Callaron penosamente en medio de la inquietud que se apoderaba de ellos. Y entonces el dijo:
–A veces, la gente huye del deshonor y de la deshonra, del castigo por una traición: huye con tal de salvarse. Nosotros deberemos huir porque el destino nos ha mandado un hijo, pero deberemos pagar el mismo precio. No cabe esperar compasión. El kan nunca se ha hecho para atrás en el cumplimiento de sus órdenes. Hay que huir antes de que sea demasiado tarde, Dogulang. No muevas la cabeza. No hay otra salida. La felicidad y la desgracia crecen de una misma raíz. Tuvimos felicidad, no temamos ahora la desgracia. Hay que huir.
–Te comprendo, Erdene –dijo suavemente la mujer–. Tienes razón, naturalmente. Pero pienso qué será mejor, si morir o continuar viviendo. No hablo por mí. Soy tan feliz contigo que me digo: si es preciso moriré, aunque no me atrevo a matar lo que me ha llegado de ti. No sé si soy tonta o lista, pero no se me levantaría la mano...
–No te atormentes, no es preciso, no debes atormentarte de esta manera: ¡Vivir o no vivir! No quisimos sacrificar lo que aún no había nacido. Ahora ha nacido. Ahora hay que vivir para él. Huir y vivir. Ambos deseábamos un hijo.
–No me refiero a mí. Sino a otra cosa. ¿Puedes decirme una cosa? Si me ejecutan, ¿dejarán que viváis tú y tu hijo?
–No debes hablar así. No me humilles, Dogulang. ¿Se trata acaso de eso? Más vale que me digas cómo te sientes. ¿Podrás ponerte en camino? Viajarás en el carro con Altun, ella irá contigo, está dispuesta. Yo iré a caballo a tu lado para, en caso necesario, impedir...
–Como digas –respondió brevemente la bordadora–. ¡Con tal de estar contigo! De estar a tu lado...
Ambos callaron con las cabezas inclinadas sobre la cuna. –Escucha –empezó Dogulang–, se dice que el ejército pronto llegará a orillas del Zhaík [24]. Altun se lo oyó decir a los hombres.
Puede que dentro de dos días, ya no queda tanto. Y a las tierras bajas llegaremos mañana. Empezarán los bosques, los arbustos y matorrales, y allí estará el Zhaík.
–¿Es un río grande, profundo?
–El más grande en nuestro camino hacia el Itil.
–¿Y profundo?
–No puede cruzarlo a nado cualquier caballo, especialmente en las corrientes, pero en los brazos no es tan profundo.
–¿O sea que es un río profundo de corriente mansa?
–Tranquilo, como un espejo, pero hay lugares más rápidos. Ya sabes que mi infancia discurrió en las estepas del Zhaík, de allí procedemos. Y nuestras canciones proceden todas del Zhaík. Las noches de luna cantábamos nuestras canciones.
–Lo recuerdo –corroboró pensativa la bordadora–. En cierta ocasión me cantaste una que hasta el presente no he podido olvidar, era la canción de una muchacha a la que separaban de su amado y se ahogaba en el Zhaík.
–Es una canción antiquísima.
–Tengo una ilusión, Erdene, quiero hacer un bordado en tela de seda blanca: el agua ya se ha cerrado sobre la muchacha, sólo hay suaves olas, y alrededor, la vegetación, los pájaros, las mariposas, pero la muchacha ya no está, no pudo soportar su pena. Así, el que vea este bordado escuchará la melancólica canción de este triste río.
–Dentro de una jornada verás el río. Escúchame con atención, Dogulang. Mañana por la noche debes estar preparada. Cuando yo aparezca con el caballo de reserva, tú deberás salir inmediatamente con la cuna, sea la hora que sea. No podemos demorarnos. Ahora no podemos. Te llevaría esta misma noche donde fuera. Pero a nuestro alrededor todo es estepa abierta, no hay donde esconderse, donde ocultarse, todo está como en la palma de la mano, y las noches son de luna. Un carro por la estepa no huirá muy lejos si le persiguen a caballo. Pero más allá, en el Zhaík, empiezan los lugares con vegetación, allí todo será de otra manera...
Estuvieron conversando largo tiempo, callándose a veces y poniéndose otras a discutir lo que les aguardaba en la antesala del destino desconocido que se avecinaba, hoy un destino para tres, con el niño que había nacido. Y el pequeño no se hizo esperar, al poco rato se removió gimiendo en la cuna y se echó a llorar piando con el lloriqueo de un cachorro. Dogulang lo tomó rápidamente en brazos. Turbada por la falta de costumbre, se dio a medias la vuelta y se aplicó el niño al pecho, tan familiar para el , innumerables veces besado por él con arrebatado impulso, un pecho liso y blanco que comparaba en su fuero interno con la redondeada espalda de un pato acurrucado. Ahora, todo aparecía bajo la nueva luz de la maternidad. Y al le brillaba la mirada de sorpresa y entusiasmo mientras movía en silencio la cabeza pensando que después de haber sufrido tanto en los últimos días ahora se había realizado lo que debía realizarse en el plazo medido por la naturaleza: él era padre, Dogulang madre, tenían un hijo y la madre amamantaba a su hijo... Así estaba dispuesto desde el principio. La hierba nace de la hierba, y ésta es la voluntad de la naturaleza, las criaturas nacen de las criaturas, y ésta es también la voluntad de la naturaleza, y sólo el capricho del hombre puede obstaculizar lo natural...
El bebé chupaba el pecho a chupetones, el bebé se hartó, mimado por el pecho-pato.
–¡Qué cosquilleo! –rió alegremente Dogulang–. Mira qué vivaracho resulta. Se ha pegado al pecho y no hay quien lo arranque –iba diciendo como para justificar su risa feliz–. Verdaderamente, se te parece mucho nuestro Kunán. ¡Nuestro pequeño dragón, hijo del dragón grande! Mira, ha abierto los ojos. Mira, mira, Erdene, son tus ojos, y la nariz es la misma, y los labios exactamente...
–Se parece, naturalmente, se parece mucho –aceptó de buen grado el –. Reconozco en él a alguien, vaya si lo reconozco.
–¿Cómo que a alguien? –se asombró Dogulang.
–¡A mí, naturalmente, a mí!
–Anda, tómalo, cógelo en tus brazos. Coge esta bolita viva. Tan liviana. Como si sostuvieras una liebrecita.
El tomó al niño tímidamente. La fuerza y el peso de sus propios brazos eran superfluos en aquel momento, impropios, y no sabiendo qué hacer, cómo colocar las palmas de las manos alrededor del cuerpecito indefenso del niño, lo estrechó cuidadosamente, o más exactamente, lo acercó a su corazón. Al buscar un punto de comparación con aquella sensación de ternura hasta entonces desconocida, sonrió feliz por haberla descubierto en aquel instante y dijo emocionado:
–Sabes, Dogulang, no es una liebrecita lo que tengo en brazos sino mi corazón.
El pequeñuelo no tardó en dormirse. Había llegado también la hora de que el volviera a su puesto en el ejército.
Avanzada la noche, al salir de la yurta de su amada, el Erdene miró la luna, que había adquirido una brillante fuerza lumínica sobre el otoñal Sary-Ozeki, y experimentó una soledad total. No tenía ganas de irse, deseaba volver de nuevo con Dogulang, con su hijo. Los misteriosos e intensos sonidos de la noche esteparia sin fondo cautivaban al . Descubría algo incomprensible y maligno en el destino que le arrastraba a participar en los actos del Gran Kan, y a ir con él de campaña a occidente, a su servicio. Se habían arriesgado a un gran peligro: en cualquier momento, el castigo inevitable por el nacimiento del niño podía destruirlos. Es decir, lo que les ligaba al Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales era algo antinatural, incompatible con su vida a partir de hoy, algo que hacía que se excluyeran mutuamente, y la conclusión a sacar era una: huir, conquistar la libertad, salvar la vida del niño...