Un profeta nómada, al que Gengis Kan había permitido un día acercarse a su persona, había predicho la aparición de la nube. El extranjero no había pegado la cara al suelo, no le había adulado ni había profetizado en su provecho. Al contrario, ante la faz amenazadora del conquistador de la estepa, solemnemente sentado en el trono de la [21]dorada, había permanecido de pie con la cabeza dignamente alta, flaco, harapiento, con los cabellos largos hasta los hombros, cual mujer con los rizos sueltos. El extranjero tenía una mirada severa, una barba impresionante, y unos rasgos faciales morenos y secos.
He venido a ti, gran kan –le transmitió a través de un intérprete iugur–, para decirte que por voluntad del Cielo Supremo habrá para ti una señal especial en las alturas.
Por un instante, Gengis Kan se quedó inmóvil de sorpresa. El forastero estaba loco o no comprendía cómo podía terminar todo aquello para él.
¿Qué signo? ¿De dónde lo has sacado? –se interesó el todopoderoso con la frente fruncida, conteniendo a duras penas su irritación.
–De dónde lo he sacado no es cosa que deba divulgarse. Por lo que respecta al signo, te lo diré: aparecerá una nube sobre tu cabeza y te seguirá a todas partes.
–¿Una nube? –exclamó Gengis Kan sin disimular su asombro, y levantó bruscamente las cejas. Todos los que estaban a su alrededor se pusieron involuntariamente tensos a la espera del estallido de la cólera del kan. Los labios del intérprete se tornaron blancos de terror. El castigo podía afectarle también a él.
–Sí, una nube –respondió el profeta–. Será el índice del Cielo Supremo bendiciendo tu altísima posición en la tierra. Pero debes salvaguardar esta nube, pues si la pierdes perderás tu poderosa fuerza...
En la yurta dorada se hizo una sorda pausa. En aquel momento podía esperarse de Gengis Kan cualquier cosa, pero la furia de su mirada se apagó súbitamente como el fuego que acaba de consumirse en una hoguera. Superado el salvaje instinto de castigar, comprendió que no era conveniente interpretar las palabras del profeta vagabundo como un exabrupto provocativo, y mucho menos castigarlo, pues no estaría a la altura de su honor de kan. Y Gengis Kan, escondiendo una maligna sonrisa en sus bigotes ralos y rojizos, dijo:
–Admitamos que el Cielo Supremo te haya inspirado estas palabras. Admitamos que me lo creo. Mas dime, prudentísimo extranjero, ¿cómo voy a salvaguardar una nube que va libremente por los cielos? ¡No voy a enviar conductores de ganado montados en caballos alados para que vigilen esa nube! ¡No voy a embridar la nube como si fuera un caballo salvaje! ¿Cómo puedo vigilar a una nube del cielo impulsada por el viento?
–Éste es tu problema –respondió brevemente el forastero.
Y de nuevo todos se quedaron inmóviles, de nuevo reinó un silencio de muerte, y de nuevo se pusieron blancos los labios del intérprete, y nadie de los que se encontraban en la yurta dorada se atrevió a levantar los ojos hacia el desgraciado profeta que, por estupidez o por alguna razón desconocida, se había condenado a una perdición segura.
–Recompensadle y que se vaya –soltó sordamente Gengis Kan, y sus palabras cayeron en las almas como gotas de lluvia en tierra seca.
Este caso extraño y absurdo no tardó en olvidarse. Ciertamente, hay tantos extravagantes en este mundo. ¡Cómo había presumido el profeta! Pero sería injusto decir que el extranjero había arriesgado la cabeza sólo por frivolidad. No podía dejar de comprender a lo que se exponía. Poco les habría costado a los del kan agarrarlo allí mismo y atarlo a la cola de un caballo salvaje entregándolo a una muerte infamante por irrespetuoso y arrogante. Y sin embargo, algo había movido al temerario extranjero, algo le había inspirado a presentarse intrépidamente ante el león del desierto, ante el más terrible e implacable soberano. ¿Fue el acto de un loco, o era realmente una providencia del Cielo?
Y cuando ya todo se había olvidado en la carrera de los días, Gengis Kan recordó de pronto al desafortunado profeta. Lo recordó exactamente dos años después.
Dos años enteros empleó el imperio en preparar la campaña de Occidente. Tiempo después, Gengis Kan se convenció de que en su reino, conseguido mediante un incontenible ensanchamiento de las fronteras, aquellos dos años habían sido el período más activo de acumulación de fuerzas y de medios para abrirse una brecha al mundo, para llegar a su anhelado objetivo, la conquista de unas tierras y regiones cuya posesión le permitiría considerarse justamente el Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales, de todos los lejanos límites del mundo hasta donde pudiera rodar la ola de su demoledora caballería. La esencia cruel del soberano de la estepa, su misión histórica, se reducía a esta idea paranoica, a la sed insaciable de dominio y de poder sobre todas las cosas. Por ello, toda la vida existente en su imperio, todos los campamentos nómadas sometidos en los enormes espacios asiáticos, toda la población multirracial reprimida bajo una mano única y firme, los ricos y los desheredados de todas las ciudades y campamentos nómadas, y en resumen, cada persona, fuera quien fuera y trabajara en lo que trabajara, se encontraba completamente sometida a esta pasión secularmente insaciable y diabólica: conquistar continuamente nuevas tierras, someter continuamente tierra y pueblos. Y por ello estaban todos, del primero al último, ocupados en este único servicio, sometidos a este único proyecto: el crecimiento, la acumulación y el perfeccionamiento de la fuerza militar de Gengis Kan. Y todo cuanto se podía obtener de las entrañas de la tierra para transformarlo en armamento, toda actividad viva y creadora, se orientaba al consumo de la campaña, al poderoso salto de Gengis Kan a Europa, a sus fabulosas y riquísimas ciudades –donde esperaba a cada guerrero un abundante botín–, a sus bosques densamente verdes, y a sus prados con hierba hasta el vientre de los caballos, donde el kumis [22]manaba como un río; el gozo de este poder sobre el mundo alcanzaría a todos y cada uno de los que participaran en la campaña bajo las banderas del dragón vomitando llamas –estandarte de Gengis Kan– y cada uno disfrutaría de la victoria, como disfruta la mujer centrando su máxima dulzura en lo que lleva en su seno. Ir, vencer y someter las tierras eran órdenes del Gran Kan, y eso era lo que había que hacer...
Gengis Kan era un hombre práctico en alto grado, calculador y perspicaz. Al preparar la invasión de Europa, previó y pensó todas las cosas hasta en sus más mínimos detalles. A través de exploradores y fugitivos adictos, de mercaderes y peregrinos, de derviches viajeros, de negociantes chinos, iugures, árabes y persas, averiguó cuanto convenía saber en relación con el movimiento de enormes masas de soldados, los caminos y vados más cómodos. Tuvo en cuenta los usos y costumbres, las religiones y las ocupaciones de los habitantes de los lugares por donde debían avanzar sus tropas. No sabía escribir, tenía que guardar todo esto en la mente y comparar las ventajas y los inconvenientes de todo lo que le esperaba en la campaña. Sólo así se podía conseguir que la empresa funcionara, pero ante todo era necesaria una disciplina estricta y férrea, pues sólo de esta manera se podía contar con el éxito. Gengis Kan no admitía ninguna debilidad, nadie ni nada debían ser un estorbo a su principal objetivo: la conquista de Europa.
Y fue entonces, reflexionando sobre su estrategia, cuando dictó una orden sin precedentes en todos los siglos: prohibir el nacimiento de hijos en su pueblo-ejército. El caso era que las esposas y los hijos pequeños de los guerreros seguían habitualmente al ejército en carros familiares, trasladándose con las tropas de un lugar a otro. Esta tradición, que existía desde hacía mucho tiempo, venía impuesta por una necesidad vitaclass="underline" las discordias intestinas eran incesantes, y los enemigos a menudo se vengaban aniquilando a las esposas y a los hijos que se habían quedado en su tierra sin defensa. Además, mataban en primer lugar a las mujeres embarazadas para cortar la estirpe de raíz. Pero la vida cambiaba con el tiempo. Con la llegada de Gengis Kan, las tribus, que antes guerreaban continuamente entre sí, cada vez se reconciliaban y se unían más bajo la cúpula única del gran Estado.