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Entregó a la mujer las riendas del caballo.

–No te preocupes, vigilaré cuanto haya que vigilar, como siempre –aseguró Altun–. Ve, ve, Dogulang te espera con ansia.

El esperó un poco, como haciendo acopio de valor, y luego se acercó a la , entreabrió la pesada y compacta cortina de fieltro, y entró en el interior encogiendo la cabeza. En el centro de la ardía un pequeño hogar, y bajo sus débiles y mortecinos reflejos vio a la mujer, a su Dogulang, sentada en el fondo del habitáculo con una pelliza de marta echada sobre los hombros. Su mano derecha balanceaba ligeramente la cuna cubierta con una manta acolchada.

–¡Erdene! Estoy aquí –respondió en voz baja a la aparición del –. Estamos aquí –se corrigió con una sonrisa de turbación.

El se sacó rápidamente el carcaj, el arco, la hoja envainada, dejó las armas junto a la entrada y se acercó a la mujer alargando los brazos. Se dejó caer de rodillas, y los rostros de los dos se rozaron. Se abrazaron poniendo cada uno la cabeza sobre el hombro del otro. Y se quedaron inmóviles en el abrazo. Y con ello el mundo pareció cerrarse para ellos bajo la cúpula de la . Todo cuanto quedaba más allá de los límites de aquella vivienda de campaña perdió su realidad. Sólo fueron reales ellos dos, sólo el impulso que los unía, y el diminuto ser de la cuna, que había aparecido en este mundo hacía tres días.

Erdene fue el primero en abrir la boca:

–¿Qué tal? ¿Cómo te encuentras? –preguntó conteniendo a duras penas su acelerada respiración–. He estado muy intranquilo.

–Ahora ya ha pasado todo –respondió la mujer sonriendo en la penumbra–. No es en eso en lo que debes pensar. Pregúntame por él, por nuestro hijito. Ha salido tan fuerte. Chupa con tanta fuerza mi pecho. Se te parece mucho. Altun también dice que es muy parecido a ti.

–Enséñamelo, Dogulang. ¡Déjame mirarle!

Dogulang se apartó, y antes de entreabrir la manta que cubría la cuna escuchó con atención, involuntariamente en guardia ante los ruidos del exterior. A su alrededor todo estaba silencioso

El contempló largamente la carita del niño dormido, que aún no expresaba nada, intentando descubrir sus propios rasgos. Al fijarse en el recién nacido con la respiración en suspenso, quizá por primera vez comprendiera como un proyecto de eternidad la esencia divina de la aparición de los descendientes en este mundo. Por ello, seguramente, dijo sopesando cada palabra:

–Ahora siempre estaré contigo, Dogulang, siempre contigo, incluso en el caso de que me suceda algo. Porque tú tienes a mi hijo

–¿Tú, conmigo? ¡Desde luego! –sonrió dolorosamente la mujer–. Quieres decir que el niño es tu segunda encarnación, como en el caso de Buda. Pensé en ello cuando lo alimentaba con el pecho. Lo tenía en brazos, un niño que no existía hace tres días, y me decía que eras tú en tu nueva encarnación. ¿Has pensado en esto, ahora?

–Lo he pensado. Aunque no exactamente así. No puedo compararme con Buda.

–Puedes no compararte. No eres Buda, eres mi dragón. Yo te comparo con un dragón –murmuró cariñosamente Dogulang–. Bordo dragones en las banderas. Nadie lo sabe, pero siempre eres tú. Eres tú en todas mis banderas. A veces lo veo en sueños, estoy bordando en sueños un dragón que cobra vida, y por favor no te rías, lo abrazo en sueños, nos juntamos y volamos, el dragón me lleva y yo vuelo con él, y en el momento más dulce resulta que eres tú. Tú estás conmigo en sueños, ora como dragón, ora como hombre. Y al despertar, no sé qué creer. Ya sabes, Erdene, te lo dije antes, eres mi dragón de fuego. No bromeaba. Así ha sido. Te bordo a ti en las banderas, tu reencarnación en dragón. Y he aquí que ahora he parido del dragón.

–Sea como a ti te gusta. Pero escucha lo que voy a decirte, Dogulang –el hizo una pausa y luego dijo–: Ahora que ya tenemos un hijo debemos pensar lo que hay que hacer. Y de eso vamos a hablar ahora. Antes quiero decirte una cosa, para que lo sepas, aunque bien lo sabes, pero de todos modos te lo diré: siempre te he echado de menos y siempre siento nostalgia de ti. Y el temor más terrible no es perder la cabeza en combate sino perder esa nostalgia, verme privado de ella. Cuando parto con las tropas para algún lugar, pienso continuamente cómo separar de mí esa nostalgia, para que no perezca conmigo y se quede contigo. No puedo encontrar solución alguna, pero ansío que mi nostalgia se convierta en pájaro, o quizá en un animal, en algo vivo que pueda poner en tus manos diciendo: anda, toma, es mi nostalgia, que se quede para siempre contigo. Y entonces no me daría miedo perecer. Ahora comprendo que mi hijo ha nacido de mi nostalgia por ti. Y ahora siempre estará contigo.

–Pero aún no le hemos puesto un nombre. ¿Has pensado un nombre para él? –preguntó la mujer.

–Sí –respondió el –. Si estás de acuerdo le pondremos un buen nombre: ¡Kunán!

–¡Kunán!

–Sí.

–Por qué no, está muy bien. ¡Kunán! Joven Corcel. –Sí, corcel de tres años. En la plenitud de fuerzas. Crines como la tempestad, y cascos como el plomo.

Dogulang se inclinó sobre el bebé:

–Escucha, ¡tu padre va a decirte tu nombre!

Y el Erdene dijo:

Tu nombre es Kunán. ¿Me oyes, hijo? Kunán. En verdad que es así.

Hicieron una pausa cediendo involuntariamente a la solemnidad del momento. La noche era silenciosa. En el rebaño de caballos vecino únicamente ladraba un perro sin ira, y llegaba de la lejanía un prolongado relincho, quizá un caballo recordaba en mitad de la noche su tierra de la montaña, los rápidos ríos, la espesa hierba, la luz del sol sobre los lomos de los caballos... El niño que había adquirido un nombre dormía pacíficamente, y el destino de su niñez dormía también a su lado, de momento. Pronto debería volver a la realidad.

He pensado no sólo en el nombre de nuestro hijo –rompió el silencio el Erdene, y alisándose los bigotes con la palma de su fuerte mano dijo con un suspiro–: He pensado también en otra cosa, Dogulang. Como comprenderás, el niño y tú no podéis quedaros aquí. Hay que marcharse cuanto antes.

–¿Marcharnos?

–Sí, Dogulang, marcharnos, y cuanto antes mejor.

–Yo también lo he pensado, pero, ¿dónde vamos a ir? ¿Cómo? ¿Qué será de ti?

–Ahora te lo diré. Nos marcharemos juntos.

–¿Juntos? ¡Eso es imposible, Erdene!

–Sólo juntos. ¿Podría ser de otra manera?

–¡Piensa lo que estás diciendo, eres un del turnenderecho!

–Ya lo he pensado, lo he pensado muy bien.

–¿Pero a qué lugar huirás para escapar de las manos del kan? ¡No existe tal lugar en el mundo! ¡Vuelve a la realidad, Erdene!

–Ya lo he pensado todo. Escúchame con más tranquilidad. Al principio, cuando era permitido, cuando aún estábamos en populosas ciudades con mercados y vagabundos, no nos ocultamos. No en vano, Dogulang, te decía aquellos días: vistámonos con harapos de extranjeros, unámonos a los peregrinos y vámonos a vagar por el mundo.

–¿Por qué mundo, Erdene? –exclamó con amargura la bordadora–. ¿Dónde encontraremos una tierra en la que podamos vivir a nuestro aire? Más fácil es huir de Dios que del kan. Por eso no nos decidimos, ya lo comprendes. Además, qué guerrero de este ejército habría podido decidir semejante cosa. Y así nos quedamos con nuestro secreto, entre el terror y el amor: tú no podías abandonar el ejército, te habría costado la cabeza, y yo no podía abandonarte a ti, me habría costado la felicidad. Y ahora ya no estamos solos. Tenemos un hijo.