. La intuición no le había fallado. Ni corto ni perezoso, Tansykbáyev fue al lugar, a enterarse, y ahora cada vez estaba más convencido de que el asunto, modesto a primera vista, podía adquirir el peso suficiente tras la correspondiente elaboración. Por tanto, si todo se desarrollaba debidamente, era indudable que los estímulos de arriba no le dejarían al margen. ¿No era testigo de un éxito semejante en este momento y en esta mesa? ¿No sabía como se montan esas cosas? ¿Sentíase acaso mal entre aquellas personas tan conocidas, tan honestamente entregadas al Dios-Poder, que gracias a su celo gozaban hoy de felicidad con cristales en la mesa y en el techo? Pero sólo había un camino hacia el Dios-Poder: sirviéndolo con el trabajo oscuro y continuo de descubrir y densenmascarar a los enemigos emboscados.
Y entre los enemigos convenía vigilar con especial atención a los que habían sido prisioneros de guerra. Eran criminales ya por el mero hecho de no haberse pegado un tiro en la frente, pues estaban obligados a no rendirse, a morir y a demostrar de esta manera su absoluta fidelidad al Dios-Poder, el cual exigía estrictamente morir y no caer prisionero. Y el que se había rendido era un criminal. Y el inevitable castigo debía servir de advertencia para todos, en todos los tiempos y en todas las generaciones. Ésta era la norma del propio Caudillo, del Dios-Poder. Y Kuttybáyev, a quien sometía a una investigación, pertenecía precisamente al número de los antiguos prisioneros de guerra, y además, cosa extremadamente importante, en su expediente había un punto muy útil donde engancharse, un detalle muy actuaclass="underline" si se conseguía arrancar a Kuttybáyev una confesión a este respecto, aunque sólo fuera la confesión de un hecho pequeño, esto podría servir en un gran asunto, como el clavo clavado en el sitio necesario, serviría para desenmascarar los proyectos –pérfidos desde el principio– de la banda revisionista de Tito y Rankovich que pretendían seguir su propio camino en el desarrollo de Yugoslavia sin la aprobación de Stalin. ¡Vaya propósitos! No hacía tanto que la guerra terminara y ya habían decidido independizarse. ¡No se saldrían con la suya! Stalin convertiría esta idea en cenizas y las echaría al viento. Y a todo esto, nunca vendría mal demostrar una vez más, aunque fuera con un hecho de poca monta, que las pérfidas ideas revisionistas habían nacido entre los jefes de los guerrilleros yugoslavos hacía tiempo, en los años de guerra, y que esto había sucedido bajo la influencia directa de los espías ingleses. Y en las notas de Abutalip Kuttybáyev figuraban unos recuerdos de la época en que los guerrilleros yugoslavos se encontraban con los ingleses, por lo que había todo el fundamento para obligarle a decir lo que ahora convenía que dijera. Y era indispensable conseguirlo a toda costa. Esforzarse hasta reventar, pero obligar a aquel plumífero de Sary-Ozeki a que expusiera lo conveniente. En realidad, en política todo vale cuando vuela en la dirección del viento. Cada pequeñez puede ser útil, puede servir de piedra arrojada al enemigo para rematarlo en la lucha ideológica. De ahí surgía la tarea de conseguir una piedra, aunque fuera una piedrecita, para depositarla de manera simbólica, pero personalmente hasta cierto punto, y de todo corazón, en las manos del Dios-Poder como una piedrecita más. Si no la arrojaba ÉL, ya encargaría a quien correspondiera que arrojara la piedra a los lameculos –según expresión de los periódicos– del odioso revisionista Tito y de su secuaz Rankovich. Y si no servía, si decían que era demasiado pequeña, tampoco su celo dejaría de ser tenido en cuenta... Posiblemente, todos los que se sentaban a la mesa estarían también en su casa, se sentirían igual en su hogar gracias a este excelente asunto. Realmente, el sentido de la vida está en la felicidad, y el éxito es el principio de la felicidad.