Así avanzaban cuando empezó a caer la tarde. Era preciso instalarse para pernoctar donde les alcanzara la oscuridad, y por la mañana ponerse de nuevo en camino.
Para el descanso del kan y de su séquito, los servidores cherbios habían montado a su debido tiempo las yurtas palaciegas que se dejaban ver ya, a lo lejos, como blancas cúpulas. El estandarte del kan –una bandera negra ribeteada de rojo vivo, con un fogoso dragón bordado en seda y oro vomitando fuego por las fauces– ya ondeaba al viento junto a la principal palaciega. Sin desviar los ojos del camino, los –atletas elegidos y siniestros– permanecían firmes a la espera del soberano.
Allí debía tener lugar un ágape nocturno común, y allí también, después de comer, Gengis Kan se disponía a mantener la primera reunión con los noiones del ejército para estudiar los resultados del primer día de marcha y los planes para el siguiente. El éxito con que había comenzado el gran avance daba a Gengis Kan un talante sociable: no le disgustaría organizar un festín aquella noche para los noiones, escuchar sus discursos y darles sus órdenes, y todo cuanto tuviera a bien decirles –cuando todos y cada uno se convirtieran en un coágulo de atención, como la leche pura coagulada– se diría para los Cuatro Puntos Cardinales. Pronto, todos los Puntos Cardinales del Mundo oirían sumisamente su palabra, para ello conducía ahora sus ejércitos, para confirmar su palabra. Y la palabra es una fuerza eterna.
Luego, sin embargo, Gengis Kan anuló el festín. La turbación de su alma exigía un aislamiento completo. Y he aquí por qué...
Al acercarse al lugar donde debían pernoctar, Gengis Kan había prestado atención, de nuevo, a la conocida nube que estaba sobre su cabeza: era la tercera vez. Y sólo entonces le dio un vuelco el corazón. Impresionado por una increíble sospecha, sintió frío en el cuerpo, y la tierra empezó a flotar ante sus ojos, de modo que apenas tuvo tiempo de agarrarse a las crines del caballo. Nunca le había sucedido una cosa semejante, pues nada propio de la Tierra, de la Etugen de pechos oscuros, base firme del mundo otorgada por el Cielo para vivir y dominar, podía confundirle hasta el punto de obligarle a lanzar una exclamación de sorpresa; al parecer, todo era ya conocido, nada del mundo podía impresionar su mente cruel, entusiasmar o entristecer su espíritu, endurecido en acciones de sangre; nunca se había dado el caso de que, olvidando su dignidad de kan, se agarrara asustado a las crines del caballo como cualquier mujerona. Una cosa así no podía ni debía ser, pues desde hacía mucho tiempo, puede decirse que desde sus primeros años –cuando mató de un flechazo a su hermano de sangre, el adolescente Bekter, en una riña por un pececillo que habían pescado, aunque en realidad no fue por el pececillo sino por haber percibido con su precoz instinto de lobo que sus destinos no cabían en una misma silla de montar– estaba convencido –una vez conocida la estructura de la vida a través del medio más seguro y acertado: la imposición de la fuerza– de que no había ni podía haber nada que no se sometiera a la fuerza, que no cayera de rodillas, que no palideciera, que no se deshiciera en cenizas bajo la presión de la fuerza bruta, ya fuera piedra, fuego, agua, madera, fiera o pájaro, y no hablemos ya del hombre pecador. Cuando la fuerza quebraba a la fuerza, lo sorprendente se convertía en insignificante, y lo maravilloso en mísero. De esto dimanaba una conclusión: todo lo que se pisotea es insignificante, pero todo lo que se prosterna merece condescendencia en la medida del deseo de quien debe otorgarla. El mundo se sostiene sobre esto...
No obstante, la cosa era muy distinta cuando se trataba del Cielo, que personificaba la Eternidad y la Infinitud, de las que hablaban ahora los peregrinos del Himalaya y los eruditos viajeros. Sí, sólo Él, el inescrutable Cielo, escapaba a su poder, era imposible de aprehender, inaccesible. Ante el Cielo-Tengra, él mismo no era nadie, no podía rebelarse, ni aterrorizarlo, ni ponerse en campaña. No quedaba más que rezar e inclinarse ante el Cielo-Tengra, que regía los destinos terrenos y, según aseguraban los eruditos del Himalaya, el movimiento de los mundos. Por lo tanto, como todo mortal, Gengis Kan suplicaba al Cielo con promesas sinceras, y con sacrificios, que fuera benévolo con él y lo protegiera, que lo ayudara a dominar firmemente el mundo de los hombres, y si había una grandísima cantidad de Tierras en el universo, como aseguraban los sabios errantes, nada le costaba al Cielo darle ésta a él, a Gengis Kan, para su dominio total e indivisible, para el dominio de su estirpe de generación en generación, pues no había en el mundo hombre más poderoso ni más digno entre la gente; no había quien le superara en fuerza para gobernar los Cuatro Puntos Cardinales del Mundo. En su fuero interno, cada vez estaba más convencido de que tenía un derecho especial a pedir al Cielo Supremo lo que nadie se habría atrevido a pedir –el dominio ilimitado sobre todos los pueblos–, pues debiendo haber alguien que mande, que sea aquel que sepa someter por la fuerza a los demás. En su infinita misericordia, el Cielo no había puesto impedimentos a sus conquistas, al acrecentamiento de su dominio, y cuanto más tiempo transcurría, más se afirmaba en Gengis Kan la seguridad de que el Cielo le tenía una especial consideración, que las fuerzas supremas del Cielo, desconocidas para los hombres, estaban de su parte. Todo le salía bien, y en cambio, ¡qué furiosas maldiciones atraían sobre su cabeza las bocas que clamaban en todas las regiones que había pasado a sangre y fuego!, pero ninguna de estas míseras maldiciones había repercutido de alguna manera sobre su grandeza continuamente creciente, ni sobre su gloria universalmente temida. Al contrario, cuanto más le maldecían más despreciaba los gemidos y los lamentos dirigidos a los Cielos. Y sin embargo, había casos en que serias dudas y temores de provocar la ira del Cielo, y de atraer sobre sí el castigo celestial, estaban a punto de introducirse subrepticiamente en su alma. Y entonces el Gran Kan se quedaba inmóvil cierto tiempo comprimiéndose en sí mismo, dejando que sus súbditos descansaran levemente, y se mostraba dispuesto a aceptar el justo reproche del Cielo e incluso a arrepentirse. Pero el Cielo no se irritaba, no daba ninguna muestra de su descontento ni le privaba de su ilimitada gracia. Y él, como en un juego de azar, cada vez se lanzaba a un riesgo mayor, a un desafío de lo que se consideraba la justicia celestial, tentando la paciencia del Cielo. ¡Y el Cielo tenía paciencia! De ello sacó la conclusión de que todo le estaba permitido. Y con los años se afirmó en la seguridad de ser el elegido del Cielo, por ello era el Hijo del Cielo.
Y si creía en algo que sólo se puede creer en las fábulas, no era porque en las grandes festividades cantasen a caballo los cantores que cabalgaban delante de las multitudes llamándole Hijo del Cielo mientras millares de brazos entusiasmados se alzaban al Cielo: eso era sólo un ruin halago humano. Era su propia experiencia la que le hacía llegar a la conclusión de que el Cielo Divino le protegía en todas sus empresas porque él respondía a las intenciones de Cielo-Tengra, o dicho de otra manera, él era el transmisor de la voluntad del Cielo Supremo en la Tierra. Y el Cielo, como él, sólo admitía la fuerza, la manifestación de la fuerza, sólo admitía al portador de la fuerza, que él consideraba ser...
De otro modo, cómo se podría explicar lo que a veces le asombraba incluso a él mismo: la impetuosa ascensión –parecida a la del halcón que levanta el vuelo– hacia las alturas de una gloria amenazadora y vertiginosa, hacia el dominio del mundo, de un muchacho huérfano, descendiente de una estirpe empobrecida de pequeños ganaderos que vivían desde hacía siglos de la caza y de la ganadería. Cómo había podido suceder la conquista, inaudita en la historia, de un poder tan gigantesco. En verdad, en el mejor de los casos, la vida habría podido disponer para el temerario huérfano el destino de osado cuatrero-saqueador, lo que fue en un principio. No era preciso adivinarlo: sin la providencia del Cielo-Tengra, nunca Temuchin, poseedor de un solo caballo, habría estado a la sombra de una bandera con dorados dragones que vomitaban fuego, y nunca se habría llamado Gengis Kan ni ocupado la presidencia bajo la cúpula de la dorada.