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Retumbaban los tambores. Su rumor matinal no era únicamente un toque de diana, encerraba en sí mismo algo más. Era una incitación de Gengis Kan a los que iban con él en la gran campaña, era el aviso de un caudillo exigente e implacable que irrumpía en la conciencia de sus hombres con el tronar de los tambores como a través de una puerta cerrada, adelantándose con ello a cualesquiera otras ideas que no partieran de él, que no fueran las que les imponía él, su voluntad, ya que durante el sueño los hombres no están sujetos ni a la voluntad ajena ni a la suya propia; el sueño es una libertad mala, absurda y peligrosa que hay que cortar desde los primeros momentos de la vuelta a la realidad penetrando en las conciencias resueltamente y sin cumplidos, y haciendo que los durmientes vuelvan de nuevo al estado de vigilia, al servicio, a la sumisión incondicional, a la acción.

Semejante al bramido del toro, el rumor pesado de los tambores provocaba cada vez en Gengis Kan un escalofrío que tenía su origen en un antiguo recuerdo: en su adolescencia, dos toros enfurecidos se enzarzaron rugiendo salvajemente, levantando cascajo y polvo con las pezuñas, y él, hechizado por su rugido, cogió sin saber cómo el arco de guerra y atravesó con una flecha a su hermano de sangre Bekter, que estaba adormilado y que había discutido con él por un pequeño pez que habían pescado en el río. Bekter lanzó un grito salvaje, dio un salto y rodó por el suelo anegado en sangre. Él –Temuchin, sí, entonces no era más que Temuchin, el huérfano de Esugai-Baatura, prematuramente muerto– se echó a la espalda un dobulbasyque encontró abandonado junto a la yurta y corrió asustado hacia el monte. En el monte empezó a tocar el tambor larga y monótonamente, mientras su madre, Agolen, gritaba y aullaba abajo, mesándose los cabellos, maldiciendo al fratricida. Luego se congregaron otras personas que gritaban continuamente agitando los brazos, pero él no oía nada, váyase a saber por qué. Estuvo sentado en la montaña hasta el amanecer golpeando el dobulbasy...

El poderoso rumor de cientos de dobulbasyera ahora su grito de guerra, su rugido furioso, su impavidez y su furia, su señal a cuantos iban con él en la campaña para que la oyeran, se levantaran, actuaran, avanzaran hacia el objetivo, hacia la conquista del mundo. Y los dobulbasyle seguirían hasta el límite –en alguna parte debía tener el horizonte un límite–, y todo cuanto existe sobre la tierra, todas las personas y criaturas poseedoras de oído, oirían sus tambores de, guerra temblando en su interior. Incluso la nube blanca, que desde hacía poco era testigo inseparable de sus ocultos pensamientos, giraba suavemente sobre su cabeza, sin desviarse, bajo el ruido matinal de los tambores. Un impetuoso vientecillo hacía susurrar el estandarte imperial con su dragón bordado escupiendo fuego como si estuviera vivo. Y el dragón corría al viento por la tela vomitando una viva llama por sus fauces...

Aquellos días, las mañanas fueron muy apacibles.

Y por la noche, antes de acostarse, Gengis Kan salía a echar una mirada a su entorno. En los espacios desiertos ardían hogueras por todas partes, llameaban cerca y centelleaban a lo lejos. Humos blanquecinos se extendían por los vivaques militares, por los estacionamientos de carros y por los campamentos de los conductores de rebaños y caballos. Los hombres tragaban el rancho nadando en sudor y se hartaban de carne a satisfacción. El olor a cocido, procedente de los enormes trozos de carne de las calderas, atraía a los hambrientos animales de la estepa. Brillaban en la oscuridad los ojos febriles de las desgraciadas criaturas, y llegaba hasta el oído su melancólico aullido.

Mientras, el ejército caía rápidamente en un sueño profundo. Sólo la llamada de las patrullas nocturnas, que recorrían los campamentos en cada parada, atestiguaban que también por la noche la vida seguía un orden rigurosamente establecido. Así debía ser para todos aquellos cuya predestinación apuntaba en definitiva a un solo y elevado objetivo: servir rigurosamente y sin reservas a la idea de Gengis Kan de conquistar el mundo. En estos minutos, el kan, con el alma embriagada, comprendía su propia esencia, la esencia de un superhombre: una insaciable y posesa sed de poder, tanto más grande cuanto mayor era el poder que poseía. De esta esencia se deducía irremisiblemente una conclusión absoluta: sólo era preciso aquello que correspondiera a su poder como objetivo añadido. Lo que no respondía a él no tenía derecho a la existencia.

Por eso tuvo lugar el castigo de Sary-Ozeki, cuya leyenda anotó Abutalip Kuttybáyev mucho tiempo después para su desgracia...

Una de las noches, durante la parada nocturna, una patrulla a caballo recorría el campamento del turnen de la derecha. Más allá de los vivaques militares se encontraban los campamentos de los carros, de los conductores de ganado, y de diferentes tipos de servicios auxiliares. La patrulla echó una mirada a esos lugares. Todo estaba en orden. Derrengada por el trayecto recorrido, la gente dormía amontonada, en yurtas, en tiendas, y muchos al aire libre, junto a las hogueras medio consumidas. Reinaba el silencio, y todas las yurtas estaban oscuras. La patruIla montada había terminado ya su recorrido. Los hombres de la patrulla eran tres. Refrenando los caballos, hablaban entre ellos. El jefe, un jinete alto con gorra de sótnik, dispuso en voz baja:

–Bien, eso es todo. Id y echad una cabezada. Yo voy a mirar un poco más por ahí.

Los dos jinetes se alejaron. El que se había quedado, el , miró primero atentamente a su alrededor, escuchó con atención, y luego descabalgó y condujo el caballo de la brida entre el amontonamiento de carros y de talleres de campaña pasando junto a los carros desenganchados de los guarnicioneros, de las costureras y de los armeros, en dirección a una yurta solitaria situada en el borde mismo del campamento. Mientras caminaba con la cabeza pensativamente gacha y el oído atento a los ruidos, la luz de la luna se derramaba desde las alturas iluminando turbiamente los rasgos de su grueso rostro y dando un brillo nebuloso a los grandes ojos del caballo que le seguía obedientemente.

El Erdene se acercó a la , donde presumiblemente le estaban esperando. Una mujer salió de la con el pañuelo echado sobre la cabeza y se detuvo, esperando, junto a la entrada.

–Sambainu [23]–saludó el sótnik a la mujer ahogando la voz–. ¿Qué tal van las cosas? –preguntó con inquietud.

–Todo va bien, salimos bien del paso, alabado sea el Cielo. Ahora ya no debes preocuparte –murmuró la mujer–. Te espera ansiosa. Me oyes, ansiosa.

–¡Yo también ansiaba venir con toda el alma! –respondió el Erdene–. Pero como a propósito, nuestro noion decidió recontar los caballos. No he podido alejarme en tres días, ocupado en los rebaños de caballos.

–Ay, no te atormentes, Erdene. ¿Qué habrías podido hacer cuando llegó el momento? –la mujer movió la cabeza tranquilizadoramente y añadió–: Lo principal es que acabó felizmente, dio a luz con mucha facilidad. No gritó ni siquiera una vez, lo soportó. Por la mañana la instalé en un carro cubierto. Y como si nada. Así es de magnífica la mujer que tienes. ¡Ay, pero qué digo! –cayó en la cuenta la mujer que saliera a recibirle–. ¡Es un halcón que ha venido a tu mano y que siempre estará contigo! –le felicitó–. ¡Piensa un nombre para tu hijito!

–¡Que el Cielo oiga tus palabras, Altun! Dogulang y yo te lo agradeceremos eternamente –le dio las gracias el –. El nombre ya lo pensaremos, por eso no va a quedar.