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A partir de aquel momento ya no volvió a intervenir en la lucha. Instaló a la esposa liberada en un carro, y volvió atrás intentando dominarse para no delatar al instante lo que le estaba quemando por dentro. Y sufrió, luego, toda la vida. Comprendía que si su esposa había estado en brazos de sus enemigos no había sido por su voluntad. Y sin embargo, ¿a qué precio había conseguido escapar al sufrimiento? Verdaderamente, no había caído un solo cabello de su cabeza. A juzgar por todo, Borte no había sido una mártir en su cautiverio, no podía decirse que su aspecto fuera el de una víctima. No, y además no hubo entre ellos una explicación sincera sobre este tema.

Cuando los pocos merkitosque consiguieron emigrar a otros países después de la derrota, o alcanzar lugares de difícil acceso, ya no representaban el más mínimo peligro, cuando se hicieron

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pastores y criados, cuando se convirtieron en esclavos, nadie pudo comprender la implacable crueldad de la venganza de Temuchin, que en aquella época se había convertido ya en Gengis Kan. Como resultado, todos los merkitosque no pudieron huir fueron ejecutados. Y ninguno de ellos pudo ya decir que había tenido alguna relación con su Borte en la época en que ésta se encontraba cautiva de los merkitos.

Más tarde, Gengis Kan tuvo otras tres esposas, pero nada pudo curar el dolor de este primer y cruel golpe del destino. Y así vivía el kan, con este dolor. Con esta herida sangrante en el alma, con esta herida que nadie conocía. Y cuando Borte dio a luz a su primogénito, a su hijo Zhuchi, Gengis Kan sacó escrupulosamente la cuenta y resultó que podía ser de una manera o de otra, el niño podía ser suyo o no serlo. Alguien, que permaneció en el anonimato, había atentado descaradamente contra su honor, le había robado la tranquilidad para toda la vida.

Y aunque el desconocido, el que había motivado el parto en campaña de la bordadora de banderas, no tenía relación alguna con el kan, la sangre del soberano se puso en ebullición.

A veces, un hombre necesita muy poco para que el mundo se derrumbe para él en un abrir y cerrar de ojos, se tuerza y ya no sea el que había tan sólo un momento antes: congruente y aceptable en conjunto... Éste era el cambio que había tenido lugar en el alma del Gran Kan. A su alrededor, todo era lo mismo que antes de la noticia. Sí, delante caracoleaban los abanderados con sus caballos negros y con los estandartes de dragones ondeando al viento; bajo su silla caminaba como siempre su Juba, el caballo amblador; el séquito le seguía respetuosamente, a su lado y a su espalda, en magníficos corceles; la fiel escolta –los escuadrones de los «semi-jefes» – se mantenía a su alrededor; la fuerza demoledora de los turnende su ejército, y los miles de carros que constituían su apoyo, avanzaban por la estepa, por todo el espacio que podía abarcar la vista. Y sobre la cabeza, sobre todo este torrente humano, navegaba por el cielo la fiel nube blanca, la misma que desde los primeros días de la campaña atestiguaba la protección del Cielo Supremo.

Al parecer, todo era como antes, y sin embargo algo de este mundo se había desplazado, había cambiado, provocando en el kan una tempestad gradualmente creciente. ¡Alguien no había escuchado su voluntad, alguien había osado colocar los desenfrenados apetitos carnales por encima de su gran objetivo, alguien había contrariado intencionadamente sus órdenes! Uno de sus jinetes había preferido una mujer en la cama que servir irreprochablemente, que someterse incuestionablemente al kan. Y una insignificante mujer, una bordadora –¿habría otra que supiera bordar y pudiera sustituirla?– había decidido parir despreciando su prohibición, y eso cuando las demás mujeres de los carros habían cerrado sus vientres a la fecundación hasta que él se lo permitiera.

Tales pensamientos iban creciendo sordamente como la hierba silvestre, como el bosque natural, ensombreciendo de ira la luz de sus ojos, y aunque el kan comprendía que el caso era insignificante, que convenía no otorgarle una importancia especial, otra voz, autoritaria, poderosa, insistía, con mayor encarnizamiento cada vez, exigiendo un severo castigo, la ejecución de los desobedientes delante de todo el ejército, y ahogaba y arrinconaba cada vez más a otros pensamientos.

El incansable caballo amblador, Juba, del que el kan no había desmontado aquel día, parecía sentir incluso un peso complementario que crecía continuamente, y el infatigable amblador, que siempre corría uniformemente como una flecha, se cubrió de sudorosa espuma, cosa que antes no le ocurría.

Gengis Kan continuó su camino en silencio, con aire amenazador. Y aunque al parecer nada alteraba la campaña, nadie impedía el avance del ejército de la estepa hacia occidente ni la realización de sus grandes proyectos de conquistar el mundo, algo, sin embargo, había sucedido: una piedrecita imperceptible y diminuta se había desprendido de la firme montaña de sus órdenes. Y esto no lo dejaba tranquilo. Pensaba en ello durante el camino, y este pensamiento le molestaba como una púa bajo la uña, de modo que pensando siempre en lo mismo, cada vez se irritaba más con sus acompañantes. ¿Cómo se habían atrevido a no informarle hasta ahora, cuando la mujer ya había dado a luz? ¿Dónde estaban antes, dónde tenían los ojos? ¿Tan difícil era descubrir a una embarazada? Entonces, el caso habría sido distinto, la habrían expulsado a palos como a una perra libidinosa. Pero ahora, ¿qué hacer? Cuando le informaron de lo sucedido, interrogó bruscamente al noion responsable de los carros, a quien había llamado para que le diera explicaciones, y le preguntó cómo había podido suceder que todo pasara inadvertido antes de que la bordadora pariera y de que sus hombres fieles oyeran el llanto del recién nacido. ¿Cómo había podido suceder semejante cosa? A lo que el noion, poco convincente, respondió que la bordadora de banderas, de nombre Dogulang, vivía en unayurta aparte, siempre aislada, no se relacionaba con nadie excusándose en sus ocupaciones, tenía su propio carro y su propia criada, y que cuando alguien iba a verla por algún asunto, aparecía envuelta en un revoltijo de ropa, habitualmente la seda de las banderas que bordaba. La gente pensaba que lo hacía sencillamente por elegancia, porque le gustaba emperifollarse. Por ello resultaba difícil distinguir que estaba embarazada. Se desconocía quién fuera el padre del recién nacido. Todavía no habían interrogado a la bordadora. La criada repetía que no sabía nada. Era como buscar viento en el campo...

Gengis Kan pensaba con disgusto que esta historia era indigna de su noble atención, pero la prohibición de dar a luz la había establecido él, y además, todos los jefes del ejército, temiendo por su cabeza, se habían apresurado a informar de lo sucedido al jefe supremo, de modo que él, el kan, se encontraba prisionero de su propia y noble palabra. Retractarse de la orden dada, no podía. El castigo era inevitable...