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Un poco más allá se encontró con la sirvienta Altun que durante todo ese tiempo había cuidado de su caballo, lo había alimentado con el grano que había en el saco de campaña.

¿Qué, ya has visto a tu hijo? –dijo animadamente Altun. –Sí, Altun, gracias.

¿Le has puesto un nombre?

–¡Su nombre es Kunán!

Es un buen nombre. Kunán.

Sí. Que el Cielo te escuche. Y ahora, Altun, voy a decirte lo que debo decir ya sin demora. Eres como una hermana para mí, Altun. Y para Dogulang y su hijo eres una buena madre enviada por el destino. De no haber sido por ti no habríamos podido estar juntos durante la campaña, habríamos sufrido con la separación. Y quién sabe, puede que Dogulang y yo no hubiéramos vuelto a vernos nunca más. Pues el que va a laguerra, guerra encuentra por partida doble... Y te estoy agradecido.

–Lo comprendo –dijo Altun–. Comprendo estas cosas. ¡La verdad, Erdene, te has metido en un asunto tan inaudito! –Altun torció la cabeza. Y añadió–: Gracias a Dios, todo ha salido bien. Lo que comprendo –prosiguió– es que hoy eres un de este gran ejército, pero mañana puedes ser un noion, con honor, para toda la vida. Y entonces tú y yo no hablaríamos de lo que estamos hablando. Tú eres un y yo una esclava. Y con esto queda dicho todo. Pero escogiste otro camino, el que tu alma te dictó. La ayuda que puedo prestar es sujetarte el caballo. Me colocaron aquí para servir a tu Dogulang, ya sabes, para que la ayudara en el trabajo. Yo le soy adicta con toda el alma, pues ella, así lo pienso, es hija del dios de la belleza. ¡Sí, sí! ¡Es guapa, cómo no! Pero no me refiero a esto. Sino a otra cosa. Las manos de Dogulang tienen una fuerza mágica, ovillos de hilo y pedazos de tela puede tenerlos cualquiera, pero lo que borda Dogulang nadie puede imitarlo. Lo sé por mí misma. Sus dragones corren por las banderas como si estuvieran vivos. Sus estrellas arden en la tela como en el cielo. Te lo digo, es una maestra de Dios. Y yo estaré con ella. Y si pensáis huir, iré con vosotros. En la fuga no podría arreglárselas sola, ya ves, acaba de parir.

–De esto quería hablarte, Altun. Mañana, cerca de la medianoche, hay que estar preparados. Huiremos. Tú, en un carro con Dogulang y el niño, y yo al lado, a caballo, llevando de la brida otro caballo de reserva. Huiremos a las tierras bajas del Zhaík. Lo principal es que al amanecer podamos escondernos lo más lejos posible, y que por la mañana los perseguidores no puedan encontrar el rastro. Y entonces huiremos...

Guardaron silencio. Antes de subirse a la silla, el Erdene inclinó la cabeza y besó la seca palma de la mano de la sirvienta Altun, comprendiendo que la misma providencia les había enviado, a Dogulang y a él, aquella pequeña mujer que, capturada años ha en tierras chinas, al final había envejecido de sirvienta en los carros de Gengis Kan. Quién era para él, a fin de cuentas: una casual compañera de viaje en el remolino de la campaña de Occidente de Gengis Kan. Sí, pero en esencia sería el único apoyo seguro de los amantes en una época fatal para ellos. El comprendía que sólo podía confiar en ella, en la sirvienta Altun, y en nadie más de este mundo, ¡en nadie más! Entre decenas de miles de hombres armados que iban a una gran campaña, que se lanzaban al combate con gritos terroríficos, sólo ella, la vieja sirvienta del carro, podía ponerse de su parte. Sólo ella y nadie más. Y así sucedió después.

De regreso a esta hora avanzada, montado en su Akzhuldús, el fue pasando junto a las tropas que dormían en vivaques y campamentos de carros mientras pensaba en el futuro que le aguardaba y rezaba a Dios pidiéndole ayuda por amor al recién nacido, un ser inocentísimo, pues cada recién nacido es un mensaje de las intenciones de Dios. Según esta intención, un día habrá uno que se presente ante los hombres como el propio Dios con figura humana, y todos verán cómo debe ser un hombre. Pero Dios es el Cielo, incomprensible e inabarcable. Y el Cielo sabe qué destino marcar, quién debe nacer y quién debe vivir.

El Erdene intentaba examinar el espacio estrellado desde la silla, intentaba conjurar mentalmente al Cielo, intentaba oír en su alma la respuesta del destino. Pero el Cielo guardaba silencio. La luna reinaba solitaria en el cenit derramándose invisible en forma de torrente de luz violácea sobre la estepa de Sary-Ozeki, abrazada por el sueño y el misterio de la noche...

Por la mañana, tronaron de nuevo los dobulbasycon sordo fragor ordenando a los hombres que se levantaran, que se armaran, que montaran, y que arrojaran el bagaje al carro; y de nuevo el ejército estepario de Gengis Kan avanzó hacia occidente empujado y animado por el indomable poder del kan.

Era el decimoséptimo día de marcha. Quedaba atrás una amplísima parte del desierto de Sary-Ozeki, la parte más difícil de atravesar, y por delante aparecería dentro de un día o dos la tierra baja del Zhaík; después, el camino conduciría al gran Itil, cuyas aguas separaban la esfera terrestre en dos mitades, occidente y oriente.

Todo seguía como antes. Delante marchaban los abanderados caracoleando sobre negros caballos. Tras ellos iba Gengis Kan acompañado por los kesegulosy por su séquito. Bajo la silla, el paso acompasado de su predilecto Juba, el caballo amblador de blancas crines y cola negra. Y, alegrándole secretamente la vista, alimentando el orgullo del kan ya de por sí difícil de disimular, flotaba como siempre sobre su cabeza su inseparable compañera: la nube blanca. Donde iba él, iba ella. Y por la tierra, llenando el espacio de borde a borde, avanzaba la multitud humana hacia occidente, las columnas, los carros, el ejército de Gengis Kan. Flotaba un rumor en el aire que era como el rumor del mar tempestuoso en la lejanía. Y toda esta muchedumbre, toda esta avalancha de hombres, carros, armas, equipo y ganado, eran la encarnación del poder y de la fuerza de Gengis Kan, todo procedía de él, sus proyectos eran la fuente de todo. Y en aquel momento, montado en la silla, pensaba en lo mismo, en algo que raro mortal se atrevería a pensar: en el ansiado dominio mundial, en un solo Estado universal por los siglos de los siglos, en un Estado que le sería dado gobernar incluso después de su muerte. ¿Cómo? Gracias a sus mandamientos, previamente grabados en unas tablas. Y mientras existieran rocas con sus mandamientos grabados, indicando cómo hay que gobernar el mundo, existiría en el mundo su voluntad. He aquí en qué pensaba el kan en esta hora de camino, y la cautivadora idea de las inscripciones en las piedras como medio para conseguir la inmortalidad ya no le dejaba en paz. Decidió ocuparse de ello aquel invierno en las orillas del Itil. A la espera de cruzar el río, reuniría el consejo de sabios, doctores y adivinos, y les comunicaría sus valiosos pensamientos sobre el Estado eterno, les comunicaría sus mandamientos y éstos serían tallados en las rocas. Sus palabras derribarían el mundo, y todo el universo caería a sus plantas. Para ello iba de campaña, y todo lo existente sobre la tierra debía servir a este objetivo; todo cuanto lo contrariara, todo cuanto no facilitara el éxito de la campaña, debía ser apartado del camino y extirpado.