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Examinando mentalmente los detalles del asunto que iba a emprender, Tansykbáyev experimentaba una sensación de profunda satisfacción por la solidez de sus intenciones, por lo lógico del proyecto. Mas pese a todo existía la sensación de que le faltaba algo, de que era preciso redondear el pensamiento sobre algo, de que algunas pruebas no habían entrado aún en acción, no habían sido estudiadas en suficiente medida.

Por ejemplo, algo se ocultaba realmente en las notas de Kuttybáyev sobre el mankurt. ¡El mankurt! ¡El rapado mankurtque había matado a su madre! Sí, naturalmente, era una antiquísima leyenda, ¡pero a algo debía referirse Kuttybáyev al anotar la leyenda! No en vano, ni por casualidad, habría anotado ese mito tan detallada y cuidadosamente. Sí, el mankurt, el mankurt... ¿Qué habría allí escondido, si era alegórico, qué? Y sobre todo, ¿cómo se disponía Kuttybáyev a utilizar la historia del mankurten sus fines de instigación, en qué forma, de qué manera? Aunque vagamente adivinaba algo ideológicamente sospechoso en la leyenda del mankurt, Tansykbáyev, no obstante, no podía afirmarlo categóricamente, no había una seguridad plena para poder demostrar la culpa con absoluta certeza. ¿Y si dijera –como corresponde en tales casos– que dicha leyenda es antipopular y le hiciera responsable de ello? ¿Pero cómo? En este punto, Tansykbáyev no era competente, y él lo comprendía. Debería dirigirse a algún científico. En realidad, en el desenmascaramiento de los nacionalistas burgueses que hoy estaban celebrando, la cosa había ido de esta manera: descubrieron primero a un grupo, y luego lanzaron a unos científicos contra otros acusándoles de nacionalismo, de cantar el pasado en perjuicio de la época socialista estaliniana, y eso había sido suficiente para que el molino funcionara días enteros. Y pese a todo, sí, algo se ocultaba en el hecho de que Kuttybáyev hubiera anotado con tanto esmero la historia del mankurt. Sería necesario empaparse cuidadosamente, una vez más, de cada palabra, y si se descubría el más mínimo agarradero aprovechar también la anotación de la leyenda, adjuntarla al expediente e incriminarle.

Aparte de esto, entre los papeles de Kuttybáyev se había descubierto el texto de otra leyenda con el título de «El castigo de Sary-Ozeki», de la época de Gengis Kan. Tansykbáyev no prestó de momento atención a esta antiquísima historia, que sólo ahora empezaba a preocuparle. En realidad, si se meditaba profundamente, parecía posible encontrar en ella alguna alusión política...

Durante la campaña para la conquista de Occidente, Gengis Kan, que conducía por las grandes extensiones asiáticas a su pueblo en armas, ordenó una ejecución en las estepas de SaryOzeki: entregó a la horca a un [20]y a una joven bordadora que recamaba en oro las banderas triunfales de seda, con sus dragones de fuego...

En aquella época, gran parte de Asia estaba ya bajo la bota de

Gengis Kan dividida en regiones repartidas entre sus hijos, sus nietos y sus generales. Ahora llegaba el turno de las tierras de más allá del Itil (el Volga), el destino de Europa.

En las estepas de Sary-Ozeki reinaba ya el otoño. Las copiosas lluvias habían llenado de agua los pequeños lagos y ríos que se secaban durante el verano, por lo tanto había con qué abrevar los caballos durante el camino. La armada de la estepa tenía prisa. El paso del desierto de Sary-Ozeki se consideraba la parte más difícil de la campaña.

Tres ejércitos, tres turnende diez mil hombres, avanzaban abriendo ampliamente sus flancos. Del poder de estos turnense podía juzgar por sus actos, y por el polvo que levantaban sus cascos, que flotaba sobre el horizonte durante muchos kilómetros como el humo de un incendio en la estepa. Otros dos turnencon rebaños de caballos de reserva, carros y ganado para la matanza diaria, seguían detrás; era posible convencerse de ello con sólo volver la cabeza: allí también se arremolinaba el polvo hasta la mitad del cielo. Había también otras fuerzas de combate que no era posible ver por encontrarse muy alejadas de estos lugares. Para llegar a ellas había que galopar varios días: eran el ala derecha y el ala izquierda, compuestas por tres turnencada una. Estas tropas avanzaban independientemente en dirección al Itil. Cuando llegaran los primeros fríos, estaba previsto convocar en el cuartel general del kan, a orillas del Itil, a todos los jefes de los once turneny consensuar las acciones futuras. Luego avanzarían sobre el hielo a través del Itil hacía países famosos y ricos en cuya conquista soñaba tanto Gengis Kan como sus jefes y cada uno de sus jinetes...

Así avanzaba el ejército en campaña, sin distraerse, sin demorarse, sin perder tiempo. Con ellos, en los carros, había también mujeres, y esto fue la desgracia.

Gengis Kan, acompañado durante la marcha por medio millar de guardianes y por un séquito de zhasaulos, se encontraba en el centro de todo el movimiento como una isla flotante. Pero cabalgaba aparte, delante de ellos. Al Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales no le gustaba el ajetreo de mucha gente a su alrededor, y mucho menos en campaña, cuando era conveniente guardar silencio, mirar hacia delante y pensar en los asuntos.

Montaba a su predilecto Juba, un corcel amblador –había recorrido medio mundo bajo la silla del kan– de buena complexión, liso como un canto rodado, poderoso de pecho y cerviz, crines blancas y cola negra, paso uniforme, sedoso. Dos caballos de reserva, no menos sufridos y andarines, iban descargados, adornados con los arreos del kan, de brillante confección, conducidos por palafreneros a caballo. El kan cambiaba de caballo en plena marcha así que el que montaba empezaba a sudar.

Lo más notable, sin embargo, no era el entorno de Gengis Kan, sus intrépidos y zhasaulos, cuya vida pertenecía más a Gengis Kan que a ellos mismos –por eso eran elegidos como los filos de los cuchillos, uno de cada cien–, ni tampoco los magníficos caballos de silla, tan raros como los filones de oro en la naturaleza. No, lo notable de esta campaña era algo completamente distinto. Durante todo el camino había sobre la cabeza de Gengis Kan una nube que le tapaba el sol. La nube iba donde él iba. El blanco nubarrón, del tamaño de unayurta' grande, le seguía como si fuera un ser vivo. Y a nadie le pasó por la cabeza –había tantas nubes en las alturas– que aquello era una señaclass="underline" así mostraba el Cielo su bendición al Soberano de los Mundos. Sin embargo, Gengis Kan, que lo sabía, observaba involuntariamente el curso de la nube, cada vez más convencido de que se trataba efectivamente de un signo de la voluntad de Cielo-Tengra.