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¡Y ahora, como confirmación de que era precisamente así, se había presentado un testimonio irrefutable de la complacencia del Cielo para con el kan de Asia! A la vista estaba la maravillosa nube, predicha con antelación por un profeta errante que por poco no paga con la cabeza su pobreza de espíritu. ¡Pero sus palabras se habían hecho realidad! La nube blanca era un mensaje del Cielo al Hijo del Cielo, un signo de aprobación y benevolencia anunciador de grandes victorias.

A ninguno de los muchos millares de hombres que participaban en la campaña le pasó por la cabeza qué podía ser aquel milagro, y ninguno advirtió que la nube blanca seguía su camino, a nadie se le ocurrió de dónde salía ni para qué. ¿Hay alguien, acaso, que siga con la mirada las nubes libres? Sólo él, el Gran Kan, que encabezaba el ejército de la estepa y lo conducía a una nueva conquista del mundo, comprendía el elevado sentido de la aparición de la nube blanca, sólo él se sentía impresionado por una sospecha increíble, y a veces creía, y otras no, en la posibilidad de tan inaudito fenómeno. Le dominaba una angustiosa duda: ¿debía confiar a los demás sus observaciones y sus pensamientos, o no valía la pena? ¿Qué pasaría si se sinceraba, si confiaba el secreto, y de pronto la nube desaparecía en un abrir y cerrar de ojos? ¿No pensaría la gente que se había vuelto loco? Después, fortalecía de nuevo su espíritu y creíaque la nube no estaba allí porque sí, que no desaparecería súbitamente, que había sido enviada graciosamente por el Cielo como señal, y entonces se sentía invadido por la alegría, por una poderosa sensación de optimismo, de fe en su perspicacia, en lo acertado de la campaña que había emprendido para conquistar Occidente, y se reafirmaba aún más en su intención de crear a sangre y fuego el ansiado imperio mundial. Para eso iba. Era su perpetua e insaciable pasión de poder. Cuanto más tenía, más deseaba...

Y fueron discurriendo los días de la campaña.

En las alturas, la nube blanca no se desviaba a parte alguna, flotaba suavemente ante la mirada de Gengis-Kan, solemnemente montado en su célebre caballo amblador Juba. Crin blanca, cola negra, así había nacido. Los especialistas aseguraban que un caballo como aquél aparecía bajo una estrella especial una vez cada mil años. Era verdaderamente un andador insuperable, no un caballo de galope sino un andador incansable. Jubacaminaba amblando a un ritmo continuo, tenso, como la lluvia fuerte que cae monótonamente sobre la tierra con su ardiente aliento. De no ser por el bocado, un caballo así se agotaría en su fogoso celo hasta la última gota, como la lluvia derramada. En la antigüedad, un cantor decía: con un caballo así, un hombre cree ser inmortal...

Gengis Kan estaba contento, era feliz. Sentía en su persona una inaudita afluencia de fuerza, ansiaba actuar, volar hacia el objetivo, como si él mismo fuera un incansable caballo amblador, como si se lanzara a una mesurada pero inagotable carrera, como si se fundiera en cuerpo y alma, como se funden los ríos, en el tumultuoso remolino sanguíneo del caballo lanzado a la carrera.

Sí, el jinete y el caballo eran dignos uno de otro. La fuerza del uno se parecía a la del otro. Por eso, la pose de Gengis Kan a caballo era como la de un halcón. Las plantas de los pies del robusto jinete de rostro bronceado, firmemente asentado en la silla, se apoyaban desafiantes en los estribos, con orgullo y seguridad. Se sentaba en el caballo como en el trono: erecto, con la cabeza muy alta, con un sello de pétrea tranquilidad en su cara de ojos estrechos y pómulos salientes. Emanaba la fuerza y la voluntad del gran caudillo que conduce un innumerable ejército a la gloria y a las victorias...

Y la causa especial del talante animado de Gengis Kan era la nube blanca que flotaba sobre su cabeza como un símbolo, como la corona de su gran destino. Y en este sentido, todas las cosas coincidían. La nube... el Cielo... Y delante, en el sentido de la marcha, ondeaba en manos del abanderado el estandarte de campaña, que siempre se encontraba donde estaba Gengis Kan. Había tres hombres con el estandarte, tres abanderados imponentes y orgullosos del cargo excepcionalmente honorífico que se les había confiado. Los tres montaban idénticos caballos azabache, a cual mejor. En el centro, el que llevaba el asta, y a los lados, con las picas inclinadas hacia adelante, sus acompañantes. La tela negra, cosida con seda y oro, palpitaba al viento dando sombra al camino del kan, y el dragón bordado en ella, que vomitaba una clara llama por las fauces, parecía vivo. El dragón aparecía saltando, y sus ojos agudos e iracundos, prominentes como los de un camello, se agitaban de un lado para otro con la tela como si realmente estuvieran vivos...

Desde primeras horas de la mañana, el infatigable kan dirigía la campaña desde la silla. Los noionesgalopaban hacia él desde los distintos lugares para traerle informes, recibían indicaciones en plena marcha y regresaban al galope a sus puestos en el ejército en marcha. Debían darse prisa si querían alcanzar el principal obstáculo de la campaña —las orillas del gran río Itil— antes de las lluvias que preceden al invierno y antes de que los caminos se estropearan; allí esperarían los fríos, cruzarían el río por el firme de hielo y continuarían avanzando hacia su anhelado objetivo: la conquista de Occidente.

La marcha duró hasta avanzada la tarde. En la hora que precede al crepúsculo, la estepa se extendía bajo los inclinados rayos del sol poniente hasta muy lejos, hasta tan lejos como cabe imaginar la amplitud del mundo visible. Y por este espacio iluminado, coloreado por un sol rojizo que desaparecía ya en su mitad por el horizonte, avanzaban las columnas hacia poniente, miles de jinetes, cada ejército dentro de sus límites, y todos marchaban hacia donde se ponía el sol; de lejos, parecía el curso de unos ríos negros nublados por las tinieblas.

Los fatigados lomos de los caballos no descansaron del peso de las sillas y de los jinetes hasta la noche, cuando el ejército se detuvo a pernoctar.

Pero por la mañana temprano retumbaron de nuevo en los campamentos los dobulbasy—enormes tambores de piel de buey—obligando al ejército a reanudar la marcha. Sacar del sueño a decenas de miles de personas no es tan sencillo. Pero quienes despertaban a los demás ponían gran celo en ello: el incesante tronar de los dobulbasyse extendía con su pesado estruendo por campos y campamentos.

A esa hora, el kan ya estaba despierto. Era casi el primero en despertar, y aquellas mañanas de otoño, aún claras, paseaba ante la palatina, concentrado en sí mismo, analizaba los pensamientos que se le habían ocurrido durante la noche, daba órdenes, y simultáneamente prestaba atención al rumor de los tambores que ponían al ejército sobre las sillas de montar y sobre las ruedas. Empezaba un día de tantos, se multiplicaban las voces, los movimientos, los ruidos, se reemprendía la marcha interrumpida durante la noche.