Cerca de la medianoche, el Erdene dijo que iba a ver a su jefe, y puso como excusa unos encargos urgentes, pero esto no era más que un pretexto para salir del campamento, para huir aquella misma noche con su amada. No sabía que el kan estaba al corriente de todo, no sabía que no conseguiría huir con Dogulang y el niño.
Llevando el caballo de reserva de la brida como se lleva un perro de caza con el lazo, el Erdene rodeó felizmente el campamento y se acercó al carro junto al que habitualmente se instalaba layurta de Dogulang; le pedía a Dios una sola cosa: no tropezar de pronto con la patrulla móvil del noion. La patrulla del noion era la más quisquillosa y cruel. Cuando advertía que algún guerrero estaba borracho, que había bebido vodka lácteo, no tenía compasión de él, lo enganchaba a un carro en lugar de caballo, y el conductor lo arreaba con el látigo...
Al abandonar su escuadrón y darse a la fuga, Erdene sabía que si lo capturaban le amenazaba el máximo castigo: ahogarlo con fieltro o darle muerte en la horca. Sólo podía haber otra salida si conseguía escapar, huir a tierras lejanas, a otros países.
Reinaba esta vez en la estepa una noche de luna. Los campamentos y los rebaños se extendían por todas partes, y por todas partes dormían los guerreros, amontonados junto a las hogueras medio consumidas. Entre tal cantidad de hombres y de carros, a pocos podía interesar dónde se dirigiera. Con esto contaba el Erdene, y habría conseguido huir con Dogulang y su hijo de no ser por el destino...
Apenas se acercó al campamento de los talleres, comprendió que había ocurrido una desgracia. El saltó de la silla y se quedó inmóvil a la sombra de los caballos, sujetándolos fuertemente por la brida. ¡Sí, había ocurrido una desgracia! Una gran hoguera ardía junto a la del extremo iluminando los alrededores con inquietantes llamaradas. Una decena de zhasauloscharlaban inquietos en voz alta alrededor de la hoguera montados en sus caballos. Los que habían descabalgado, unos tres hombres, enganchaban un carro, el mismo con el que se disponía a huir aquella noche en compañía de Dogulang. Luego Erdene vio que los zhasaulossacaban de layurta a Dogulang con el niño en brazos. La mujer apareció a la luz de la hoguera con su pelliza de marta estrechando al pequeño contra su cuerpo, pálida, indefensa, asustada. Los zhasaulosla interrogaban. Llegaban sus exclamaciones: «¡Responde! ¡Te digo que respondas! ¡Puta, ramera!». Luego llegó el lamento de Altun, la sirvienta. Sí, era su voz, sin ningún género de dudas era la suya. Altun gritaba: «¿Cómo voy a saberlo? ¿Cómo voy a saber de quién lo ha parido? ¡No ha ocurrido ahora, en la estepa! ¿Por qué me pegáis? Ha dado a luz a un niño hace poco, bien lo veis. ¿Y no podéis comprender que todo esto, como muy bien se ve, sucedió hace nueve meses? ¡Cómo voy a saber cuándo y con quién estuvo! ¿Por qué me pegáis? ¡Y por qué le metéis miedo a ella, la habéis asustado de muerte, no veis que lleva un recién nacido! ¿No os ha servido, no ha bordado las banderas de combate que lleváis de campaña? ¿Por qué la estáis matando, por qué?».
Pobre Altun, era como una hierbecita bajo el casco de un caballo, qué podía ella hacer si el propio Erdene no se atrevía a intervenir, y además, ¿qué habría podido hacer contra una decena de zhasaulosarmados? ¿Morir, quizá, llevándose por delante a uno o dos? ¿Pero de qué habría servido? Así vencían siempre los zhasaulos, atacando todos a una. ¡No esperaban otra cosa que atacar en grupo para atormentar, para derramar sangre!
El Erdene vio que los zhasaulosmetían a Dogulang y al niño en un carro, arrojaban dentro a la sirvienta Altun y se las llevaban a algún lugar bajo la noche.
Con esto, todo se calmó, se hizo el silencio en derredor, el campamento quedó desierto. Sólo se oían los ladridos de los perros en alguna parte, el relincho de los caballos y unas voces imprecisas en los lugares de descanso.
La hoguera se iba consumiendo junto a la yurta de la bordadora Dogulang. Tragando la vanidad y los tormentos de la lucha humana, las silenciosas estrellas miraban con su brillo indiferente e impasible aquel espacio abierto como si lo sucedido fuera lo que debía suceder...
Como en sueños, las manos del Erdene, instantáneamente entumecidas y heladas, tentaron la brida en la cabeza del caballo de reserva, se la sacaron sin sentir su propio esfuerzo y la arrojaron a las patas del animal. La brida tintineó sordamente. Erdene sentía su propia respiración, una respiración contenida, pues respirar era cada vez más fatigoso. Pero todavía encontró las fuerzas necesarias para dar un palmetazo a la cerviz del caballo. Aquel animal ahora no servía para nada, ahora era libre, no había ninguna necesidad de él, y el caballo corrió al trote, a su aire, hacia el rebaño nocturno más cercano. Por su parte, el Erdene vagó sin objeto por la estepa, sin saber dónde iba ni por qué. Le seguía de las riendas su Akzhuldúsde estrellada frente, su fiel e inseparable corcel de combate. Con él había luchado el sótnik Erdene, pero con él, al fin, no había conseguido escapar ni apartar de un mal destino el carro con la mujer amada y el niño recién nacido.
Erdene caminaba al azar, como un ciego; sus ojos rebosaban de lágrimas que se deslizaban por la húmeda barba, y la luz lunar, que caía a chorros uniformes, se movía convulsivamente sobre sus curvados y temblorosos hombros... Vagaba como una fiera salvaje solitaria expulsada de la bandada y dejada a su albedrío en medio del mundo: si eres capaz de vivir, vive, si no, muere. Y ninguna otra alternativa... ¿Qué podía hacer ahora? ¿Dónde meterse? No le quedaba otra solución que morir, matarse de una cuchillada en el pecho, en este corazón que le dolía insoportablemente, y así calmar y cortar aquel ardiente dolor, o bien desaparecer, evadirse, huir, perderse en alguna parte para siempre...
El sótnik cayó al suelo y se arrastró sobre el vientre llorando sordamente, desollándose las uñas y las palmas de las manos contra las piedras, pero la tierra no se abría. Luego se puso de rodillas y tentó el cuchillo en su cinto...
La estepa estaba silenciosa, desierta y estrellada. Sólo el fiel caballo Akzhuldús estaba a su lado iluminado por la luna, resoplando a la espera de una orden de su amo...
Aquella mañana, antes de emprender la marcha, los tambores, reunidos previamente en un altozano, dieron el toque de reunión del ejército. Y una vez dada la señal, los dobulbasyya no callaron, sacudiendo los alrededores con un tronar de alarma, con un tronar creciente y agotador. Los tambores de piel de buey retumbaban, se enfurecían como fieras salvajes entrampadas, llamando al castigo de la mala mujer, de la bordadora de banderas –pocos sabían que su nombre fuera Dogulang– que había dado a luz a un niño durante la campaña.
Y bajo el tronar mágico de los tambores se formaron las cohortes a caballo, con todas sus armas, como en una revista, describiendo un semicírculo al pie de la colina, escuadrón tras escuadrón, y en los flancos se colocaron los carros con la impedimenta, y sobre ella toda la gente de los servicios auxiliares, toda suerte de artesanos de la campaña, montadores de yurtas, armeros, guarnicioneros, costureras, hombres y mujeres, todos jóvenes, todos en la época de la fertilidad. Para ellos se montaba el castigo público, para aterrorizarlos y aleccionarlos. ¡Todo aquel que ose infringir las órdenes del kan será privado de la vida!