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En su juventud, cuando todavía se llamaba Temuchin, Gen-gis Kan había combatido no poco con las tribus vecinas, había cometido ferocidades y las había sufrido. Borte, su esposa predilecta, fue raptada en una incursión de los merkitosy convertida en rehén. Al subir al poder, Gengis Kan empezó a cortar las discordias intestinas implacablemente. Las disputas le impedían gobernar, socavaban la fuerza del Estado.

Pasaron los años y fue desapareciendo gradualmente la antigua necesidad de vivir en carros familiares. Sobre todo, el carro familiar se convertía en un lastre para el ejército, en un obstáculo para la agilidad de las operaciones militares en gran escala, especialmente en la ofensiva y en el paso de los obstáculos fluviales. De ahí la rigurosa norma del dueño de la estepa: prohibir categóricamente que las mujeres –que seguían al ejército en los carros– parieran hasta la culminación victoriosa de la campaña occidental. Dictó esta orden año y medio antes de salir de campaña. En esta ocasión, les dijo:

–Cuando hayamos sometido a los países occidentales detendremos los caballos, bajaremos del estribo, y entonces las mujeres de los carros podrán parir cuanto gusten. Hasta entonces, que mis oídos no oigan noticias de nacimientos en los turnen...

Gengis Kan rechazaba incluso las leyes de la naturaleza en favor de sus victorias militares, cometiendo un sacrilegio contra la propia vida y contra Dios. Quería poner también a Dios a su servicio, pues la fecundación es la nueva de Dios.

Nadie, ni en el pueblo ni en el ejército, se rebeló ni pensó en rebelarse ante esta arbitrariedad; en aquellos días el poder de Gengis Kan había alcanzado una fuerza y una concentración tan inauditas que todos se sometieron incondicionalmente a la increíble orden que prohibía la reproducción, pues la desobediencia se castigaba inevitablemente con la muerte...

Hacía ya dieciséis días que Gengis Kan iba de camino, de campaña contra Occidente, y experimentaba un estado de ánimo especial, desusado. Exteriormente, el Gran Kan se comportaba como siempre, como correspondía a su persona: severo, distante, como el halcón en horas de reposo. Pero su alma estaba exultante, cantaba canciones y componía versos:

... Una noche nubosa

Miyurta de vapores envuelta

Rodeaba mi guardia en el suelo tendida,

Acunándome en miyurta palatina.

Hoy, de camino, quiero expresar mi gratitud:

Mi antiquísima guardia nocturna ¡Al trono del kan me elevó! En la ventisca y en la llovizna, Que cala hasta dar temblor,

En la densa lluvia y en lluvia normal,

Alrededor de miyurta de campaña

Permanece, sin molestarme, Tranquilizando mi corazón, ¡mi guardia!

Hoy, de camino, quiero expresar mi gratitud: Mi fuerte guardia nocturna

¡Al trono me elevó!

Entre enemigos alborotadores,

La aljaba de corteza de abedul Apenas oye un susurro imperceptible Se lanza sin demora a luchar.

Vigilante guardia nocturna mía

Hoy, de camino, quiero expresar mi gratitud. Levantando feroces la cerviz bajo la luna Una fiel bandada de lobos

Sale de caza rodeando a su caudillo. Así en la invasión de Occidente

Inseparable de mí es la crin azulada de mi rebaño.

Los blancos colmillos de mi trono, a todas partes conmigo...

Las gracias les doy cantando en el camino...

Estos versos, recitados en voz alta, habrían sido impropios de la boca de Gengis Kan: ¡A buena hora se ocupaba de efusiones sentimentales! Pero de camino, en la silla de la mañana a la tarde, podía permitirse este lujo.

El principal motivo de su exaltación espiritual era que después de diecisiete días flotaba en el cielo una nube blanca sobre su cabeza, de la mañana a la tarde, y donde él iba, allí iba la nube. Se había realizado, pues, la predicción del profeta. ¡Quién lo hubiera pensado! Y en realidad, nada le habría costado matar a aquel hombre extravagante, en aquel mismo momento, por irrespetuosa provocación e insolencia, intolerable incluso de pensamiento. Pero no se había matado al peregrino. Por lo tanto, era la voluntad del destino.

El primer día de campaña, cuando todos los turnen, carros y ganado avanzaban hacia occidente llenando el espacio cual negros ríos en tiempo de crecida, Gengis Kan cambió en plena marcha su cansado corcel a mediodía y miró hacia arriba por casualidad, pero no concedió ninguna importancia a la pequeña nuble blanca que discurría con lentitud y que posiblemente estaba inmóvil en el mismo sitio, precisamente sobre su cabeza: hay tantas nubes flotando por el mundo. Gengis Kan continuó su camino acompañado por los kesegulosy los zhasaulos, que se mantenían a respetuosa distancia, ocupado en sus pensamientos, observando con preocupación los alrededores desde la silla, fijándose en el movimiento de los muchos millares de hombres de su ejército que celosa y obedientemente iban a la conquista del mundo, tan obedientes a su voluntad personal, y tan celosos en el cumplimiento de sus iniciativas, como si no fueran unos hombres íntimamente deseosos de ser tan autoritarios como él, sino los dedos de sus propias manos, que acariciaban las riendas del caballo.

Al mirar de nuevo al cielo y descubrir la misma nube sobre su persona, Gengis Kan tampoco pensó nada especial. No, dominado por sus ideas de conquista del mundo, no pensó por qué la nube seguía por arriba la misma dirección que el jinete seguía por abajo. Además, ¿qué relación podía existir entre ellos?

Tampoco la nube despertó la atención de ninguno de los que iban en campaña, nadie se preocupó de ella, nadie pensó que se había realizado un milagro en pleno día. A qué pasear la mirada por las alturas infinitas si era preciso mirar bajo los pies. El ejército marchaba a su aire, avanzaba en campaña como una masa oscura, por caminos, depresiones y colinas, levantando el polvo con los cascos y las ruedas, dejando detrás un trayecto recorrido quizá definitiva e irreversiblemente. Todo se llevaba a cabo con agrado en beneficio de la manía y la voluntad del kan, y los diez mil hombres avanzaban de buen grado, conducidos e inspirados por él, afanosos de acrecentar su gloria, su poder y sus tierras.