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En esto pensaba Tansykbáyev con sus ojos de halcón durante esta velada conmemorativa, y sentado a la mesa intercambiaba réplicas con los demás, siguiendo al parecer el curso de la conversación, pero cual nadador en el flujo tumultuoso de un río, nadaba en aquel momento en el rápido creciente de sus pasiones y anhelos. Sólo su esposa, Aikumis, que conocía muy bien a su marido, observó que algo le pasaba, que se preparaba para algo como una fiera indomable que sale de noche a cazar y ya ha olfateado a su presa. Lo veía por sus ojos, por su mirada de halcón que no parpadeaba y que unas veces se congelaba y otras se cubría con un vaporcillo de inquietud. Por ello le cuchicheó: «Cuando salgamos de aquí con todos los demás nos iremos a casa, sólo a casa». Por toda respuesta, Tansykbáyev asintió a disgusto con la cabeza. No quiso replicar en público, aunque habría valido la pena. En su cabeza había madurado un nuevo plan de acción mucho más amplio. Porque Kuttybáyev había estado con los guerrilleros yugoslavos junto a muchos otros prisioneros de guerra que hoy se encontraban viviendo cada cual en su rincón. Por lo tanto, ellos también podían saber algo, recordar algo, y no sería tan difícil obligar a Kuttybáyev a dar el nombre de los más activos. Era indispensable recopilar este material, mañana mismo había que hacer la correspondiente petición. O ir personalmente al centro cuanto antes. Y analizar, desenterrar, obligar a Kuttybáyev a confirmar lo que fuera necesario. Luego, en base a sus declaraciones, acusar a los ex prisioneros de guerra que habían combatido en Yugoslavia, hacer recaer de nuevo la responsabilidad sobre estas personas por no haber denunciado, por haber ocultado –ante la Comisión de Repatriaciones de la Unión Soviética– los pérfidos proyectos de los revisionistas yugoslavos. Y personas de estas características podrían descubrirse más de cien y más de mil, y procedería –era preciso dar esta idea, más que nada en forma de nota secreta– hacerlos pasar por el molino de los interrogatorios para meter después a toda esta gente en un campo de concentración y poner punto final...

Ante esta idea, que se le había ocurrido ante una mesa dispuesta con toda clase de manjares y de copas de coñac, Tansykbáyev sintió que se elevaba su espíritu, le vinieron ganas de beber un poco más, de comer, de cantar, de fastidiar a los vecinos y de reír de satisfacción disfrutando anticipadamente con el nuevo cambio que iba a producirse en su vida. Contempló a los presentes con la mirada agradecida de sus ojos misteriosamente brillantes, pues en realidad todos los presentes eran de su misma cuerda, eran personas queridas, de un mismo barro, y por ello muy agradables en aquel momento. Esa gente querida no tenía la menor sospecha de que estaba viviendo el momento del nacimiento de grandes ideas en la mente de Tansykbáyev. Todo esto le provocó un ardiente flujo de sangre a la cabeza, y unos latidos alegres y acelerados en su exultante y vibrante corazón.

El proyecto surgido en aquel momento contenía perspectivas completamente reales de ascenso en el servicio. Era sensato y lógico: cuanto más acosara a los enemigos ocultos más ganaría él mismo. Semejante perspectiva ponía alas a su espíritu. Y pensó no sin orgullo: «¡Así organizan sus asuntos las personas inteligentes! ¡No me quedaré a mitad camino, cueste lo que cueste!». Y le vinieron ganas de actuar inmediatamente, de sacar acto seguido el coche del garaje y volar hacia allí, hacia el semisótano de ventanas enrejadas que llevaba el nombre de celda incomunicada de investigación, donde estaba Abutalip Kuttybáyev, y ponerse en seguida manos a la obra: interrogar sin perder tiempo, allí mismo, en la celda, e interrogar de tal manera que el acusado sintiera en su alma que se le petrificaban las tripas de terror. Y nada de ambigüedades con respecto al fin del asunto; si Kuttybáyev confesaba su culpa, si confirmaba los manejos anglo-yugoslavos, si nombraba a todos los que habían estado con los guerrilleros, lo condenarían por el artículo 58, punto 1-«b», a veinticinco años de campo de concentración; si no, sería fusilado por traición, por espionaje en colaboración con los servicios especiales extranjeros y por labor de zapa ideológica entre la población del lugar. Que se lo pensara muy bien.

Al razonar cómo sucedería todo esto, Tansykbáyev preveía con antelación muchas cosas: cómo entablaría la conversación durante el interrogatorio, cómo se obstinaría Kuttybáyev y qué medidas habría que adoptar para quebrantar su voluntad. Pero sabía también que el otro no tenía escape, no tenía elección, si quería vivir. Naturalmente, se justificaría obstinadamente diciendo que no era culpable de nada, que había redimido su condición de prisionero con las armas en la mano luchando al lado de los guerrilleros yugoslavos, que había sido herido, que había derramado su sangre, que al final de la guerra había pasado por la Comisión de Repatriaciones, que había trabajado honradamente, etc. Todo esto eran palabras vacías. Kuttybáyev no podía saber que no se le necesitaba en calidad de esto sino en calidad de otra cosa muy distinta. Y que puesto en esta otra calidad que le exigían, serviría de principio a toda una actuación para desenraizar a los enemigos ocultos del Estado. Se le necesitaba como primer eslabón tras el cual seguiría toda la cadena. ¿Qué podía haber por encima de los intereses del Estado? Algunos piensan que la vida humana. ¡Locos! El Estado es un horno que arde con una sola leña, la humana. De otro modo, el horno se ahogaría, se apagaría. Y no habría necesidad de él. Pero la gente no puede existir sin Estado. Ella misma organiza la cocción. Y los fogoneros tienen la obligación de aportar leña. Todo se sostiene sobre eso.

Filosofando de esta guisa –en la escuela del partido algo había aprendido en otro tiempo de los estudios clásicos– sentado a la mesa al lado de su esposa, a la que al parecer era difícil esconder su pensamiento, Tansykbáyev sacaba tiempo para asentir con la cabeza y la palabra a sus vecinos en medio de la conversación general, y se entusiasmaba en su fuero interno con la maravillosa condición humana. Ahora, por ejemplo, estaba sentado en un grupo, entre invitados, y aunque aparentaba estar total y completamente absorto en la gravedad del momento, en realidad pensaba en algo enteramente distinto. ¿Quién habría podido imaginar a qué meta apuntaba ni qué planes estaba madurando? La conciencia de que él, pacíficamente sentado a la mesa, encerraba algo demoledor, inevitable, dependiente sólo de su voluntad, la conciencia de que nadie, de momento, podía acceder a sus proyectos, cuya secreta fuerza, una vez puesta en acción, obligaría a las personas a arrastrarse de rodillas ante él y –a través de su persona– ante el propio Dios-Poder, y de que en este sentido él era uno de los peldaños –entre muchos, aunque limitados– que conducían al intimidador pedestal del Dios-Poder, le provocaba una beatitud y una impaciencia físicas, como la vista de una comida sabrosa o el frenético presentimiento de una unión carnal. Y cada copa que tomaba hacía crecer más y más esta excitación que se apoderaba de su persona y discurría por su cuerpo como una agobiante y acelerada circulación sanguínea, de modo que le costaba no poco esfuerzo dominarse. Tansykbáyev se repetía a sí mismo que empezaría a poner en práctica su plan no más tarde de mañana, y que todavía estaba a tiempo.