Y de nuevo empezaron a componerse los versos:
Cual diamantina culminación de mi Estado Instauraré una luminosa luna en el cielo... ¡Sí!Y las hormigas del sendero no podrán evitar Los férreos cascos de mi ejército... ¡Sí!
Las alforjas de la Historia
De la grupa sudorosa de mi corcel
Descargarán mis agradecidos descendientes Comprendiendo las excelencias del poder... ¡Sí!
Y precisamente aquel día informaron a Gengis Kan que una de las mujeres de los carros había dado a luz pese a la severísima prohibición del kan. Había parido a un niño no se sabía de quién. Se lo comunicó el jeptegul Arasán. El jeptegul, de rojas mejillas y ojos inquietos, omnisciente e incansable, también esta vez había sido el primero en traer la noticia. «Mi deber es informarte de cómo son las cosas, Gran Señor, puesto que a este respecto hay un aviso de tu parte», terminó su denuncia con voz ronca (la grasa lo ahogaba) el jeptegul Arasán, cabalgando estribo con estribo al lado del kan para que se oyeran mejor sus palabras bajo el viento.
Gengis Kan no prestó atención de momento, ni respondió inmediatamente al jeptegul. Concentrado en sus pensamientos sobre las queridas tablas, tardó un poco en dejarse dominar por el disgusto que se iba apoderando de él, y durante largo rato no quiso confesarse que no esperaba que semejante noticia le impresionara tanto. Gengis Kan callaba, agraviado; en su disgusto, aceleró la marcha del caballo, y los faldones de su ligera pelliza de marta cebellina volaron hacia los lados cual alas de un pájaro asustado. Y el jeptegulArasán, que corría afanoso a su lado, se encontró en una difícil situación, no sabía qué hacer, ora tiraba de las riendas para no enfurecer en demasía al kan con su presencia, ora iba estribo con estribo para estar en disposición de entender sus palabras, si éstas se pronunciaban; no comprendía ni podía interpretar los motivos del largo silencio del caudillo. Qué le costaba pronunciar tan sólo una palabra: castigadla, e inmediatamente estrangularían a aquella mujer y a su aborto allí mismo, en los carros, ya que había osado dar a luz a despecho de la altísima prohibición. Ahorcarían a la insolente arrastrándola sobre un fieltro como ejemplo para los demás. Y asunto terminado.
De pronto, el kan lanzó unas palabras por encima del hombro, y lo hizo de tal modo que el jeptegulhasta se incorporó sobre la silla:
–¿Cómo es que antes de que esta perra de los carros pariera nadie observó que tuviera la panza gruesa?
El jeptegulArasán aventuró lo que había podido suceder, pero sus palabras eran incoherentes y el kan le cortó autoritariamente:
–¡Cállate!
Al cabo de cierto rato, preguntó irritado:
–Si ésta que ha parido en los carros no está casada con nadie, quién es: ¿una cocinera, una fogonera, una vaquera?
Y quedó sorprendido en extremo al saber que la parturienta era una bordadora de banderas, pues nunca le había pasado por la cabeza que alguien se ocupara de ello, que alguien cortara y bordara los estandartes de oro; del mismo modo que no pensaba que alguien le cosiera las botas o le montara la yurta de turno bajo cuya cúpula discurría su vida. Antes no pensaba en semejantes minucias. ¿Y cómo si no? ¿Acaso las banderas no existían por sí mismas, a su lado y al de su ejército, surgiendo por todas partes cual hogueras encendidas antes de que él apareciera, en los campamentos, en la caballería en marcha, en los combates y en los festines? También ahora estaban a la vista: delante caracoleaban los abanderados iluminando su camino. Él iba de campaña a Occidente para plantar allí sus estandartes después de entregar al pisoteo los estandartes de los demás. Así sería... Nadie ni nada se atrevería a cruzarse en su camino, y toda desobediencia, incluso la más mínima, de los que iban con él a la conquista del mundo, no se cortaría de otra manera que con la pena de muerte. El castigo para conseguir la sumisión: ésta era el arma invariable del poder de uno sobre muchos.
Pero en el caso de la bordadora, la culpable no era sólo ella sino también alguien más, alguien que indiscutiblemente se encontraba en los carros o en el ejército... ¿Pero quién?
A partir de aquel momento, Gengis Kan se puso sombrío, lo que se notaba por su rostro petrificado, por la mirada dura de sus ojos de lince que nunca parpadeaban, y por su postura rígida en la silla, contra el viento. Pero ninguno de los que se atrevían a acercarse a él por asuntos inaplazables sabía que el kan se había puesto sombrío no tanto por haberse descubierto el provocativo acto de desobediencia de una bordadora y de su desconocido amante cuanto porque este caso le recordaba otra historia muy diferente que había dejado en su alma una huella vergonzosa, imborrable y amarga.
Y de nuevo, ensangrentándole y quemándole el alma, vino el recuerdo de algo vivido en su juventud, cuando todavía llevaba su antiguo nombre de Temuchin, cuando aún nadie podía suponer que él, el huérfano y abandonado Temuchin llegaría a ser el Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales, cuando ni él mismo pensaba en nada semejante. En aquella época de su lejana juventud vivió la tragedia y el deshonor. Su joven esposa Borte, prometida a él por los padres desde la infancia, fue raptada en su luna de miel durante una incursión de la tribu vecina de los merkitos, y cuando consiguió recuperarla en una incursión de represalia habían pasado no pocos días, muchos días y noches, tantos que carecía de fuerzas para contarlos con exactitud, incluso hoy día, cuando iba al frente de un ejército de muchos miles de hombres a la conquista de Occidente, a consolidar su nombre y hacerlo inexpugnable por los siglos en el trono del dominio mundial, para borrarlo y... olvidarlo todo.
En aquella lejana noche, cuando los pérfidos merkitoshuían en desorden después de tres días de sangrientos combates, cuando abandonaban rebaños y campamentos corriendo bajo un empuje terrible e implacable para salvar sus miserables vidas de las represalias, cuando se había cumplido el juramento de venganza, que decía:
... La más antigua bandera, visible desde lejos, Rocié antes con la sangre de las víctimas,Y golpeé mi tambor, de ronco tronar,
Recubierto con piel de buey.
Me subí a mi veloz corcel de negra crin
Me puse mi acolchada coraza
Mi terrible sable en mi mano tomé.
Lucharé hasta la muerte con los merkitos...
Exterminaré al pueblomerkito,
Hasta el niño más pequeño,
Hasta que su tierra quede desierta...
Cuando el terrible juramento se cumplió por completo en una noche de gritos y lamentos, un carro cubierto se alejaba entre los fugitivos, presos por el pánico. «¡Borte! ¡Borte! ¿Dónde estás? ¡Borte!», gritaba Temuchin llamándola desesperado, yendo de un lado para otro sin encontrarla en ninguna parte, y cuando finalmente alcanzó el carro cubierto y sus hombres mataron en marcha al conductor, entonces Borte respondió a la llamada: «¡Estoy aquí! ¡Soy Borte!», y saltó del carro mientras él se deslizaba del caballo al suelo, y ambos se precipitaron uno al encuentro del otro y se abrazaron en la oscuridad. Y en aquel instante, cuando la joven esposa se encontró entre sus brazos sana y salva, él sintió, cual inesperado ataque al corazón, un olor desconocido y ajeno, seguramente el de unos bigotes fuertemente ahumados, el olor que había dejado el contacto de alguien con el cuello tibio y liso de la mujer, y se quedó inmóvil mordiéndose los labios hasta hacerse sangre. Y a su alrededor seguía el combate, la lucha, el castigo de unos por los otros...